José Martí: retratos de Santa Claus

"el que echaba por la ventana, a escondidas, la dote de las doncellas pobres", José Martí

El autor rescata unas crónicas navideñas que arrojan nueva luz sobre el poeta desterrado

Las pascuas vienen, con sus estrellas de mirto y de laurel para las vidrieras de las tiendas; sus vagonadas de libros suntuosos, cajas de música y presentes de la más varia especie; su legendario Santa Claus que galopa sobre los techos de las casas en su trineo arrastrado por renos de mucha cornamenta, y de los hilos de la barba, de los bolsones de las mangas, de debajo del gabán de pieles, saca a millares chucherías y maravillas, y deja los renos al borde de la chimenea de cada casa, y baja por la chimenea cuando ya es muy de noche, y en la media nueva que la madre cuidadosa ha colgado a la cabecera de la cama de sus niños, deja --¡oh buen Santa Claus que todo lo sabe!— el juguete aquel que los niños desean.

Nada más ajeno a la persona de José Martí que el personaje de Santa Claus. Se diría que ante el segundo, el primero habría reaccionado con fastidio o hubiera seguido de largo. Nada más contrario a él que la banalización y comercialización de unas celebraciones cuya trascendencia no pasó por alto. El carácter jocoso del personaje y hasta su vestimenta color grana deberían haber irritado al extranjero de rostro pálido, levita oscura, zapatos viejos, salud precaria y pensamientos graves que iba y venía por Nueva York llamando a la muerte, según sus apuntes, o sabiendo que ésta le aguardaba cada tarde, de pie sobre las hojas amarillas, ante la puerta de su casa, según sus versos.

Pero Martí sabía desprenderse de sí mismo, adoptar puntos de vista inesperados y comprender, en el sentido más hondo de la palabra, una dimensión de la Navidad norteamericana que aún hoy es blanco de críticas de los más austeros: el despilfarro material, incluso entre aquéllos cuyas finanzas distan mucho de disculparlo. En diciembre de 1887, el cubano advierte la alegría de los neoyorquinos, la forma irresponsable en que algunos, pobres como él, dilapidan sus ahorros para satisfacer los caprichos de sus hijos, y lejos de condenarlos llama a la Navidad el día de generosidad y olvido a que, una vez al año por lo menos, tiene derecho el hombre. Y aconseja: que los niños tengan lo que han pedido. Porque: El hombre se ve vil tantas veces, que se comprende que goce, hasta llorar, de verse, una vez al menos, desinteresado.

Seis años antes, no conforme con justificar el derroche, había retratado a Santa Claus con una abundancia de detalles capaz de descolocar a sus lectores más severos: Las Christmas son las fiestas de los padres que ven, como nidal de tórtolas gozosas, agruparse en torno a la mesa de los regalos, la niña esbelta, el varón apresurado, la crianza balbuciente, y olvidan las desventuras de la tierra en aquel gozo ingenuo y celeste compañía. Las Christmas son la fiesta amada de los pequeñuelos, cuyos deseos de todo el año van siendo encomendados a este día solemnísimo, en que se entrará el buen viejo Santa Claus por la chimenea de la casa, se calentará del frío del viaje junto a las brasas rojas que se consumen en la estufa, y dejará en el calcetín maravilloso que cada niño pone a la cabecera de su cama, su caja de presentes. Y luego, subirá chimenea arriba, se calará su turbante recio, se mesará la barba blanca, se echará sobre el rostro la capucha para ampararse de la nieve, tomará la rienda de los ligeros venados que arrastran su trineo, y echará a andar por los aires, a los alegres sones de las colleras de campanillas, hasta la chimenea del niño vecino.

A Santa Claus, que es el buen San Nicolás, ruegan los niños todo el mes de diciembre; y le prometen conducirse bien; y le escriben cartas, y le incluyen la lista de los presentes que desean; y piden a sus padres que le envíen un telegrama, para que la respuesta venga pronto. Y Santa Claus es muy bueno, ¡y siempre responde! ¡Oh, tiempos de dulce engaño, en que los padres próvidos cuidan, a costa de ahogar los suyos, de la satisfacción de nuestros deseos!

Martí volverá a reseñar la Navidad estadounidense, a encomiar la fiesta multitudinaria y el intercambio de regalos, a destacar el personaje de Santa Claus y a señalar, con frase preciosa, la razón por la cual los niños rehúsan dudar de la existencia de éste, razón que permanecerá viva en el adulto y que, en cierto sentido, no sólo está en la raíz de dos vocaciones, la religiosa y la artística, sino en toda búsqueda humana: necesidad de la maravilla. El niño, como el hombre, ama lo extraordinario, tiene sed de asombro, y si para calmar esa sed debe pasar por ingenuo, pasa por ingenuo.

¿Quién no regala en estos días, únicos en que no es triste la nieve? Se hablan los que no se conocen: las almas, siempre aquí encogidas e hirsutas, salen riendo a los rostros; los padres, cargados de regalos para sus hijos, aman en el propio al hijo ajeno, y reconocen, en la alegría de amar, la fraternidad del hombre… “¿Qué falta?” se pregunta la madre afanosa, que hoy no quiere fiar al mandadero de la tienda sus compras; “¡el libro, para la niña!“, “¡el estuche de afeitar para el tío!” “¡el juego de tocador para la abuela!”. ¡Y el Santa Claus, el San Nicolás de yeso, el obispo de Myra, de la barba blanca, para que presida el árbol pascual, que es de pino oloroso, colgado de juguetes, de cajillas de talco lleno de confites, de candelabros, de talón con velas de colorear, de bombas irisadas y muñecos de azúcar, de guirnaldas de papel rojo y azul polvoreadas de plata y de oro!

Martí no sólo celebra los festejos, que traen a la superficie lo mejor de una colectividad huraña y vencen la melancolía que provoca el invierno, sino la existencia del árbol de Navidad, cuya decoración describe puntualmente, como si al hacerlo, él también, frase a frase, confeccionara el suyo.

Y así vuelven los padres, ya a la medianoche --cuando los novios salen en parejas de los teatros que lucen estos días sus piezas famosas--, cuál halando un trineo, cuál cargando un caballo; en un bolsillo una linterna mágica, un Robinson Crusoe en otro bolsillo, y saliéndole por el del pecho, la punta dorada del cartucho de bombones, el cartucho que San Nicolás, el obispo de Myra, el que echaba por las ventanas a escondidas la dote de las doncellas pobres, pone siempre callandito, a eso de la madrugada, en el fondo de la media clásica que cada pimpín cuelga lleno de fe en la repisa de la chimenea.

Porque es tal en el alma del hombre la necesidad de la maravilla --y en la del niño más, recién venido de ella-- que aunque el padre que quiere educarlo en razón le explique el mito viejo, y cómo Santa Claus fue un excelente señor, patrono de pobres, doncellas y marineros, dice el niño que sí, que lo entiende muy bien, que no hay Santa Claus,- ¡y cuelga la media!

Nótese que Martí sitúa la maravilla necesaria en un tiempo prenatal, del que el niño guarda una nostalgia más fresca; tiempo que tan pronto puede situarse en un ámbito inaccesible a los sentidos y a la memoria consciente, como en el claustro materno. Esta posibilidad la sugiere otro apunte suyo: Toda madre debiera llamarse Maravilla.

También los adultos vivimos, aunque rara vez lo confesemos, con una media colgada, esperando que cualquier mañana nos conceda una nueva Navidad.