Los libros de poesía de papel de piedra concederán la razón a los hombres de ciencia de la Edad Media que, en busca del origen de la demencia, dieron con estructuras minerales, lesivas al cerebro, producidas por la propia masa encefálica.
Las intervenciones quirúrgicas para extraer estas calcificaciones y devolver el juicio a los desequilibrados fueron recreadas por varios artistas holandeses, entre ellos El Bosco, autor del óleo sobre madera titulado Extracción de la piedra de la locura, donde se admira a un galeno, tocado con un embudo, en el instante de extraerle la piedra malsana a un chiflado. Sólo que por el orificio abierto en la tapa del cráneo donde el bisturí hurga no asoma una piedra sino un tulipán.
El hallazgo de los neurocirujanos medievales fue avizorar una época en que la poesía --una de las formas de enajenación mental descritas por Platón-- y la piedra serían una sola cosa, e induce a pensar que el traslado o la pulverización de La Gran Piedra cubana, mole de origen volcánico que corona una de las montañas del Gran Parque Nacional Sierra Maestra y cuyo peso excede las sesenta mil toneladas, podría devolverle la cordura al país.
La roca, situada a mil doscientos veinticinco metros de altura sobre el nivel del mar, en la zona que la tradición identifica con la cabeza del lagarto que la isla figura sobre el océano y que las imágenes tomadas desde el espacio exterior avalan, podría ser la responsable del comportamiento insensato que caracteriza al pueblo cubano, cuyos avances médicos no han conseguido descifrar las causas de su funesta predisposición al delirio.
La imposición del libro de papel de piedra supondría asimismo la extinción gradual de la bibliofagia o afición a comer papel, y con ella, la extinción de más de una familia de insectos cuyo amor a la lectura no tiene parangón. Baste recordar que lejos de hojear los tomos los perforan, abriendo túneles a través de sus páginas e ingiriendo todo lo que encuentran a su paso, sin preferencia ostensible por las humanidades o las ciencias, con tanto apetito para la escritura como para la entrelínea y los márgenes, seguros de que la riqueza de un texto no excluye la de sus espacios en blanco.
Las más golosas son las larvas, capaces de devorar bibliotecas enteras. No puede menos que admirarse la existencia de tamaña necesidad de superación en criaturas tan elementales.
Igualmente digna de elogio resulta la predilección de estos animales por el papel artesanal y, más aun, por el vetusto, donde perduran algunos hitos del patrimonio literario de la Humanidad. No hay bibliómano capaz de deglutir, en el sentido más literal del verbo, un ejemplar de la primera edición de El Quijote. Una carcoma (nicobium castaneum) o un pececillo de plata (lepisma saccharina) lo devorarían ufanos.
El desdén del ser humano promedio por la gran literatura es tal que, en vez de calificar a estos insectos de ejemplares, los persigue y ve en el hombre que trata de emularlos una víctima del síndrome de Pica, desorden mental que trastorna la conducta alimentaria al punto de llevar a sus leales a engullir no sólo papel sino tierra, guijarros, cenizas, moho, pintura proveniente de las paredes y todo género imaginable de condumios extraños a la gastronomía convencional. El libro de papel de piedra reunirá a bibliófagos y litófagos en idéntica necesidad, pero teniendo en unos y otros consecuencias contrarias: los primeros perderán los dientes y el velo del paladar; los segundos se harán de una gran cultura.
Tengo un ejemplar de las Poesías de Luisa Pérez de Zambrana editado en La Habana de 1920, autografiado por ella y comido de insectos. La firma es puro temblor. La octogenaria, que apenas podía valerse, había perdido a su esposo, sus cinco hijos y vivía en la pobreza. Los túneles que se abren en la página inicial del tomo --que suma más de doscientas-- atraviesan el cuerpo de la obra y pueden ser utilizados a manera de telescopios para atisbar la última página y viceversa. Suelo acercar un ojo a la boca posterior de algunos de esos túneles, y como el rostro de la autora aparece retratado en el primer folio, avistarla aguardándome en el umbral de la muerte.