En "Quimeras, Transiciones y escenarios", publicado en el más reciente número de la Revista Voces, la conocida bloguera se pregunta si los cubanos están preparados para ese cambio gris, sin héroes ni muros cayendo, que ocurrirá irremediablemente.
"Quimeras, transiciones y escenarios"
«Toda frustración es hija de un exceso de expectativas» me repite un amigo cuando se rompen los pronósticos de tintes hermosos que me invento a cada rato. Las últimas décadas de mi vida —y la de tantos cubanos— han sido precisamente una suerte de vaticinios incumplidos, escenarios que nunca se concretan e ilusiones para archivar. Una secuencia de cábalas, ritos de adivinación y miradas a la luna, que chocan de frente con la obstinada realidad. Somos un pueblo de Nostradamus frustrados, de agoreros que no se ganarían la vida como tales, de profetas que hilvanan una predicción con otra, sin acertar en ninguna.Los años noventa resultaron, en nuestra historia nacional, los de mayor concentración de oráculos rotos. Recuerdo haber imaginado a la gente en la calle, los gritos de libertad, la presión de la necesidad y la miseria social explotando en una revuelta pacífica que lo cambiara todo. Era mi adolescencia y también éramos una sociedad imberbe… aún lo somos. Por eso el espejismo del antes y el después, de un hecho que otra vez partiría en dos el calendario de la nación, de acostarnos una noche pensando en el cambio político y antes de que se pusiera el próximo sol haberlo logrado. Como todo pueblo niño, creíamos en los magos. En esos que vendrían con la varita, la pancarta o la tribuna, a resolverlo todo.
Y entonces ocurrió. Aunque no se parecía en nada a lo que yo había imaginado. Tuvimos el Maleconazo en agosto de 1994, pero lo que llevó a la gente a la calle no fue intentar transformar el país en su interior, sino saltarse la insularidad y escapar hacia otro sitio. No había banderitas agitadas, ni gritos de ¡Viva Cuba Libre!, sino puertas arrancadas para fabricar las balsas y un largo y prolongado adiós en nuestra costa norte. Mi sabio amigo me lo repitió… «te lo dije, te desilusionas porque siempre esperas demasiado».
Han pasado dos décadas, la madurez no alcanzó a la sociedad pero algunas canas obstinadas comenzaron a aparecer en mi cabeza. Ya sé que entre el deseo y los acontecimientos la mayor parte de las veces hay un divorcio, una viudez insondable. Me hice pragmática, pero no cínica. Todo lo que aprendí de la realidad —parafraseando a un buen poeta— no era todo lo que había en la realidad. Cuando desperté pensando «este sistema ya falleció», entonces me mordió su capacidad de ser un «muerto vivo» de cincuenta y cuatro años. Así que ahora he dejado de creer en las soluciones acompañadas de sonrisas y abrazos en las calles. Vienen tiempos duros. La transición será difícil y no tendrá un día siquiera para celebrarla. Muy probablemente no habrá júbilo y cantos. Hemos llegado tarde a todo, incluso al cambio. Las imágenes del muro de Berlín cayendo a pedazos, solo fueron posible una vez. A nosotros nos tocará –y aquí me arriesgo a otro vaticinio- una transformación gris, sin instantáneas que recordar.
UN DÍA DESPUÉS DEL CASTRISMO… SI DESPUÉS DEL CASTRISMO EXISTE UN DÍA
Un día miraremos hacia atrás y nos daremos cuenta que el castrismo cayó o simplemente dejó de existir, llevándose consigo los mejores años de mi madre, mis mejores años, los mejores años de mi hijo. Pero quizás sea mejor así, no tener otro primero de enero, no contar con las fotos de señores de perfil griego con palomas entrenadas sobre el hombro. Quizás sea mejor un cambio pasado por el agua del desánimo, que otra revolución carnívora que nos devore a todos.
Después, después tampoco habrá mucho tiempo para los festejos. Explotará la burbuja de las falsas estadísticas y nos daremos de bruces con el país que realmente tenemos. Comprobaremos que ni el índice de mortalidad infantil es el que nos han dicho todos estos años, que no somos el pueblo «más culto del mundo» y que las arcas de la nación están vacías… vacías… vacías. Ya escucharemos a muchos decir a coro «con Raúl Castro estábamos mejor». Habrá que empezar a cambiarle el nombre al Síndrome de Estocolmo y ubicarlo en estas geografías tropicales.
