El frío del arma de aluminio aferrada en su mano derecha le daba una sensación de seguridad.
Caminó por el puente aéreo franqueado de buganvilias en sus canteros de concreto, el viento de diciembre silbándole una canción en las orejas. Se le antojaba ser un cruzado que avanza por el puente levadizo de un catillo medieval; Arsenio tenía esas cosas. Atrás quedaban, en la semipenumbra, las aulas de alumnos aplicados en el autoestudio.
Había dicho a la chivatiente del aula que iría al baño y se escurrió una sombra por el puente; las manos en los bolsillos de la chaqueta azul del uniforme escolar. Si lograba llegar a las escaleras del edificio de albergues, sin que ningún profesor lo viera, todo estaría bien para él. No para Víctor.
La Potranca, como decían a la directora, había leído en la plaza una lista de alumnos antisociales; quería decir religiosos y otras lacras. Él permanecía al final de una de las filas, el sol una bola incandescente en el cenit, con la cabeza baja en el ademán de hundirse; desparecer en el piso de lajas de granito. Rezando para que no lo mencionara, pero lo mencionó: ¡Arsenio Armenteros, Testigo de Jehová! Eso espetó, un disparo de escopeta por la boca una cloaca, un abismo insondable en su cara de bache, granulienta, allá arriba sobre la tribuna de los discursos.
Y lo que más temía, las risotadas, y por si fuera poco, el coro: ¡Arsenio, patiblanco, pim pom, fuera, que le den candela!; o aquella otra cosa horrible: ¡el que no salte es yanqui, yanqui y patiblanco! Luego, en la tarde, estuvo sin atender a las clases. Era como si no encajara en ninguna parte. Ya los Testigo de Jehová lo habían expulsado hacía años de su seno, por no poner la otra mejilla, dijeron los del Consejo de Ancianos; cuando en verdad fue por defenderse a pedrada limpia, con muy buena puntería por cierto, de la turba de muchachos que, animados por la maestra, le gritaba improperios por pertenecer a la apocalíptica sexta.
Recordaba ahora, a unos pasos de la escalera, que al regresar de las clases Víctor Pérez, el jefe de albergue, le había organizado un bonche con lo del tema religioso. Víctor estaba en noveno como Arsenio, pero era mucho mayor que él, habría repetido varios grados, y era, sobre todo, mucho más fuerte; dotado de un color de piel que oscilaba entre el blanco sucio y el negro desteñido.
Víctor, sonrisa sarcástica, esperaba al fondo de las dos hileras de descerebrados gritándole patiblanco, por entre las que Arsenio debía arribar hasta su litera. Se sintió más solo y desvalido que nunca. Oveja al matadero. No obstante, le dijo a Víctor que se dejara de gracia. Gracia tus nalgas, respondió el jefe de albergue, y apuntaló sus palabras con un bofetón que abarcó entre la mejilla y la oreja de Arsenio; un telefonazo, como les decían. El teléfono sonó largo y descolgado dentro de su cabeza. Los descerebrados rieron envalentonados y Arsenio, antes de escurrirse hacia su litera, masculló dos palabras que desdibujaron en un rictus el rostro de Víctor: ¡te salaste!
Ganó la base de la escalera y ascendió de cuatro en cuatro los escalones; el corazón un caballo desbocado al borde de la boca reseca. Se orientó una anguila en la oscuridad hacia su litera. Extrajo el toallero de aluminio; un tubo terminado en dos puntas curvas. Rezaba un padrenuestro mientras iba hacia el fondo, pegado a los baños, donde estaba la litera de Víctor que, pensaba, dormiría a la espera de que terminara el autoestudio.
El frío del toallero aferrado en su mano derecha le daba una sensación de seguridad; a medio camino entre lo sacro y lo sensual… perdona nuestras ofensas, así como nosotros perdonamos a los que nos ofenden; no nos dejes caer en la tentación, más líbranos del mal… ¡Víctorrrrrrrrrr! Gritó en medio del pasillo. El olor del baño, mezcla de desinfectante, orina y excrementos, le golpeó una patada de caballo en el rostro.
