Cuba es hoy una bomba de tiempo. La lija de una caja de fósforos que al menor roce pudiera incendiarse. Un país que ha hecho de la represión su modus operandi. Y donde es casi absoluto el control sobre los medios y fuerzas de producción.
Cuando hace 55 años Fidel Castro arribó a La Habana, no solo cimentó el control autoritario en los tres poderes ejecutivos, dinamitó las instituciones republicanas y confiscó cientos de negocios y propiedades, también trazó una estrategia populista para que los más desfavorecidos lo idolatraran.
Por decreto presidencial, rebajó las tarifas eléctrica y telefónica. Redujo drásticamente los alquileres. Elevó el salario mínimo. Construyó edificios destinados a familias que residían en barrios insalubres. Y mientras clausuraba la prensa libre, al pueblo le posibilitó el disfrute de playas y clubes exclusivos de la aristocracia, reconvertidos en círculos sociales obreros. Un golpe de efecto que consolidó su poder en las clases bajas.
Polarizó la sociedad. Miles de prostitutas se transformaron en costureras o milicianas. Pero la revolución de los pobres, como los bombillos, tenía vida limitada. Dilapidó el erario público gobernando en zafarrancho de combate. Si pudo mantener algunas políticas sociales fue gracias a la tubería de rublos y petróleo procedente de la Rusia soviética. Pero sus extravagantes tesis económicas fracasaron una tras otra.
Ni en la Ciénaga de Zapata se pudo cultivar arroz, ni los cafetales que bordeaban La Habana produjeron café caturra. Las vacas enanas para cada familia fue un chiste de mal gusto.
La zafra de los 10 millones fracasó. Los cubanos jamás vieron en sus mesas la carne de res ni los excedentes de malanga y otros cultivos agrícolas prometidos. Hasta el vaso de leche vaticinado por Raúl Castro fue un fiasco. Y, por supuesto, no alcanzamos el nivel de vida de Nueva York, como el guerrillero barbudo había pronosticado.
Los Castro dilapidaron cientos de miles de millones de dólares en subvertir gobiernos de América Latina y en guerras civiles en África. La revolución de los humildes acabó en un proceso donde desaparecieron las clases y la inmensa mayoría de la población empobreció. La miseria se socializó. Solo la casta verde olivo se mantuvo con un alto estándar. Después de los estrepitosos fracasos económicos de Castro I, en julio de 2006 su hermano heredaba el poder.
Castro II, en un intento por edificar una sociedad más próspera y eficiente y lograr un nivel de coherencia y productividad, de manera camuflada comenzó a aplicar políticas de corte neoliberal, hasta ese momento por la prensa oficial. Papá Estado se fue a bolina. Los subsidios disminuyeron al mínimo. Un millón y medio de desempleados debían ahora sobrevivir reparando paraguas, haciendo de payasos en cumpleaños infantiles o vendiendo pan con croqueta.
Si el lema del Comandante era 'la revolución de los humildes, por los humildes y para los humildes', el eslogan del General fue 'usted también puede ser trabajador por cuenta propia'. Atenazados por elevados gravámenes, la isla se convirtió en un enorme bazar de oficios y buscavidas. Es cierto que determinados negocios de gastronomía, hospedaje y fotos, entre otros, han alcanzado la categoría de pequeñas empresas.
Pero hay que tener una gran imaginación para enmarcar como Pymes (pequeñas y medianas empresas), a zapateros remendones, taxistas privados que manejan viejos autos estadounidense o señoras de la tercera edad que debido a su insuficiente pensión, cuidan baños públicos.
En la Cuba de 2014 tiene lugar una transición silenciosa. Del Estado benefactor, que intentaba mantener prestaciones sociales decentes, a un capitalismo de Estado al más puro estilo familiar. Si en Honduras o El Salvador un puñado de familias controla el 70% de las riquezas, en la isla sucede otro tanto. Las empresas administradas por militares controlan el 90% de la economía nacional.
Nadie rinde cuentas. Se desconoce el monto del dinero que manejan. Amparados por sus propias leyes, campean a sus anchas. Sin ser criticados en periódicos y noticieros radiales o televisivos, de los cuales también son dueños.
Cuba es hoy una bomba de tiempo. La lija de una caja de fósforos que al menor roce pudiera incendiarse. Un país que ha hecho de la represión su modus operandi. Y donde es casi absoluto el control sobre los medios y fuerzas de producción.
