Son cada vez más las voces que en países como Portugal e Italia reclaman salirse de la moneda para enfrentarse a la crisis económica.
“Si quieres saber lo que vale un ducado, pídelo prestado” dice un viejo refrán castellano y si la vieja sabiduría popular la aplicamos ahora a la muy rica Unión Europea, resulta que el ducado de hoy en día – es decir, el euro –muchos ya no lo quieren ni prestado.
Porque no sólo se quedó fuera de la zona euro desde un principio el Reino Unido, sino que hoy en día se quieren salir media Grecia, toda Polonia se lo ha replanteado hasta el extremo de que celebrará próximamente un referendo sobre el tema y son cada vez más las voces que en países como Portugal e Italia reclaman salirse de la moneda para enfrentarse a la crisis económica de un manera menos dolorosa que la impuesta por el Banco Central Europeo (BCE).
Es evidente que a una nación semi quebrada, la libertad de devaluación monetaria y el recurso a la inflación le ahorraría en un primer momento los sacrificios sociales de una política de rigurosa austeridad y disciplina presupuestara. Menos evidente es que, sin la disciplina económica que acarrea la pertenencia al Euro, se pueda acortar o aligerar el coste humano de la actual crisis económica, pero en una era de políticas populistas, los gobernantes se rigen más por los éxitos electorales inmediatos que por el bienestar a largo plazo de sus conciudadanos.
Esta situación es paradójica a primera vista porque parece que los más castigados por la crisis huyen de la pertenencia al club de los ricos de la UE, pero los remilgos de los “pobretones” empiezan a tener su lógica si se recuerda un poco la historia de la unón, desde su nacimiento como comunidad de 6 naciones (La CEE o Comunidad Económica Europea), hasta su estado actual de bloque de 29 naciones que constituye uno de los mayores y más potentes mercados del mundo con más de 300 millones de habitantes.
Porque el éxito económico de la CEE no podía ser milagro financiero más que para una entidad como la formada por un club de ricos (Alemania, Francia, Italia, Bélgica, Holanda y Luxemburgo) que se enriquecían vertiginosamente al amparo de un mercado exclusivo que imponía sus condiciones a compradores y vendedores extracomunitarios.
Amasar riqueza ya les gustaba a los dirigentes de la CEE, pero se percataron desde el principio que un enriquecimiento desmedido creaba unos problemas no económicos tan peligrosos como difíciles de resolver : vivir rodeados de Estados mucho más pobres que las 6 naciones de la Comunidad - y con querencia a irlo siendo cada vez más.
La solución fue política y no financiera: los líderes de la CEE decidieron ir ampliando cada vez más, de forma prudente y paulatina, para que los europeos más pobres no estuvieran fuera del club de ricos, sino dentro.
Con ello mataban dos pájaros de un tiro: Por una parte se suprimía la eventual confrontación pobres-ricos y por otra eran los ricos quienes, en última instancia, dictaban las normas de convivencia entre ricos y pobres. Pieza esencial de este planteamiento eran los fondos de equiparación, las ayudas económicas a los nuevos socios para irlos aproximando al nivel de infraestructuras y competitividad de los socios fundadores.
Pero el proceso fue perdiendo eficiencia a medida que entraban en ese club de ricos con economías nacionales cada vez más endebles, con el agravante de que mientras unas naciones ingresaban en la U.E. con deficiencias estructurales que iban superando a medida que invertían debidamente las ayudas – los casos de Eslovaquia, Eslovenia, Polonia y los países bálticos -, otras ingresaban con mentalidades de pillastres, incompatibles con una economía sólida y competitiva.
La palma de este grupo se la llevaba Grecia, país de 9 millones de habitantes, cuya nómina de funcionarios públicos se incrementaba en 40.000 personas cada vez que se celebraban comicios generales. Y eso no era más que una de las muchas fachadas de la corrupción general.
La consecuencia de esa politización creciente de un mercado creado exclusivamente para atender a los socios fundadores es que hoy en día los 29 Estados miembro de la UE – los que comparten moneda y los otros – han de apechugar con unas deudas públicas horrendas, pero con unos recursos financieros limitados, más o menos, los de los 6 socios fundadores con Alemania a la cabeza.
Al mismo tiempo, se enfrentan a los empeños tenaces de los deudores de soslayar la disciplina para ir poniéndole paños calientes a la crisis económica y evitar así hacerle frente a una súper crisis social. El caso más claro es el español, en el que un país de 40 millones de habitantes ha de hacer frente a una masa de parados rayana a los 6 millones.
