Las Cumbres de Jefes de Estado y de Gobierno, particularmente en las que participan países latinoamericanos, han dejado de ser, si es que alguna vez lo fueron, una reunión de líderes comprometidos en la búsqueda de soluciones para los problemas de sus respectivas naciones, los que enfrenta la región o el sector que los convoca.
Estos espectáculos de los soberanos de la democracia, la calificación es apropiada porque aunque sean electos por voto popular, la mayoría cuando accede al poder se comporta como monarcas, no son realmente útiles.
Son encuentros vanos, costosos y sin resultados concretos. Los mandatarios actúan en el marco de lo políticamente correcto. La doble moral prima en las relaciones internacionales. La verdad es omitida por conveniencia. Los valores y principios que dicen encarnar los presidentes y sus más altos funcionarios son relegados a un segundo plano con tal de no irritar a los representantes de regímenes depredadores, que nunca debieron haber sido invitados.
El compromiso principal de un gobernante es defender los intereses del país que representa, y si acepta participar en un foro con proyecciones integracionistas tiene la obligación, al menos moral, de trabajar a favor de los ciudadanos de otros países que no disfrutan plenamente de sus derechos.
Ahora bien, los déspotas sí hacen su trabajo. Aprovechan las tribunas para promover sus regímenes y justificar en foros internacionales los abusos que cometen en sus ciudadanos. Se presentan como defensores de una soberanía nacional que nunca ha sido amenazada, como objetivos de una conspiración internacional que busca la destrucción de su país. Asumen el rol de víctimas cuando en realidad son victimarios.
Las citas de este selecto grupo de personalidades poderosas políticamente, son precedidas por concilios de ministros en los que se preparan acuerdos y compromisos que serán suscritos por los gobernantes que supuestamente son de obligatoria consumación. Paradójicamente, mientras más importantes hayan sido, es menos factible que sean implementados.
En las cumbres se evidencia la falta de interés de los dirigentes políticos de trabajar a favor de la libertad, la democracia y el desarrollo sostenible de uno y todos los países del continente.
La participación en plano de igualdad de un autócrata, incluidos los que pueden haber sido elegidos democráticamente, en un evento en el que se van a coordinar políticas de progreso, gobernabilidad y respeto al ciudadano, es una afrenta a los que en esos países luchan a favor de restaurar los derechos conculcados.
La dictadura cubana no debería estar presente en la Cumbre de las Américas, como tampoco los despotismos institucionalizados de Venezuela, Ecuador, Bolivia y Nicaragua, porque en la Declaración de Principios por los cuales se suponen se rigen estos eventos se apunta de forma muy explícita: "los Jefes de Estado y de Gobierno elegidos de las Américas estamos comprometidos a fomentar la prosperidad, los valores y las instituciones democráticas y la seguridad de nuestro Hemisferio".
El documento también refiere: "reiteramos nuestra firme adhesión a los principios del derecho internacional y a los propósitos y principios consagrados en la Carta de las Naciones Unidas y en la Carta de la Organización de los Estados Americanos".
Por supuesto que los referentes de la Declaración de las Cumbres de las Américas tampoco han sido los más respetados. Tanto la OEA como la ONU reúnen en el mismo salón regímenes criminales que deberían ser aislados por las naciones que tienen altos niveles de respeto a los Derechos Humanos.
La conclusión es triste. Palabras, solo palabras. Se dicen y escriben sin la intención de hacerlas cumplir. Se elaboran documentos y declaraciones altisonantes, se establecen compromisos sin el propósito de honrarlos, es como si todo fuera parte de un juego en el que la victoria la tienen asegurada los que menos escrúpulos tienen.
La conveniencia, lo coyuntural, prima sobre los fundamentos éticos sobre los que las constituciones de nuestros países dicen regirse. La frivolidad se apodera de quienes representan a los pueblos y eso repercute en la desesperanza, en la falta de interés del ciudadano en la política porque erradamente han llegado a la conclusión de que al liderazgo político solo se accede mintiendo y haciendo compromisos que nunca serán consumados.
En Panamá, habrá de confirmarse nuevamente que nuestros mandatarios no están verdaderamente comprometidos con la democracia, ni en practicar la solidaridad con los oprimidos y perseguidos del continente, lo que puede ser un estímulo para que los próximos gobernantes con afición al despotismo recurran a todos los medios posibles para perpetuarse en el poder y suprimir los derechos de sus ciudadanos.
No por gusto la Comisión Interamericana de Derechos Humanos dijo que la región enfrenta profundos desafíos en cuanto a las libertades fundamentales, a lo que se podría agregar que es por la estulticia de muchos de sus gobernantes.