Si Luis XV -considerado el prototipo de monarquía absoluta por la frase "el Estado soy yo"- reviviera y se diera una vuelta por La Habana, condecoraría a los Castro como alumnos aventajados. En el mundo actual, es difícil encontrar un Estado-monopolio similar al cubano. Solo Corea del Norte le hace competencia.
Por decreto presidencial, rebajó las tarifas eléctrica y telefónica. Redujo drásticamente los alquileres. Elevó el salario mínimo. Construyó edificios destinados a familias que residían en barrios insalubres. Y mientras clausuraba la prensa libre, al pueblo le posibilitó el disfrute de playas y clubes exclusivos de la aristocracia, reconvertidos en círculos sociales obreros. Un golpe de efecto que consolidó su poder en las clases bajas.
Polarizó la sociedad. Miles de prostitutas se transformaron en costureras o milicianas. Pero la revolución de los pobres, como los bombillos, tenía vida limitada. Dilapidó el erario público gobernando en zafarrancho de combate. Si pudo mantener algunas políticas sociales fue gracias a la tubería de rublos y petróleo procedente de la Rusia soviética. Pero sus extravagantes tesis económicas fracasaron una tras otra.
Ni en la Ciénaga de Zapata se pudo cultivar arroz, ni los cafetales que bordeaban La Habana produjeron café caturra. Las vacas enanas para cada familia fue un chiste de mal gusto.
La zafra de los 10 millones fracasó. Los cubanos jamás vieron en sus mesas la carne de res ni los excedentes de malanga y otros cultivos agrícolas prometidos. Hasta el vaso de leche vaticinado por Raúl Castro fue un fiasco. Y, por supuesto, no alcanzamos el nivel de vida de Nueva York, como el guerrillero barbudo había pronosticado.
Los Castro dilapidaron cientos de miles de millones de dólares en subvertir gobiernos de América Latina y en guerras civiles en África. La revolución de los humildes acabó en un proceso donde desaparecieron las clases y la inmensa mayoría de la población empobreció. La miseria se socializó. Solo la casta verde olivo se mantuvo con un alto estándar. Después de los estrepitosos fracasos económicos de Castro I, en julio de 2006 su hermano heredaba el poder.
Castro II, en un intento por edificar una sociedad más próspera y eficiente y lograr un nivel de coherencia y productividad, de manera camuflada comenzó a aplicar políticas de corte neoliberal, hasta ese momento por la prensa oficial. Papá Estado se fue a bolina. Los subsidios disminuyeron al mínimo. Un millón y medio de desempleados debían ahora sobrevivir reparando paraguas, haciendo de payasos en cumpleaños infantiles o vendiendo pan con croqueta.
Si el lema del Comandante era 'la revolución de los humildes, por los humildes y para los humildes', el eslogan del General fue 'usted también puede ser trabajador por cuenta propia'. Atenazados por elevados gravámenes, la isla se convirtió en un enorme bazar de oficios y buscavidas. Es cierto que determinados negocios de gastronomía, hospedaje y fotos, entre otros, han alcanzado la categoría de pequeñas empresas.
Pero hay que tener una gran imaginación para enmarcar como Pymes (pequeñas y medianas empresas), a zapateros remendones, taxistas privados que manejan viejos autos estadounidense o señoras de la tercera edad que debido a su insuficiente pensión, cuidan baños públicos.
En la Cuba de 2014 tiene lugar una transición silenciosa. Del Estado benefactor, que intentaba mantener prestaciones sociales decentes, a un capitalismo de Estado al más puro estilo familiar. Si en Honduras o El Salvador un puñado de familias controla el 70% de las riquezas, en la isla sucede otro tanto. Las empresas administradas por militares controlan el 90% de la economía nacional.
Nadie rinde cuentas. Se desconoce el monto del dinero que manejan. Amparados por sus propias leyes, campean a sus anchas. Sin ser criticados en periódicos y noticieros radiales o televisivos, de los cuales también son dueños.
Cuba es hoy una bomba de tiempo. La lija de una caja de fósforos que al menor roce pudiera incendiarse. Un país que ha hecho de la represión su modus operandi. Y donde es casi absoluto el control sobre los medios y fuerzas de producción.
Si Luis XV -considerado el prototipo de monarquía absoluta por la frase "el Estado soy yo"- reviviera y se diera una vuelta por La Habana, condecoraría a los Castro como alumnos aventajados. En el mundo actual, es difícil encontrar un Estado-monopolio similar al cubano. Solo Corea del Norte le hace competencia.