El autor revela su secreto: no es quien es
El 18 de diciembre de 1947 falleció mi abuelo paterno. Mi abuela fue víctima de un abatimiento tal que, además de vestir de luto riguroso, recogerse el cabello y prescindir de todo maquillaje, apenas volvió a pisar las calles del pueblo y esbozar sonrisa hasta que cinco años más tarde, el 18 de diciembre de 1952, nací yo, su primer nieto. No era una coincidencia sino una cortesía de ultramundo, un acto de rescate y, en lo que a mi abuelo y a mí se refería, una transmutación.
Mi abuela se recompuso, mi abuelo reencarnó y yo me convertí en padre de mi padre, suegro de mi madre, esposo único de mi abuela viuda y abuelo mío; circunstancia excepcional, sobre todo para un recién nacido. Todos me lo decían: tu abuela murió el día que murió tu abuelo y resucitó el día que naciste tú. A la hora de bautizarme nadie dudó en juntar al nombre de mi padre, e incluso con prioridad al suyo, el nombre de su padre: yo era mi abuelo muerto. O mejor dicho, ambos: mi abuelo y yo.
Pero nadie me llamaría por su nombre sino por el paterno, y no creo haber tenido noticia de cómo realmente me llamaba hasta que, en los albores de la adolescencia, los trámites para abandonar Cuba desempolvaron mi certificado de nacimiento y descubrí, estupefacto, que no sólo me llamaba como mi padre sino como mi abuelo y como mi hermano, cinco años menor que yo, a quien, ante la renuencia de la gente a llamarme por el nombre del difunto, bautizaron con el mismo nombre que a mí pero sin la opción monopolizadora de un segundo nombre propio. Mi hermano se llamaría como se llamó mi abuelo y, parcialmente, me llamaba yo, nada más.
Este ser y no ser quien uno es sino quien alguien anterior a uno ha sido, y quien esa persona, aun desaparecida, es a través de uno; este trance donde la muerte se
presenta disfrazada de niño o el niño parece saltar de sus brazos; este juego al escondite que encanta a vivos y muertos porque borra las fronteras entre todos y da una ilusión de eternidad, es uno que había aceptado gustosamente desde muy temprano: todo 18 de diciembre comprendía dos actividades tan contradictorias como complementarias: la visita luctuosa y temprana a la tumba de mi abuelo y, luego, antes de que cayera la tarde, mi fiesta de cumpleaños. Flores y velitas, tumbas y regalos, rezos y piñatas, muerte y celebración. Como debe ser.
El pueblo no era extraño a estas urdimbres consanguíneas, ni contrario a ellas. Una encantadora amiga de la familia, compañera de generación de mi abuela, contrajo matrimonio con un viudo de edad avanzada cuyos hijos eran estrictos compañeros de generación de su madrastra. Al morir el esposo, la viuda se desposó con uno de ellos propiciando una red de parentescos en la que aún me embrollo: la dama se convirtió en nuera de su primer esposo; éste, aunque finado, en su suegro; uno de sus hijastros, en su segundo esposo, y los hijos de ambos, en nietos de su propia madre; los demás hijastros, en cuñados de su madrastra, y los hijos de cada uno, en sobrinos de su abuela. Los hijastros, a su vez, tenían por segundo padre a un hermano, y ese hermano se tenía a sí mismo por padrastro. Nunca supe si la dama, a quien conocí y estimé, y quien enviudó longeva de su hijastro, estuvo consciente de la maraña de relaciones insólitas que sus dos matrimonios habían propiciado.
Durante mis primeros años de exilio, años de estudiante, respondí al nombre de mi abuelo paterno —era el nombre que aparecía en mi documentación—, mientras que el de mi padre, el segundo de mis nombres, quedaba reducido a la inicial “O”. La similitud de esta letra con un cero contribuía a que nadie la tuviera en cuenta y se le saltara como si fuera un gazapo: más que letra era un agujero gráfico a través del cual nadie veía nada, ni siquiera a mí.
Mis profesores norteamericanos y nuevos condiscípulos me llamaron por el nombre de mi abuelo, como luego lo harían mis primeros jefes y compañeros de trabajo, y no lo objetaba: era el sueño de mi abuela hecho realidad, y aunque no mi sueño, sí una aventura digna de vivirse: ser alguien distinto a quien hasta entonces había supuesto ser. Aunque mi familia y mis coterráneos continuaban llamándome por el nombre de mi padre, los recién conocidos me llamaban por el de su padre —el padre de mi padre, quiero decir— y yo era los tres: ellos dos y yo. O los cuatro, porque mi hermano, que no tenía más nombre propio al que acogerse, insisto, también respondía al primero de los míos.
Todos hubiéramos continuado siendo el mismo, o yo siendo todos, si aquella confusión venturosa no hubiera amenazado con convertirse en una pesadilla legal a medida que mi hermano y yo alcanzamos la adultez: era necesario que cada uno fuera quien era y no su abuelo, su padre o su hermano. Al adoptar la ciudadanía norteamericana prescindí del nombre de mi abuelo y conservé el de mi padre, el único por el que hoy se me identifica, aunque no falta quien aún me sorprenda, en los lugares más inesperados, fantasma de otra época, dirigiéndose a mí por el nombre abolido; ni falta el documento desavisado que arribe a mi buzón mostrando ese nombre. A los efectos de la Administración del Seguro Social de Estados Unidos, empeñada en circunscribirse a los papeles que presenté al llegar a este país, yo soy, más que yo o aquel que supongo ser, mi abuelo paterno y mi hermano.