Países de la U.E. no adheridos al € : Bulgaria, Dinamarca, Hungría, Letonia, Lituania, Polonia, República Checa, Reino Unido, Rumania.
Porque no sólo se quedó fuera de la zona euro desde un principio el Reino Unido, sino que hoy en día se quieren salir media Grecia, toda Polonia se lo ha replanteado hasta el extremo de que celebrará próximamente un referendo sobre el tema y son cada vez más las voces que en países como Portugal e Italia reclaman salirse de la moneda para enfrentarse a la crisis económica de un manera menos dolorosa que la impuesta por el Banco Central Europeo (BCE).
Es evidente que a una nación semi quebrada, la libertad de devaluación monetaria y el recurso a la inflación le ahorraría en un primer momento los sacrificios sociales de una política de rigurosa austeridad y disciplina presupuestara. Menos evidente es que, sin la disciplina económica que acarrea la pertenencia al Euro, se pueda acortar o aligerar el coste humano de la actual crisis económica, pero en una era de políticas populistas, los gobernantes se rigen más por los éxitos electorales inmediatos que por el bienestar a largo plazo de sus conciudadanos.
Esta situación es paradójica a primera vista porque parece que los más castigados por la crisis huyen de la pertenencia al club de los ricos de la UE, pero los remilgos de los “pobretones” empiezan a tener su lógica si se recuerda un poco la historia de la unón, desde su nacimiento como comunidad de 6 naciones (La CEE o Comunidad Económica Europea), hasta su estado actual de bloque de 29 naciones que constituye uno de los mayores y más potentes mercados del mundo con más de 300 millones de habitantes.
Porque el éxito económico de la CEE no podía ser milagro financiero más que para una entidad como la formada por un club de ricos (Alemania, Francia, Italia, Bélgica, Holanda y Luxemburgo) que se enriquecían vertiginosamente al amparo de un mercado exclusivo que imponía sus condiciones a compradores y vendedores extracomunitarios.
Amasar riqueza ya les gustaba a los dirigentes de la CEE, pero se percataron desde el principio que un enriquecimiento desmedido creaba unos problemas no económicos tan peligrosos como difíciles de resolver : vivir rodeados de Estados mucho más pobres que las 6 naciones de la Comunidad - y con querencia a irlo siendo cada vez más.
La solución fue política y no financiera: los líderes de la CEE decidieron ir ampliando cada vez más, de forma prudente y paulatina, para que los europeos más pobres no estuvieran fuera del club de ricos, sino dentro.
Con ello mataban dos pájaros de un tiro: Por una parte se suprimía la eventual confrontación pobres-ricos y por otra eran los ricos quienes, en última instancia, dictaban las normas de convivencia entre ricos y pobres. Pieza esencial de este planteamiento eran los fondos de equiparación, las ayudas económicas a los nuevos socios para irlos aproximando al nivel de infraestructuras y competitividad de los socios fundadores.
Pero el proceso fue perdiendo eficiencia a medida que entraban en ese club de ricos con economías nacionales cada vez más endebles, con el agravante de que mientras unas naciones ingresaban en la U.E. con deficiencias estructurales que iban superando a medida que invertían debidamente las ayudas – los casos de Eslovaquia, Eslovenia, Polonia y los países bálticos -, otras ingresaban con mentalidades de pillastres, incompatibles con una economía sólida y competitiva.
La palma de este grupo se la llevaba Grecia, país de 9 millones de habitantes, cuya nómina de funcionarios públicos se incrementaba en 40.000 personas cada vez que se celebraban comicios generales. Y eso no era más que una de las muchas fachadas de la corrupción general.
La consecuencia de esa politización creciente de un mercado creado exclusivamente para atender a los socios fundadores es que hoy en día los 29 Estados miembro de la UE – los que comparten moneda y los otros – han de apechugar con unas deudas públicas horrendas, pero con unos recursos financieros limitados, más o menos, los de los 6 socios fundadores con Alemania a la cabeza.
Al mismo tiempo, se enfrentan a los empeños tenaces de los deudores de soslayar la disciplina para ir poniéndole paños calientes a la crisis económica y evitar así hacerle frente a una súper crisis social. El caso más claro es el español, en el que un país de 40 millones de habitantes ha de hacer frente a una masa de parados rayana a los 6 millones.
Países de la U.E. no adheridos al € : Bulgaria, Dinamarca, Hungría, Letonia, Lituania, Polonia, República Checa, Reino Unido, Rumania.