El libro de Alberto Lamar Schweyer Cómo cayó el presidente Machado: una página oscura de la diplomacia norteamericana, publicado originalmente por Espasa-Calpe, en 1934, y reeditado por Exodus, en 2020, es un texto-testimonio fundamental para entender la historia de Cuba por al menos los últimos noventa años que, por si fuera poco, se lee de un tirón como si de un thriller político se tratase.
Contrariamente a lo que se nos ha asegurado por parte de la historiografía al uso en ambas orillas, y coincidiendo con Lydia Cabrera, Gastón Baquero y Orestes Ferrara, la Revolución del 33 es uno de los acontecimientos más funestos de la historia isleña, al punto que puede apuntarse que con la caída del general Gerardo Machado se desencadenan los problemas sin solución en la isla para recalar en las miasmas de 1959.
Así la Revolución del 33 es un antecedente directo de la revolución castrista. Suele oírse el lugar común, repetido hasta la saciedad, de que sin Batista no hay Castro. Pero lo cierto pareciera ser que sin el 33 no hay Batista; ni tampoco Castro. Hasta el 33 prevaleció la República de los hombres de la independencia, la soñada por Martí, Maceo, Gómez, Céspedes, Agramonte, Francisco Vicente Aguilera y tantos otros. Es el periodo en que Cuba empieza a sedimentar una élite -después que la élite nacional hubiese sido escabechinada durante treinta años de guerra contra España- y a erigir grandes obras arquitectónicas como el Capitolio Nacional y la Carretera Central.
Pero después del 33 empieza la República de los revolucionarios, sin apego a la ley y con la voluntad de gobernar a punta de metralleta. A partir de ese momento tenemos una República que se aleja de lo constitucional y apuesta decididamente por lo social; por una democracia social. La misma Constitución que se dieron los cubanos en 1940, tan cantada aún, es un ejemplo de cuán hondo habían calado en el imaginario nacional las reivindicaciones revolucionarias y sociales.
Es un periodo de mucha inestabilidad política, de mucha violencia, de grupos gansteriles dirimiendo las querellas revolucionarias a tiro limpio en las calles, de la inauguración del terrorismo en la isla, del terrorismo a gran escala como método de lucha válido para alcanzar el poder.
En Cómo cayó el presidente Machado se lee: “Se mataba y se moría exactamente como entre los gánsteres de Chicago y con las mismas ametralladoras “Thompson”. Además, los jóvenes terroristas cubanos introdujeron un arma nueva y terrible: la escopeta de caza con el cañón recortado y cargada de balas de diversos tamaños. Con este equipo y con bombas de dinamita, por ellos mismos confeccionadas, se lanzaron a batir a Machado. No murió Machado, que estaba en Palacio o en su finca, pero, en cambio, murieron numerosas personas”.
Y continúa el escritor: “Esto debió haber creado en la opinión pública un movimiento de repulsa hacia el sistema. Posiblemente, en el fondo de la conciencia ciudadana existió ese movimiento, pero nadie se atrevió a manifestarlo. Era extremadamente peligroso ir contra la opinión de aquella muchachada armada en guerra. Los estudiantes habían llegado a la conclusión de que su inexperiencia y su mocedad eran intangibles y que el error era sagrado por ser de ellos. Defendían a sangre y fuego sus teorías políticas y aunque muchos ignoraban quién fue Cromwell lo remedaban en su firmeza de criterio, si bien no en otras cualidades que él tuvo y de las que ellos carecían”.
Rubén Martínez Villena -poeta comunista admirador de Stalin- bautizó a Machado como el Asno con Garras, pero en La Habana, “un niño de cuatro años fue destrozado por una bomba cuando paseaba con su madre. Fue el día de Jueves Santo de 1933 y la bomba iba destinada al Dr. Orestes Ferrara, secretario de Estado. Ese mismo día de Jueves Santo hicieron explosión en La Habana, en el espacio de dos horas, más de treinta bombas. Algunas fueron puestas en las iglesias, y en la del Santo Ángel, junto al Palacio Presidencial, hizo explosión una de ellas”; nos cuenta Lamar Schweyer en su libro.
Estos grupos parecen estar convencidos de que la República no era la de Martí y de que ellos, por decreto histórico, eran los elegidos para cumplirle el sueño a Martí. Ellos sólo cumplían el mandato martiano.
