Miriam Celaya recuerda la época en que un grupo de amigos discutía sobre los hipotéticos futuros de una Cuba democrática.
Días atrás tuve la oportunidad de leer un artículo inteligente y divertido de la autoría de Eugenio Yáñez, en el cual, basado en las edades de los más altos representantes del gobierno, el autor cuestiona la “juventud” proclamada por Castro II en su reciente discurso por el aniversario 60 del asalto al Moncada. Casi al cierre del mencionado artículo, Yáñez lanza una sentencia acertada en referencia a la gerontocracia verde olivo que todavía detenta el poder en Cuba: “Mejor que en vez de intentar deformar la realidad dejaran paso a las nuevas generaciones, que lo harán mejor, porque es imposible hacerlo peor”.
La formulación del caso, tan sencilla como certera, lleva mi memoria a un debate entre varios amigos en el cual participé hace un par de años, donde el centro de la discusión era el tema de quién o quiénes eran los actores políticos alternativos entre los que podría considerarse a alguien presidenciable para una Cuba en transición. En aquella ocasión hubo análisis interesantísimos en torno a figuras y programas de la oposición de las más disímiles orientaciones y posiciones, incluyendo todo el espectro disidente desde finales de los años 80’ del pasado siglo hasta hoy. Las opiniones de los polemistas, por supuesto, también eran también variadas y por momentos apasionadas.
No voy a caer en la ingenua tentación de reproducir aquí versión alguna de aquella reunión ni los puntos de vista de cada interlocutor, que en definitiva no se trataba de decidir en un simple diálogo entre amigos la transición cubana. Tampoco existen en Cuba las condiciones mínimas indispensables de libertad y democracia, ni la madurez política, ni el suficiente civismo, incluso entre las filas disidentes, como para tolerar opiniones críticas o valoraciones diferentes a las propias. De hecho, casi cada figura porta dentro de sí el virus del mesianismo o cree desayunar cada mañana el huevo de la verdad absoluta, y solo los más honestos, los mejores, son capaces de reconocer el mal en sus entrañas y de mantenerlo debidamente aprisionado para no dejarlo expandirse y dominarlos. Incluso el público suele interpretar como intentos divisionistas las críticas a cualquier líder o programa. Muchas veces la gente parece necesitar más de los ídolos que de las libertades.
Pero, regresando al tema, el caso es que en aquella singular e inolvidable reunión en la que participaron varias personas inteligentes y agudas, el criterio que más debates levantó fue el de un contertulio que cerró el círculo asegurando: “Cualquiera que resulte democráticamente electo y propicie las libertades cívicas con el ejercicio de todos los derechos humanos me sirve como presidente, puesto que así existirán las garantías de poder criticarlo, de manifestarnos contra su gestión, de exigirle, de obligarlo a escuchar demandas y en un período razonable de unos pocos años podrá ser removido del cargo en nuevas elecciones si no cumple con las expectativas de los electores”.
Confieso que en aquel entonces no comulgué al ciento por ciento con su propuesta, aunque entendí que algo de razón llevaba. Quizás me inspiraba desconfianza imaginar lo que sería el desempeño de ciertos personajes turbios ungidos de poder legítimo al frente de los destinos de la nación en medio del torbellino de una transición que sin dudas será difícil. Todavía esa perspectiva me aterra.
Sin embargo, el artículo de Yáñez me ha hecho reflexionar nuevamente sobre la realidad cubana y regresar a aquella memorable tertulia en que, como tantas otras veces, un grupo de amigos discutíamos sobre los hipotéticos futuros de una Cuba democrática. Tenía razón aquel amigo, y también la tiene Yáñez: el castrismo lo ha hecho tan concienzudamente mal que ya nadie podría hacerlo peor. Ni siquiera lo peor entre los peores reyezuelos ocultos que tenemos en todos los sectores de la sociedad cubana. Pero elegir “lo malo” para no tener lo peor tampoco me resulta una buena razón política.
Definitivamente, ante una elección democrática yo no votaría por cualquiera. No obstante, ante la tozudez de los eternos mozalbetes octogenarios del Moncada aferrados al poder, no puedo menos que reconocer que cualquier otra opción sería preferible, al menos para la mayoría. Hasta tal punto la dictadura se ha convertido en referente de lo que no debe ser un gobierno que ha sellado de forma maligna buena parte del destino de los cubanos, aun cuando ya se haya ido. Y así, paradójicamente, todavía podría jugar algún papel político, en caso de convertirse en la responsable indirecta de una elección desacertada en el futuro de transición que nos espera.