Llegará la responsabilidad ese concepto para el que pocos están preparados. El asumir nuestras vidas y poner a «Papá Estado» en su justo lugar, sin proteccionismos pero también sin autoritarismos. La democracia es profundamente aburrida, así que nos aburriremos. Ese miedo permanente a que nos escuchan, ese pánico a que el vecino o el amigo pueden ser un delator de la Seguridad del Estado, ya no estará. Habrá que ver entonces si nos atreveremos a decir en voz alta lo que pensamos, o si preferimos que los políticos del mañana puedan manejar cómodamente nuestro silencio.
Las primeras elecciones libres nos encontrarán desde temprano en los colegios electorales, conversando y sonriendo. Sin embargo, a la tercera o cuarta cita con las urnas el abstencionismo rondará a casi la mitad de la población. Ser ciudadano es una tarea a tiempo completo y ya saben ustedes, no estamos acostumbrados al trabajo eficiente y constante, ni a ser tenaces. Así que eventualmente delegaremos otra vez nuestra responsabilidad en algún populista que «hable bonito», nos prometa el paraíso en la tierra y asegure que en el dilema entre «seguridad y libertad» él se encargará de hacer valer la primera. Caeremos en su trampa, porque somos un pueblo niño, un pueblo imberbe.
Las cicatrices demoran mucho en quitarse, pero las nuevas heridas son de rápida aparición. Esa combinación entre alto nivel profesional y bajo nivel ético nos deparará tragos amargos. No me extrañaría que nos convirtamos en un emporio de la fabricación y el tráfico de drogas. Esa será también una de las tantas herencias que nos dejará el castrismo: un pueblo rapaz, donde la palabra valores resulta incómoda… innecesaria.
El bandazo al consumo más feroz también parece inevitable. Años de racionamiento, desabastecimiento y tristes mercancías de etiquetas anticuadas, harán que la gente se lance sedienta al mercado. Pasará tiempo antes de que veamos brotar movimientos ecologistas, de comida naturista o que nos llamen a la moderación y no al derroche. Los apetitos de tener, comprar, exhibir se dispararán y esa será también parte de las secuelas que nos dejará un sistema que predica la austeridad mientras su cúpula ejercita el hedonismo.
Los veremos mutar, como camaleones que una vez dijeron «dije» y después dirán «diego». Los veremos cambiar la ideología por la economía, el manual de marxismo por el manual de empresa, los uniformes verdeolivo por el cuello y corbata. Hablarán de necesaria reconciliación, de olvido, de «somos todo un pueblo». Pasarán del mitin de repudio a la amnesia, de vigilar a seguir vigilando, porque una vez delator siempre delator.
Toda persona que una vez fue crítica al gobierno les resultará, a estos «conversos» del mañana, profundamente incómoda. Porque al mirarla recordarán que ellos no hicieron nada por cambiar las cosas, que por cobardía u oportunismo se callaron. Así que entre sus objetivos tendrán el de sepultar a lo que una vez fue el sector disidente cubano. Lo usarán y lo apartarán. Escucharemos las historias de gente golpeada y encarcelada siendo contada por ancianos olvidados de la seguridad social; como mismo hoy vemos a boxeadores olímpicos pidiendo limosnas en las calles. Las medallas del pasado resultarán hirientes para los cínicos del futuro… no dejarán espacio al heroísmo, porque les incomoda.
Las efemérides en los libros escolares cambiarán. Muchas estatuas serán retiradas y en su lugar se colocarán unas de las que tendremos que aprendernos el nombre y colocarles flores en sus aniversarios. Una epopeya será sustituida, otra se instaurará. Con todos los que dirán que ellos eran opositores y ayudaron a «tumbar al castrismo» ahora podríamos fundar una fuerza cívica de millones de individuos. Vendrá la competencia a ver quién tuvo más mérito en el cambio y más condecoraciones que colocarse en la solapa. Querrán –como compensación- un puesto en la administración pública, una pensión, una mención en un manual de historia.
MALOS VATICINIOS, BUENA PREPARACIÓN
Cansada de lanzar flores al futuro y de imaginarlo luminoso, he llegado a creer que mientras lo pintemos con tonos oscuros más energía pondremos en cambiarlo. Es tiempo ya de pensar en el mañana, porque el castrismo ha muerto aunque camine, respire, apriete el puño. El castrismo ha muerto porque su ciclo vital hace tiempo expiró, su ciclo de ilusión fue muy breve, su ciclo de participación nunca existió. El castrismo ha muerto y hay que empezar a proyectar el día después de su funeral.