Es posible que el nombre de mi abuelo sea el único que aparezca en mi esquela y entonces el muerto no sea yo sino, una vez más, él, poniendo en duda mi existencia misma o permitiéndome sobrevivir de incógnito por tiempo indefinido.
Mi abuela se recompuso, mi abuelo reencarnó y yo me convertí en padre de mi padre, suegro de mi madre, esposo único de mi abuela viuda y abuelo mío; circunstancia excepcional, sobre todo para un recién nacido. Todos me lo decían: tu abuela murió el día que murió tu abuelo y resucitó el día que naciste tú. A la hora de bautizarme nadie dudó en juntar al nombre de mi padre, e incluso con prioridad al suyo, el nombre de su padre: yo era mi abuelo muerto. O mejor dicho, ambos: mi abuelo y yo.
Pero nadie me llamaría por su nombre sino por el paterno, y no creo haber tenido noticia de cómo realmente me llamaba hasta que, en los albores de la adolescencia, los trámites para abandonar Cuba desempolvaron mi certificado de nacimiento y descubrí, estupefacto, que no sólo me llamaba como mi padre sino como mi abuelo y como mi hermano, cinco años menor que yo, a quien, ante la renuencia de la gente a llamarme por el nombre del difunto, bautizaron con el mismo nombre que a mí pero sin la opción monopolizadora de un segundo nombre propio. Mi hermano se llamaría como se llamó mi abuelo y, parcialmente, me llamaba yo, nada más.
Este ser y no ser quien uno es sino quien alguien anterior a uno ha sido, y quien esa persona, aun desaparecida, es a través de uno; este trance donde la muerte se
El pueblo no era extraño a estas urdimbres consanguíneas, ni contrario a ellas. Una encantadora amiga de la familia, compañera de generación de mi abuela, contrajo matrimonio con un viudo de edad avanzada cuyos hijos eran estrictos compañeros de generación de su madrastra. Al morir el esposo, la viuda se desposó con uno de ellos propiciando una red de parentescos en la que aún me embrollo: la dama se convirtió en nuera de su primer esposo; éste, aunque finado, en su suegro; uno de sus hijastros, en su segundo esposo, y los hijos de ambos, en nietos de su propia madre; los demás hijastros, en cuñados de su madrastra, y los hijos de cada uno, en sobrinos de su abuela. Los hijastros, a su vez, tenían por segundo padre a un hermano, y ese hermano se tenía a sí mismo por padrastro. Nunca supe si la dama, a quien conocí y estimé, y quien enviudó longeva de su hijastro, estuvo consciente de la maraña de relaciones insólitas que sus dos matrimonios habían propiciado.
Durante mis primeros años de exilio, años de estudiante, respondí al nombre de mi abuelo paterno —era el nombre que aparecía en mi documentación—, mientras que el de mi padre, el segundo de mis nombres, quedaba reducido a la inicial “O”. La similitud de esta letra con un cero contribuía a que nadie la tuviera en cuenta y se le saltara como si fuera un gazapo: más que letra era un agujero gráfico a través del cual nadie veía nada, ni siquiera a mí.
Mis profesores norteamericanos y nuevos condiscípulos me llamaron por el nombre de mi abuelo, como luego lo harían mis primeros jefes y compañeros de trabajo, y no lo objetaba: era el sueño de mi abuela hecho realidad, y aunque no mi sueño, sí una aventura digna de vivirse: ser alguien distinto a quien hasta entonces había supuesto ser. Aunque mi familia y mis coterráneos continuaban llamándome por el nombre de mi padre, los recién conocidos me llamaban por el de su padre —el padre de mi padre, quiero decir— y yo era los tres: ellos dos y yo. O los cuatro, porque mi hermano, que no tenía más nombre propio al que acogerse, insisto, también respondía al primero de los míos.
Todos hubiéramos continuado siendo el mismo, o yo siendo todos, si aquella confusión venturosa no hubiera amenazado con convertirse en una pesadilla legal a medida que mi hermano y yo alcanzamos la adultez: era necesario que cada uno fuera quien era y no su abuelo, su padre o su hermano. Al adoptar la ciudadanía norteamericana prescindí del nombre de mi abuelo y conservé el de mi padre, el único por el que hoy se me identifica, aunque no falta quien aún me sorprenda, en los lugares más inesperados, fantasma de otra época, dirigiéndose a mí por el nombre abolido; ni falta el documento desavisado que arribe a mi buzón mostrando ese nombre. A los efectos de la Administración del Seguro Social de Estados Unidos, empeñada en circunscribirse a los papeles que presenté al llegar a este país, yo soy, más que yo o aquel que supongo ser, mi abuelo paterno y mi hermano.
Es posible que el nombre de mi abuelo sea el único que aparezca en mi esquela y entonces el muerto no sea yo sino, una vez más, él, poniendo en duda mi existencia misma o permitiéndome sobrevivir de incógnito por tiempo indefinido.