Fue hijo de un coronel del ejército, pero nació para ser padre literario de varias generaciones. José Lezama Lima se fue de este mundo un 9 de agosto de 1976 y dejó una vasta obra en la que quiso abrazar la crítica literaria, la poesía y la narrativa (cuento y novela).
'El gordo' Lezama Lima sigue siendo una pendencia política para el régimen cubano, porque la cacareada promoción post mortem no encaja nunca con el ostracismo a que le obligaron a vivir los últimos diez años de su vida.
Con la novela Paradiso y el poemario póstumo Fragmentos a su imán, abrió surcos en el canon literario de ambos géneros. Los gigantes Julio Cortázar y Octavio Paz prologaron (acaso prolongaron) ambas obras y en sendos textos introductorios expresaron la admiración ante quien había creado un subsuelo diferente.
Toda literatura cuenta con iniciadores, con esa especie de albañiles que sedimentan la ‘gran casa literaria’, Cuba los tuvo en Villaverde y Martí; en Casal y la Avellaneda. Lezama fue una especie de resanador de ese muro en que nos recostamos hoy para leer un país. El canon narrativo cubano está compuesto por tres novelas fundamentales: Carpentier, El reino de este mundo; Cabrera Infante, Tres tristes tigres y Lezama con Paradiso.
Su obra poética es abigarrada y hermética, hecha a base de insinuaciones y de un sonsacamiento a las oscuras libertades de la sabiduría. Sin embargo es en Fragmentos a su imán donde Lezama parece haber reposado de todas sus correrías, de haber forzado hasta límites insospechados la fuerza de sus búsquedas literarias. El hermetismo que ostentó, e incluso del que mal lo acusaron en muchas ocasiones, queda atrás en Fragmentos…: “Me voy reduciendo, / soy un punto que desaparece y vuelve/ quedo entero en el tokonoma.// Me hago invisible/ y en el reverso recobro mi cuerpo/ nadando en una playa,/ rodeado de bachilleres con estandartes de nieve,/ de matemáticos y de jugadores de pelota/ describiendo un helado de mamey.” (El Pabellón del Vacío).
Murió solo, a espaldas de hornadas de intelectuales que le atacaron cuando la epopeya castrista se erigió como una época nueva y pulidora del anterior ancien regime, y decidió eliminar los vestigios burgueses de la República. 1959 fue la sepultura de Lezama y de una república letrada.
Lo que vino en los años de la década de 1970 no fue sino abrir o cerrar la sepultura en que habían caído intelectuales que tomaron el exilio forzoso o quienes se fueron Cuba adentro para no volver a salir, como le sucedió a Lezama; aunque la falsa reivindicación de los años ’80 haya encandilado a algunos y servido a otros para lavar las manos infames del censor.
Lezama se levantó con su propia obra, se evaporó sobre la chusmería de la isla, que en esos momentos vitoreaba ser socialista y justa, para hacerse grande y reconocido internacionalmente. Su ausencia por años de las librerías nacionales y el escaso y sonso espacio que le dedican hoy las universidades cubanas es un ejemplo de lapidación oficial.
Silenciarlo es imperdonable. Auparlo como una falsa política cultural, no hace más que echar lodo sobre sus propios sepultureros. Larga vida, maestro.
Este artículo fue publicado originalmente en el blog Cruzar las alambradas, el 9 de agosto de 2016.