Medio siglo después de abandonar la casa donde transcurrió mi niñez y diez casas después de llegar al exilio, reconozco que la única de esas casas que continúa ofreciéndome una profunda sensación de pertenencia es la más remota, aquélla situada en el número 159 de la Calle Maceo, en la ciudad de Palma Soriano, donde ya no reside mi familia.
Podría, cincuenta años más tarde, nombrar las plantas que ocuparon los canteros de su patio interior y señalar el sitio que cada una alegraba: la allamanda cathartica o trompeta de oro, cuyas flores amarillas abrían boquetes a la sombra; la enorme malanga alocasia que haciendo justicia a su sobrenombre, orejas de elefante, se arrimaba a la terraza encristalada para escuchar las conversaciones; las rosas renuentes a dar lo mejor de sí lejos de la lisonja pública, y el jazminero que, por estar situado junto a una llave amiga de dejar escapar el agua, veía sus flores reflejadas en un charco o navegar por la superficie de éste, entre el cielo del fondo y el cielo de arriba, esparciendo su perfume como un incensario.
Podría, cincuenta años más tarde, acariciar la madera que cubre la parte superior de la baranda de hierro del portal y, con los ojos cerrados, reconocer la sinuosidad de sus grietas, meter la uña en las más antiguas y saber adónde me llevan; echarme boca arriba en el suelo y disfrutar de las mismas ensoñaciones que disfrutaba después de contemplar el rostro de cierta niña asomada a la ventanilla de un autobús escolar, el autobús del colegio de monjas que un día desapareció y se llevó a la niña con él.
Podría, cincuenta años más tarde, subir a la segunda planta de la casa y entrever, en el rincón más oscuro de la saleta, el árbol de Navidad que mi madre, mi hermano y yo decorábamos sobre una plataforma rugosa de cajas viejas y papel de estraza, a cuyos pies construíamos Belén entre puñados de aserrín teñido de verde, piedras recogidas en algún solar vecino, minúsculos animales de yeso y un espejo, y convocábamos a sus vecinos: pastores cargados de ovejas, mujeres rodeadas de gallinas, niños que apuntaban a la bóveda celeste y ángeles dispuestos a pernoctar sobre el umbral de un establo. Podría salir a la azotea y sentir cómo la humedad nocturna, la misma de entonces, me tienta el rostro y pone al alcance de mis manos el firmamento más estrellado que jamás vi.
De las tres primeras casas que habité en el extranjero -todas arrendadas, como la mayoría de las posteriores- sólo queda una en pie: más que casa es una caja de zapatos de paredes de estuco cuya puerta principal da a un callejón mal pavimentado que en mis días de estudiante era de tierra.
La casa anterior, más pequeña y humilde aun, vestía de madera y contaba con un ventilador que, de haber funcionado como correspondía, podía haberla alzado y transportado, con nosotros dentro, a quién sabe qué región del éter, Norteamérica o el Atlántico. De dirigirla al Estrecho de la Florida, mi padre se hubiera encargado de que acuatizara y, convertida en balsa, nos devolviera al exilio, circunstancia incontrovertible mientras las que nos habían forzado a abandonar Cuba prevalecieran.
La casa precedente, también de madera, montaba zancos, y era un dúplex cuyas dos mitades parecían ansiosas de separarse, aunque ello significara el desplome. El suelo roto, aunque cubierto de losetas de goma, invitaba a las temperaturas polares de finales de 1965 a refugiarse debajo de las camas, calentarse con el reverso de nuestras colchas y abrazársenos, tiritando, a los pies. Las noches estaban hechas, más que de oscuridad, de extrañeza.
No logré intimar con ninguna de las casas sucesivas, a no ser con la actual, la más vieja de todas, mía desde la primera vez que posé los ojos en ella y decidí rondarla, seguro de que era correspondido, aunque la relación no se consumara hasta más de una década después. Todas me ofrecieron albergue; ninguna, razones para que al abandonarlas sintiera un desgarrón: más que vivir, sólo había residido en ellas.
Desde el extranjero, la casa perdida continúa siendo mi casa, como si lejos de cobijarme desde afuera me cobijara desde adentro y lo más mío de mí no fuera sino lo más suyo, hombre y casa fundidos, indistinguibles la una del otro:
La casa de mi infancia no está fuera
sino dentro de mí, sobrentendida:
tiene el tamaño justo de mi vida
y tendrá el de mi suerte cuando muera.
La casa de mi infancia es la manera
en que escribo: no tiene otra salida
ni otra entrada. El tiempo que la cuida,
trasciende, aun en otoño, a primavera.
No tiene más puntal que mi persona
ausente y, como ella, juguetona
mas triste en lo profundo. Los regresos
que alguna vez soñamos son despojos.
No tengo más ventanas que sus ojos.
No tiene más familia que mis huesos.