Estoy deseosa de leer propuestas y plataformas que planteen las disyuntivas a las que nos enfrentaremos una hora después de que el féretro de esta llamada revolución descanse bajo tierra. ¿Dónde están los programas para ese momento? ¿Estamos preparados para ese cambio gris, sin héroes ni muros cayendo, pero que ocurrirá irremediablemente? ¿Ya sabemos cómo vamos a enfrentar los nuevos problemas que surgirán, las dificultades que brotarán por todos lados y que ahora están, pero silenciadas, falseadas?
Si nos preparamos para el peor de los escenarios, será un signo de madurez que nos ayudará a superarlo. El entramado cívico jugará un papel trascendental en cualquier caso. Sólo fortalecer esa estructura social evitará que caigamos en los brazos del próximo hipnotizador político o en las redes del caos y la violencia. No busquemos presidentes —ya aparecerán— busquemos ciudadanos.
Olvidémonos del río de gente en las calles celebrando y del Ministerio del Interior abriendo sus archivos para saber quién fue informante o quién no. Muy probablemente no será así. El entusiasmo de la manifestación pública se ha agotado y los documentos más reveladores ya no existirán, los habrán quemado, se los habrán llevado. Hemos llegado tarde a la transición. Pero eso no significa que nos saldrá mal, que nos arrepentiremos de emprenderla.
Podemos, al menos eso podemos, empezar desde cero en tantas cosas. Beber de las experiencias y los desastres de otros; atinar a darnos cuenta que tenemos la posibilidad de sembrar la semilla de la democracia en un mundo donde tantos tratan de enderezar su tronco que nació torcido. Si nuestro cambio sale mal, tendremos a medio planeta que nos señalará y preguntará «¿Y esto era lo que querían para Cuba? ¿Este era el cambio que tanto anhelaban?». Sin frases apologéticas, tenemos una responsabilidad no solo con nuestra nación, sino con buena parte de la humanidad que cree aún en que se puede transitar con éxito de un autoritarismo a un sistema participativo.
LA REALIZACIÓN ES HIJA DE UN RETO DIFÍCIL
Ya sé que dirá mi escéptico amigo cuando lea este texto. Se reirá entre dientes para afirmar «aún cuando te pones pesimista, sigues siendo una soñadora». Pero también reconocerá que ya no soy esa adolescente que esperaba un día despertarse con el griterío de alegría en la calle, sumarse a la multitud y dirigirse hacia la estatua de José Martí en el Parque Central. Ya sé que no será así. Pero puede ser mucho mejor.
Publicado originalmente en la Revista Voces
«Toda frustración es hija de un exceso de expectativas» me repite un amigo cuando se rompen los pronósticos de tintes hermosos que me invento a cada rato. Las últimas décadas de mi vida —y la de tantos cubanos— han sido precisamente una suerte de vaticinios incumplidos, escenarios que nunca se concretan e ilusiones para archivar. Una secuencia de cábalas, ritos de adivinación y miradas a la luna, que chocan de frente con la obstinada realidad. Somos un pueblo de Nostradamus frustrados, de agoreros que no se ganarían la vida como tales, de profetas que hilvanan una predicción con otra, sin acertar en ninguna.Los años noventa resultaron, en nuestra historia nacional, los de mayor concentración de oráculos rotos. Recuerdo haber imaginado a la gente en la calle, los gritos de libertad, la presión de la necesidad y la miseria social explotando en una revuelta pacífica que lo cambiara todo. Era mi adolescencia y también éramos una sociedad imberbe… aún lo somos. Por eso el espejismo del antes y el después, de un hecho que otra vez partiría en dos el calendario de la nación, de acostarnos una noche pensando en el cambio político y antes de que se pusiera el próximo sol haberlo logrado. Como todo pueblo niño, creíamos en los magos. En esos que vendrían con la varita, la pancarta o la tribuna, a resolverlo todo.
Y entonces ocurrió. Aunque no se parecía en nada a lo que yo había imaginado. Tuvimos el Maleconazo en agosto de 1994, pero lo que llevó a la gente a la calle no fue intentar transformar el país en su interior, sino saltarse la insularidad y escapar hacia otro sitio. No había banderitas agitadas, ni gritos de ¡Viva Cuba Libre!, sino puertas arrancadas para fabricar las balsas y un largo y prolongado adiós en nuestra costa norte. Mi sabio amigo me lo repitió… «te lo dije, te desilusionas porque siempre esperas demasiado».