Publicado en el blog Sin Evasión el 9 de agosto de 2013
La formulación del caso, tan sencilla como certera, lleva mi memoria a un debate entre varios amigos en el cual participé hace un par de años, donde el centro de la discusión era el tema de quién o quiénes eran los actores políticos alternativos entre los que podría considerarse a alguien presidenciable para una Cuba en transición. En aquella ocasión hubo análisis interesantísimos en torno a figuras y programas de la oposición de las más disímiles orientaciones y posiciones, incluyendo todo el espectro disidente desde finales de los años 80’ del pasado siglo hasta hoy. Las opiniones de los polemistas, por supuesto, también eran también variadas y por momentos apasionadas.
No voy a caer en la ingenua tentación de reproducir aquí versión alguna de aquella reunión ni los puntos de vista de cada interlocutor, que en definitiva no se trataba de decidir en un simple diálogo entre amigos la transición cubana. Tampoco existen en Cuba las condiciones mínimas indispensables de libertad y democracia, ni la madurez política, ni el suficiente civismo, incluso entre las filas disidentes, como para tolerar opiniones críticas o valoraciones diferentes a las propias. De hecho, casi cada figura porta dentro de sí el virus del mesianismo o cree desayunar cada mañana el huevo de la verdad absoluta, y solo los más honestos, los mejores, son capaces de reconocer el mal en sus entrañas y de mantenerlo debidamente aprisionado para no dejarlo expandirse y dominarlos. Incluso el público suele interpretar como intentos divisionistas las críticas a cualquier líder o programa. Muchas veces la gente parece necesitar más de los ídolos que de las libertades.
Pero, regresando al tema, el caso es que en aquella singular e inolvidable reunión en la que participaron varias personas inteligentes y agudas, el criterio que más debates levantó fue el de un contertulio que cerró el círculo asegurando: “Cualquiera que resulte democráticamente electo y propicie las libertades cívicas con el ejercicio de todos los derechos humanos me sirve como presidente, puesto que así existirán las garantías de poder criticarlo, de manifestarnos contra su gestión, de exigirle, de obligarlo a escuchar demandas y en un período razonable de unos pocos años podrá ser removido del cargo en nuevas elecciones si no cumple con las expectativas de los electores”.
Confieso que en aquel entonces no comulgué al ciento por ciento con su propuesta, aunque entendí que algo de razón llevaba. Quizás me inspiraba desconfianza imaginar lo que sería el desempeño de ciertos personajes turbios ungidos de poder legítimo al frente de los destinos de la nación en medio del torbellino de una transición que sin dudas será difícil. Todavía esa perspectiva me aterra.
Sin embargo, el artículo de Yáñez me ha hecho reflexionar nuevamente sobre la realidad cubana y regresar a aquella memorable tertulia en que, como tantas otras veces, un grupo de amigos discutíamos sobre los hipotéticos futuros de una Cuba democrática. Tenía razón aquel amigo, y también la tiene Yáñez: el castrismo lo ha hecho tan concienzudamente mal que ya nadie podría hacerlo peor. Ni siquiera lo peor entre los peores reyezuelos ocultos que tenemos en todos los sectores de la sociedad cubana. Pero elegir “lo malo” para no tener lo peor tampoco me resulta una buena razón política.
Definitivamente, ante una elección democrática yo no votaría por cualquiera. No obstante, ante la tozudez de los eternos mozalbetes octogenarios del Moncada aferrados al poder, no puedo menos que reconocer que cualquier otra opción sería preferible, al menos para la mayoría. Hasta tal punto la dictadura se ha convertido en referente de lo que no debe ser un gobierno que ha sellado de forma maligna buena parte del destino de los cubanos, aun cuando ya se haya ido. Y así, paradójicamente, todavía podría jugar algún papel político, en caso de convertirse en la responsable indirecta de una elección desacertada en el futuro de transición que nos espera.
Publicado en el blog Sin Evasión el 9 de agosto de 2013