Están convencidos de que tienen la razón de su lado. Les duele y les resulta increíble que alguien pueda cometer el error de tener una opinión dos milímetros distinta.
Nunca se me dio bien simular la devoción fidelista. Siempre metía la pata. Hace muchos años, cuando estaba en ambientes oficiales y no me quedaba más remedio que hablar la jerga revolucionaria, emplear, por ejemplo, la palabra compañero para dirigirme a alguien que me caía como una patada en los testículos, o hacerme una autocrítica en un análisis de grupo estudiantil -aquellos repugnantes episodios masoquistas- parecía que no hablaba en serio, que me burlaba.
Y en realidad era así, aunque la mayoría de las veces yo no estuviera muy conciente de ello. Soy burlón e irreverente por naturaleza. Siempre lo he sido, desde pequeño, y eso me ha costado no pocos tropezones.
El castrismo y sus rituales, de tan solemnes y absolutos, siempre me parecieron tremendamente ridículos. No ahora que ya todos nos quitamos la venda de los ojos –si es que alguna vez la tuvimos- y estamos hartos de ver al emperador encuero, de descubrir sus trucos baratos y escucharlo hablar mierda hasta por los codos.
Me pasaba incluso cuando era niño, y en la escuela y en mi casa todos los caminos llevaban a Fidel, la revolución y el socialismo, al que repetían a toda hora que pertenecía por entero el futuro de la humanidad. Y uno hasta se lo creía y se preguntaba si al final del camino, con los defectos, los errores, los horrores, los problemas y las dudas, no tendrían razón papá, los profesores y la presidenta del CDR.
Pero siempre algo me avisaba que no, que la vida estaba más allá de las consignas que hablaban de muerte y de los tipos con cara de estreñidos que querían de todas maneras y por encima de todo, hacerte parte de un colectivo con una sola voz que imitaba siempre la del Comandante y no tenía otras metas que no fueran las de la revolución.
La liturgia fidelista que me metían por los ojos y los oídos me costaba tanto trabajo asimilarla como la religiosa, que nos prohibían porque era “el opio de los pueblos”. Al final -para qué estaba el altar de mi abuela-, me fue más asimilable la religiosa. No concibo vivir sin creer en algo, aunque sea sin demasiada convicción y ningún aspaviento (he dicho otras veces que, como la mayoría de los cubanos soy católico, ay Frank Sinatra y Santa Bárbara cuando truena, a mi manera). Y si de creer se trata, un partido o un líder, por muy máximo que sea, me quedan demasiado cortos…
Digo todo esto, no porque les vaya a hacer el cuento de cómo vine a parar a la disidencia, que tampoco es la maravilla que muchos creen, con tanto fidelismo trasplantado pero de signo contrario como hay en ella. Nada de eso.
Sucede que no salgo de mi asombro cuando escucho, no precisamente a dirigentes, de los cuales se puede esperar cualquier payasada, por no decir algo peor -no quiero emplear epítetos ni algunas de las malas palabras que tanto se me escapan últimamente- sino a gente común que dicen seguir siendo “revolucionarios”, hablar con una convicción que parece impermeable a todos los desencantos, las mentiras, las paranoias, los desastres y el país que se nos cae literalmente a pedazos.
No me refiero a los simuladores, sino a los convencidos, los incondicionales, que por increíble que parezca, todavía quedan. Son los que todavía hablan en un tono que me recuerda el que escuchaba en mi casa a papá con su uniforme de miliciano o se podía leer en las cartas revolucionariamente firmadas de mi hermana, que había renunciado a ser una burguesita devota de la Virgen y de Elvis, cuando recogía café en las lomas orientales, comida por las santanillas, en plena crisis de los misiles, y decía estar dispuesta a morir con Fidel en los labios y en el corazón.
La pregunta no es cómo se podía ser tan comunista y tan cursi -¿picúo suena más cubano?- sino cómo se puede seguir siéndolo a estas alturas del campeonato. Porque se puede simpatizar con cualquier causa, tener las razones que sean para ello, más que ninguna otra, por no dar uno su brazo a torcer, que es bien difícil, lo sabemos, pero no hay que exagerar.
Cuando se habla con ellos, con los convencidos, los pocos que quedan, no escuchan lo que no les gusta escuchar, porque flotan a kilómetros del suelo y la prosaica realidad signada por el dinero y la barriga. Tienen la versión de lo que ocurre en el mundo según el Granma, la Mesa Redonda y el expurgado Telesur que ponen por un canal de la TV cubana a la misma hora de la telenovela.
No ven lo que ocurre a su alrededor porque miran desde una nube hecha de ingenuidad y fanatismo que desmiente cualquier otra razón que no sea la que les inculcaron. Hablan de la sangre derramada y los sacrificios hechos para construir una sociedad mejor, que dicen estar dispuestos a perfeccionar, aunque nos pasemos varias generaciones más en ese empeño. Están convencidos de que tienen la razón de su lado. Les duele y les resulta increíble que alguien pueda cometer el error de tener una opinión dos milímetros distinta.