Han pasado dos décadas, la madurez no alcanzó a la sociedad pero algunas canas obstinadas comenzaron a aparecer en mi cabeza. Ya sé que entre el deseo y los acontecimientos la mayor parte de las veces hay un divorcio, una viudez insondable. Me hice pragmática, pero no cínica. Todo lo que aprendí de la realidad —parafraseando a un buen poeta— no era todo lo que había en la realidad. Cuando desperté pensando «este sistema ya falleció», entonces me mordió su capacidad de ser un «muerto vivo» de cincuenta y cuatro años. Así que ahora he dejado de creer en las soluciones acompañadas de sonrisas y abrazos en las calles. Vienen tiempos duros. La transición será difícil y no tendrá un día siquiera para celebrarla. Muy probablemente no habrá júbilo y cantos. Hemos llegado tarde a todo, incluso al cambio. Las imágenes del muro de Berlín cayendo a pedazos, solo fueron posible una vez. A nosotros nos tocará –y aquí me arriesgo a otro vaticinio- una transformación gris, sin instantáneas que recordar.
UN DÍA DESPUÉS DEL CASTRISMO… SI DESPUÉS DEL CASTRISMO EXISTE UN DÍA
Un día miraremos hacia atrás y nos daremos cuenta que el castrismo cayó o simplemente dejó de existir, llevándose consigo los mejores años de mi madre, mis mejores años, los mejores años de mi hijo. Pero quizás sea mejor así, no tener otro primero de enero, no contar con las fotos de señores de perfil griego con palomas entrenadas sobre el hombro. Quizás sea mejor un cambio pasado por el agua del desánimo, que otra revolución carnívora que nos devore a todos.
Después, después tampoco habrá mucho tiempo para los festejos. Explotará la burbuja de las falsas estadísticas y nos daremos de bruces con el país que realmente tenemos. Comprobaremos que ni el índice de mortalidad infantil es el que nos han dicho todos estos años, que no somos el pueblo «más culto del mundo» y que las arcas de la nación están vacías… vacías… vacías. Ya escucharemos a muchos decir a coro «con Raúl Castro estábamos mejor». Habrá que empezar a cambiarle el nombre al Síndrome de Estocolmo y ubicarlo en estas geografías tropicales.
Llegará la responsabilidad ese concepto para el que pocos están preparados. El asumir nuestras vidas y poner a «Papá Estado» en su justo lugar, sin proteccionismos pero también sin autoritarismos. La democracia es profundamente aburrida, así que nos aburriremos. Ese miedo permanente a que nos escuchan, ese pánico a que el vecino o el amigo pueden ser un delator de la Seguridad del Estado, ya no estará. Habrá que ver entonces si nos atreveremos a decir en voz alta lo que pensamos, o si preferimos que los políticos del mañana puedan manejar cómodamente nuestro silencio.
Las primeras elecciones libres nos encontrarán desde temprano en los colegios electorales, conversando y sonriendo. Sin embargo, a la tercera o cuarta cita con las urnas el abstencionismo rondará a casi la mitad de la población. Ser ciudadano es una tarea a tiempo completo y ya saben ustedes, no estamos acostumbrados al trabajo eficiente y constante, ni a ser tenaces. Así que eventualmente delegaremos otra vez nuestra responsabilidad en algún populista que «hable bonito», nos prometa el paraíso en la tierra y asegure que en el dilema entre «seguridad y libertad» él se encargará de hacer valer la primera. Caeremos en su trampa, porque somos un pueblo niño, un pueblo imberbe.
Las cicatrices demoran mucho en quitarse, pero las nuevas heridas son de rápida aparición. Esa combinación entre alto nivel profesional y bajo nivel ético nos deparará tragos amargos. No me extrañaría que nos convirtamos en un emporio de la fabricación y el tráfico de drogas. Esa será también una de las tantas herencias que nos dejará el castrismo: un pueblo rapaz, donde la palabra valores resulta incómoda… innecesaria.
El bandazo al consumo más feroz también parece inevitable. Años de racionamiento, desabastecimiento y tristes mercancías de etiquetas anticuadas, harán que la gente se lance sedienta al mercado. Pasará tiempo antes de que veamos brotar movimientos ecologistas, de comida naturista o que nos llamen a la moderación y no al derroche. Los apetitos de tener, comprar, exhibir se dispararán y esa será también parte de las secuelas que nos dejará un sistema que predica la austeridad mientras su cúpula ejercita el hedonismo.
Los veremos mutar, como camaleones que una vez dijeron «dije» y después dirán «diego». Los veremos cambiar la ideología por la economía, el manual de marxismo por el manual de empresa, los uniformes verdeolivo por el cuello y corbata. Hablarán de necesaria reconciliación, de olvido, de «somos todo un pueblo». Pasarán del mitin de repudio a la amnesia, de vigilar a seguir vigilando, porque una vez delator siempre delator.