Contaba Baquero que con la caída de Machado la Universidad de la Habana cae al punto de no recuperase nunca más, pues las cátedras no fueron ocupadas teniendo en cuenta el aval académico sino el aval revolucionario. De modo que la degradación de la enseñanza universitaria en Cuba no la empieza Castro sino los revolucionarios del 33, Castro es más bien un producto de esa degradación. En consecuencia, el hombre nuevo en Cuba es bastante viejo, no lo inventa Castro, Castro mismo es un espécimen de hombre nuevo.
En entrevista con la escritora Nedda G. de Anhalt para el libro Dile que pienso en ella, el poeta dice: “La Universidad de La Habana era una de las mejores de América. Se eclipsó con la caída de Machado (…) A Cuba se le rompió la columna vertebral con esa caída y nunca más pudo marchar el país”.
Pero tan importante como el declive de la universidad a manos del revolucionarismo -al punto de que Castro no inventa aquella aberración de que la Universidad para los revolucionarios, pues ya desde 1933 las cátedras universitarias eran ocupadas en la isla no por los intelectualmente más dotados sino por los más revolucionarios- fue el declive del Ejército de la República que como consecuencia directa de la caída del general independentista se convirtió poco a poco en un Ejército de revolucionarios donde, como en el caso de Fulgencio Batista, se podía pasar de la noche a la mañana de sargento a coronel sin haber estado no ya en una academia militar sino sin ganar, o siquiera participar, en una batalla.
Asegura Lamar Schweyer en su libro que Machado garantizaba el orden en la isla a pesar del terrorismo desatado y que por la fuerza era inamovible: “Hacía falta algo más. ¿Qué podía hacerse? En revolución armada nadie osaba pensar. Machado estaba más fuerte que nunca. Tenía tras sí el ejército mejor organizado de Latinoamérica. Ese Ejército no se mezclaba en política”.
Y eso que hacía falta, según nos lo presenta el autor, no fue otro que el embajador estadounidense Benjamín Summer Welles que, lejos de mediar como se ha dicho, no hizo otra cosa que socavar los intentos de Machado y su Gobierno por sostener el orden y una salida honorable de la crisis, aún a costa de abandonar el poder y dejarlo en manos del general Alberto Herrera –respetado entre los militares y los civiles-, y apostar por los chicos de las ametralladoras y las escopetas recortadas. Por cierto, situación que se repite con Batista en 1958 cuando el Departamento de Estado no acepta otra salida en Cuba que no fuese la de Castro y sus muchachos armados en la Sierra Maestra; por si las dudas ver el libro El Cuarto Piso, 1962, del embajador estadounidense Earl E. T. Smith.
Y de un Ejército y una Policía profesionales en la primera República, pasamos a un Ejército y a una Policía compuesta por revolucionarios en la segunda. De manera que lo que ocurre a finales de los cincuenta en Cuba no es más que una revuelta de revolucionarios que querían el poder contra revolucionarios ya establecidos en el poder. Batista mismo no es otra cosa que un revolucionario. Castro y sus guerrilleros jamás hubiesen vencido al Ejército profesional de la primera República, uno que había peleado y se había fogueado, formado en una guerra real, no en escaramuzas como las libradas en la Sierra Maestra comparables, si acaso, al asalto de un bar en Chicago en los tiempos de Al Capone. El folclor y el furor de los barbudos castristas no hubiesen aguantado un round a las letales tropas del general José Miguel Gómez; más prusiano que cubano en cuanto a su formación militar.
Con la Revolución del 33 se rompe el equilibrio entre el pensamiento de izquierdas y el de derechas, y viene a primar el de izquierdas; sin conciencia cabal de ello. Al punto que las lides electorales en la isla a partir de ese momento se dan entre la izquierda y la izquierda. El supuesto ogro de la derecha isleña, Fulgencio Batista y Záldivar, no sería más que un socialdemócrata radical. Ese desbalance, escoramiento ideológico a la izquierda, está entre los elementos que nos llevan directamente a la dictadura de Castro. No sería así descabellado afirmar que la Revolución del 33 culmina exitosamente en 1959 (a pesar del interregno de la Constitución de 1940 y los muy democráticos gobiernos auténticos de Grau y Prío). Es algo que sin dudas merece más estudios, pero por ahora el análisis desapasionado apunta a esa hipótesis. Castro recoge los frutos de lo que se había iniciado en el 33.
De la República nacionalista pasamos rápidamente a la República social, primero, y a la socialista después. De modo que Machado (1869-1939), como anticipo del destino de muchos cubanos debido a esa infausta fractura, descansa aún hoy en el Cementerio Norte de Woodlawn, en Miami. La lectura del libro de Alberto Lamar Schweyer -lúcido testigo de los acontecimientos que cuenta- sería imprescindible para comprender cómo es que comenzó a caer la noche en Cuba.