Y uno no sabe si tenerles lástima o pegarles con un bate de aluminio, a ver si despiertan de una maldita vez. Porque nunca habrá forma de hacerles comprender cuanto nos han fastidiado la vida, y se la han fastidiado ellos, tan puros, tan ingenuos, tan idealistas, tan desinformados, tan tontos.
Publicado en el blog Círculo Cínico el 21 de noviembre del 2012.
Y en realidad era así, aunque la mayoría de las veces yo no estuviera muy conciente de ello. Soy burlón e irreverente por naturaleza. Siempre lo he sido, desde pequeño, y eso me ha costado no pocos tropezones.
El castrismo y sus rituales, de tan solemnes y absolutos, siempre me parecieron tremendamente ridículos. No ahora que ya todos nos quitamos la venda de los ojos –si es que alguna vez la tuvimos- y estamos hartos de ver al emperador encuero, de descubrir sus trucos baratos y escucharlo hablar mierda hasta por los codos.
Me pasaba incluso cuando era niño, y en la escuela y en mi casa todos los caminos llevaban a Fidel, la revolución y el socialismo, al que repetían a toda hora que pertenecía por entero el futuro de la humanidad. Y uno hasta se lo creía y se preguntaba si al final del camino, con los defectos, los errores, los horrores, los problemas y las dudas, no tendrían razón papá, los profesores y la presidenta del CDR.
Pero siempre algo me avisaba que no, que la vida estaba más allá de las consignas que hablaban de muerte y de los tipos con cara de estreñidos que querían de todas maneras y por encima de todo, hacerte parte de un colectivo con una sola voz que imitaba siempre la del Comandante y no tenía otras metas que no fueran las de la revolución.
La liturgia fidelista que me metían por los ojos y los oídos me costaba tanto trabajo asimilarla como la religiosa, que nos prohibían porque era “el opio de los pueblos”. Al final -para qué estaba el altar de mi abuela-, me fue más asimilable la religiosa. No concibo vivir sin creer en algo, aunque sea sin demasiada convicción y ningún aspaviento (he dicho otras veces que, como la mayoría de los cubanos soy católico, ay Frank Sinatra y Santa Bárbara cuando truena, a mi manera). Y si de creer se trata, un partido o un líder, por muy máximo que sea, me quedan demasiado cortos…
Digo todo esto, no porque les vaya a hacer el cuento de cómo vine a parar a la disidencia, que tampoco es la maravilla que muchos creen, con tanto fidelismo trasplantado pero de signo contrario como hay en ella. Nada de eso.
Sucede que no salgo de mi asombro cuando escucho, no precisamente a dirigentes, de los cuales se puede esperar cualquier payasada, por no decir algo peor -no quiero emplear epítetos ni algunas de las malas palabras que tanto se me escapan últimamente- sino a gente común que dicen seguir siendo “revolucionarios”, hablar con una convicción que parece impermeable a todos los desencantos, las mentiras, las paranoias, los desastres y el país que se nos cae literalmente a pedazos.
No me refiero a los simuladores, sino a los convencidos, los incondicionales, que por increíble que parezca, todavía quedan. Son los que todavía hablan en un tono que me recuerda el que escuchaba en mi casa a papá con su uniforme de miliciano o se podía leer en las cartas revolucionariamente firmadas de mi hermana, que había renunciado a ser una burguesita devota de la Virgen y de Elvis, cuando recogía café en las lomas orientales, comida por las santanillas, en plena crisis de los misiles, y decía estar dispuesta a morir con Fidel en los labios y en el corazón.
La pregunta no es cómo se podía ser tan comunista y tan cursi -¿picúo suena más cubano?- sino cómo se puede seguir siéndolo a estas alturas del campeonato. Porque se puede simpatizar con cualquier causa, tener las razones que sean para ello, más que ninguna otra, por no dar uno su brazo a torcer, que es bien difícil, lo sabemos, pero no hay que exagerar.
Cuando se habla con ellos, con los convencidos, los pocos que quedan, no escuchan lo que no les gusta escuchar, porque flotan a kilómetros del suelo y la prosaica realidad signada por el dinero y la barriga. Tienen la versión de lo que ocurre en el mundo según el Granma, la Mesa Redonda y el expurgado Telesur que ponen por un canal de la TV cubana a la misma hora de la telenovela.
No ven lo que ocurre a su alrededor porque miran desde una nube hecha de ingenuidad y fanatismo que desmiente cualquier otra razón que no sea la que les inculcaron. Hablan de la sangre derramada y los sacrificios hechos para construir una sociedad mejor, que dicen estar dispuestos a perfeccionar, aunque nos pasemos varias generaciones más en ese empeño. Están convencidos de que tienen la razón de su lado. Les duele y les resulta increíble que alguien pueda cometer el error de tener una opinión dos milímetros distinta.
Y uno no sabe si tenerles lástima o pegarles con un bate de aluminio, a ver si despiertan de una maldita vez. Porque nunca habrá forma de hacerles comprender cuanto nos han fastidiado la vida, y se la han fastidiado ellos, tan puros, tan ingenuos, tan idealistas, tan desinformados, tan tontos.
Publicado en el blog Círculo Cínico el 21 de noviembre del 2012.