Toda persona que una vez fue crítica al gobierno les resultará, a estos «conversos» del mañana, profundamente incómoda. Porque al mirarla recordarán que ellos no hicieron nada por cambiar las cosas, que por cobardía u oportunismo se callaron. Así que entre sus objetivos tendrán el de sepultar a lo que una vez fue el sector disidente cubano. Lo usarán y lo apartarán. Escucharemos las historias de gente golpeada y encarcelada siendo contada por ancianos olvidados de la seguridad social; como mismo hoy vemos a boxeadores olímpicos pidiendo limosnas en las calles. Las medallas del pasado resultarán hirientes para los cínicos del futuro… no dejarán espacio al heroísmo, porque les incomoda.
Las efemérides en los libros escolares cambiarán. Muchas estatuas serán retiradas y en su lugar se colocarán unas de las que tendremos que aprendernos el nombre y colocarles flores en sus aniversarios. Una epopeya será sustituida, otra se instaurará. Con todos los que dirán que ellos eran opositores y ayudaron a «tumbar al castrismo» ahora podríamos fundar una fuerza cívica de millones de individuos. Vendrá la competencia a ver quién tuvo más mérito en el cambio y más condecoraciones que colocarse en la solapa. Querrán –como compensación- un puesto en la administración pública, una pensión, una mención en un manual de historia.
MALOS VATICINIOS, BUENA PREPARACIÓN
Cansada de lanzar flores al futuro y de imaginarlo luminoso, he llegado a creer que mientras lo pintemos con tonos oscuros más energía pondremos en cambiarlo. Es tiempo ya de pensar en el mañana, porque el castrismo ha muerto aunque camine, respire, apriete el puño. El castrismo ha muerto porque su ciclo vital hace tiempo expiró, su ciclo de ilusión fue muy breve, su ciclo de participación nunca existió. El castrismo ha muerto y hay que empezar a proyectar el día después de su funeral.
Estoy deseosa de leer propuestas y plataformas que planteen las disyuntivas a las que nos enfrentaremos una hora después de que el féretro de esta llamada revolución descanse bajo tierra. ¿Dónde están los programas para ese momento? ¿Estamos preparados para ese cambio gris, sin héroes ni muros cayendo, pero que ocurrirá irremediablemente? ¿Ya sabemos cómo vamos a enfrentar los nuevos problemas que surgirán, las dificultades que brotarán por todos lados y que ahora están, pero silenciadas, falseadas?
Si nos preparamos para el peor de los escenarios, será un signo de madurez que nos ayudará a superarlo. El entramado cívico jugará un papel trascendental en cualquier caso. Sólo fortalecer esa estructura social evitará que caigamos en los brazos del próximo hipnotizador político o en las redes del caos y la violencia. No busquemos presidentes —ya aparecerán— busquemos ciudadanos.
Olvidémonos del río de gente en las calles celebrando y del Ministerio del Interior abriendo sus archivos para saber quién fue informante o quién no. Muy probablemente no será así. El entusiasmo de la manifestación pública se ha agotado y los documentos más reveladores ya no existirán, los habrán quemado, se los habrán llevado. Hemos llegado tarde a la transición. Pero eso no significa que nos saldrá mal, que nos arrepentiremos de emprenderla.
Podemos, al menos eso podemos, empezar desde cero en tantas cosas. Beber de las experiencias y los desastres de otros; atinar a darnos cuenta que tenemos la posibilidad de sembrar la semilla de la democracia en un mundo donde tantos tratan de enderezar su tronco que nació torcido. Si nuestro cambio sale mal, tendremos a medio planeta que nos señalará y preguntará «¿Y esto era lo que querían para Cuba? ¿Este era el cambio que tanto anhelaban?». Sin frases apologéticas, tenemos una responsabilidad no solo con nuestra nación, sino con buena parte de la humanidad que cree aún en que se puede transitar con éxito de un autoritarismo a un sistema participativo.
LA REALIZACIÓN ES HIJA DE UN RETO DIFÍCIL
Ya sé que dirá mi escéptico amigo cuando lea este texto. Se reirá entre dientes para afirmar «aún cuando te pones pesimista, sigues siendo una soñadora». Pero también reconocerá que ya no soy esa adolescente que esperaba un día despertarse con el griterío de alegría en la calle, sumarse a la multitud y dirigirse hacia la estatua de José Martí en el Parque Central. Ya sé que no será así. Pero puede ser mucho mejor.
Publicado originalmente en la Revista Voces