Hubo un silencio, un abismo, seguido de un revolotear de sábanas en la litera de Víctor que avanzó a tientas, desperezándose en un aspaviento de aspas, de manos moviéndose torpemente en la oscuridad; Arsenio no sabe si en la procura de explicarle o de pegarle. ¡Qué, patiblanco, quieres más! Farfulló, fanfarroneó Víctor al fin en un dejo, en un desdén nervioso. Arsenio, por toda respuesta, dejó caer desde atrás, con toda su fuerza, el arma de aluminio, una, dos, tres veces en la cabeza del enemigo que, con cada tubazo, emitía una suerte de siseo o asombrado aullido. La sangre le salpicó en los ojos y, por entre las nieblas de un coágulo, vio a Víctor desplomarse un bulto a sus pies.
Nota: Relato basado en hechos reales acecidos en una Escuela Secundaria Básica en el Campo.
La Potranca, como decían a la directora, había leído en la plaza una lista de alumnos antisociales; quería decir religiosos y otras lacras. Él permanecía al final de una de las filas, el sol una bola incandescente en el cenit, con la cabeza baja en el ademán de hundirse; desparecer en el piso de lajas de granito. Rezando para que no lo mencionara, pero lo mencionó: ¡Arsenio Armenteros, Testigo de Jehová! Eso espetó, un disparo de escopeta por la boca una cloaca, un abismo insondable en su cara de bache, granulienta, allá arriba sobre la tribuna de los discursos.
Y lo que más temía, las risotadas, y por si fuera poco, el coro: ¡Arsenio, patiblanco, pim pom, fuera, que le den candela!; o aquella otra cosa horrible: ¡el que no salte es yanqui, yanqui y patiblanco! Luego, en la tarde, estuvo sin atender a las clases. Era como si no encajara en ninguna parte. Ya los Testigo de Jehová lo habían expulsado hacía años de su seno, por no poner la otra mejilla, dijeron los del Consejo de Ancianos; cuando en verdad fue por defenderse a pedrada limpia, con muy buena puntería por cierto, de la turba de muchachos que, animados por la maestra, le gritaba improperios por pertenecer a la apocalíptica sexta.
Víctor, sonrisa sarcástica, esperaba al fondo de las dos hileras de descerebrados gritándole patiblanco, por entre las que Arsenio debía arribar hasta su litera. Se sintió más solo y desvalido que nunca. Oveja al matadero. No obstante, le dijo a Víctor que se dejara de gracia. Gracia tus nalgas, respondió el jefe de albergue, y apuntaló sus palabras con un bofetón que abarcó entre la mejilla y la oreja de Arsenio; un telefonazo, como les decían. El teléfono sonó largo y descolgado dentro de su cabeza. Los descerebrados rieron envalentonados y Arsenio, antes de escurrirse hacia su litera, masculló dos palabras que desdibujaron en un rictus el rostro de Víctor: ¡te salaste!
Ganó la base de la escalera y ascendió de cuatro en cuatro los escalones; el corazón un caballo desbocado al borde de la boca reseca. Se orientó una anguila en la oscuridad hacia su litera. Extrajo el toallero de aluminio; un tubo terminado en dos puntas curvas. Rezaba un padrenuestro mientras iba hacia el fondo, pegado a los baños, donde estaba la litera de Víctor que, pensaba, dormiría a la espera de que terminara el autoestudio.
Hubo un silencio, un abismo, seguido de un revolotear de sábanas en la litera de Víctor que avanzó a tientas, desperezándose en un aspaviento de aspas, de manos moviéndose torpemente en la oscuridad; Arsenio no sabe si en la procura de explicarle o de pegarle. ¡Qué, patiblanco, quieres más! Farfulló, fanfarroneó Víctor al fin en un dejo, en un desdén nervioso. Arsenio, por toda respuesta, dejó caer desde atrás, con toda su fuerza, el arma de aluminio, una, dos, tres veces en la cabeza del enemigo que, con cada tubazo, emitía una suerte de siseo o asombrado aullido. La sangre le salpicó en los ojos y, por entre las nieblas de un coágulo, vio a Víctor desplomarse un bulto a sus pies.
Nota: Relato basado en hechos reales acecidos en una Escuela Secundaria Básica en el Campo.