Aquella imagen de la turba dando brincos sin ningún tipo de remordimientos, de las risas, de la complicidad...
Hará cosa de cuatro años, venía bajando yo desde la colina universitaria por la calle Neptuno, que se pierde en la distancia viajando recta y estrecha por todo Centro Habana hasta el Parque Central. Esa tarde, la visión habitual que ofrece esa famosa (y sucia, derruida y enmarañada de cables) arteria estaba interrumpida, a la altura de la calle Hospital, por un nutrido gentío que se extendía una o dos cuadras. Estaban efectuando un acto repudio frente a la casa de Laura Pollán.
Continué acercándome, no sin temor. Por ser hijo de una disidente, en aquél entonces ya me constaba que al menos un par de gorilas del G-2 conocerían mi cara y podrían estar en la zona. También iba imaginándome, mientras caminaba, la mala sensación que causaría en mí una visión tan lamentable, lo denigrante que resulta para la naturaleza humana un acto tan abominable como los mítines de repudio: la sublimación de la cobardía, la oda a la barbarie, la expresión más genuina del daño que una nación puede hacerse a sí misma.
Mi intención era ver, para contarle a mi familia y de paso captar lo que pudiera pasarnos el día menos pensado. En Cuba nadie está a salvo de algo así. No lo están, de ser utilizados miserablemente, quienes fingen o tal vez sienten sincera lealtad al sistema. No lo están, de ser vejados por estos últimos, quienes declaran abiertamente su oposición.
Así fue como llegué a la esquina de Neptuno y Hospital. La cuadra siguiente estaba llena de universitarios, gente muy joven en su mayoría. Los viejos y los segurosos se agrupaban en la intersección, vigilándolo todo. Me acerqué más. Unas muchachas comenzaron a corear aquello de “¡El que no salte es yanqui! ¡El que no salte es yanqui!” a viva voz mientras, con una sonrisa de oreja a oreja, se paraban en un solo pie y daban unos brinquitos ridículos. Me quedé tieso como un palo, a una distancia lo suficientemente grande y con una cara lo suficientemente fea como para que no me confundieran con aquellos histéricos. Estuve el tiempo necesario como para que la imagen no se me borrase jamás.
¿Qué pasa con la gente en esta endemoniada tierra? Estoy completamente seguro que ninguno de esos universitarios perdería la carrera si no se hubiesen aparecido ahí. A lo sumo, a algún que otro militante de la juventud le hubiesen quitado su carnet de la organización, pero más nada. No exijo que protesten en contra del régimen. Eso no tiene que ser una orden. Pero pido al menos que tengan la decencia de callar, de retirarse, de no hacer quórum.
Sucede que no están obligados. Al menos, no tanto como la gente cree. Durante mis años universitarios fui convocado a trabajos voluntarios: no fui a ninguno; a marchas: no asistí; a reuniones aburridas donde el discurso era el de siempre: si acaso me aparecía por ahí, me iba antes de tiempo. No es que yo fuese un temerario, sino que vivía convencido de que nada podían hacerme por no jugar su juego. Efectivamente, al final me gradué. En este país estará prohibido expresarse libremente, pero no está prohibido callar a voluntad; y cuando a alguien le convidan a repetir un bocadillo obligatorio, su silencio puede ser una forma de protesta. Si tenía que callarme por no decir lo que pensaba, más todavía callaba para no decir lo que pensaban los demás (si es verdad que lo pensaban, los muy hipócritas).
Tiempo después de aquella tarde por Neptuno, cuando ya Laura Pollán –a quien, por desgracia, no tuve el honor de conocer– no estaba entre nosotros, tuve que presenciar otro hecho que me marcaría: una colega de mi clase estaba convocando a participar en un acto de repudio contra las Damas de Blanco. “Es para protegerlas de quienes van a darles golpes”, se justificó conmigo cuando le pedí que no fuera. Pero cada persona prostituye su carácter de la forma en que desee, con la excusa que tenga a su alcance, por estúpidas que sean las razones. Una vez más supe que no era obligatorio, pero ella de todos modos fue. Quizá hasta lo haya pasado bien saltando un poco.
Entonces, aquella imagen de la turba dando brincos sin ningún tipo de remordimientos, de las risas, de la complicidad, lo que me hizo fue despreciar los resultados que tantos años de ignorancia cívica han conseguido. Dagoberto Valdés (Revista Convivencia) define el fenómeno como un “daño antropológico” y me parece cierto. Imagino que el destacado laico pensará, al ver ese tipo de manifestaciones gratuitas, “Que Dios los perdone”.
Este post fue publicado originalmente en el blog Bastardos sin Gloria.
Continué acercándome, no sin temor. Por ser hijo de una disidente, en aquél entonces ya me constaba que al menos un par de gorilas del G-2 conocerían mi cara y podrían estar en la zona. También iba imaginándome, mientras caminaba, la mala sensación que causaría en mí una visión tan lamentable, lo denigrante que resulta para la naturaleza humana un acto tan abominable como los mítines de repudio: la sublimación de la cobardía, la oda a la barbarie, la expresión más genuina del daño que una nación puede hacerse a sí misma.
Mi intención era ver, para contarle a mi familia y de paso captar lo que pudiera pasarnos el día menos pensado. En Cuba nadie está a salvo de algo así. No lo están, de ser utilizados miserablemente, quienes fingen o tal vez sienten sincera lealtad al sistema. No lo están, de ser vejados por estos últimos, quienes declaran abiertamente su oposición.
Así fue como llegué a la esquina de Neptuno y Hospital. La cuadra siguiente estaba llena de universitarios, gente muy joven en su mayoría. Los viejos y los segurosos se agrupaban en la intersección, vigilándolo todo. Me acerqué más. Unas muchachas comenzaron a corear aquello de “¡El que no salte es yanqui! ¡El que no salte es yanqui!” a viva voz mientras, con una sonrisa de oreja a oreja, se paraban en un solo pie y daban unos brinquitos ridículos. Me quedé tieso como un palo, a una distancia lo suficientemente grande y con una cara lo suficientemente fea como para que no me confundieran con aquellos histéricos. Estuve el tiempo necesario como para que la imagen no se me borrase jamás.
¿Qué pasa con la gente en esta endemoniada tierra? Estoy completamente seguro que ninguno de esos universitarios perdería la carrera si no se hubiesen aparecido ahí. A lo sumo, a algún que otro militante de la juventud le hubiesen quitado su carnet de la organización, pero más nada. No exijo que protesten en contra del régimen. Eso no tiene que ser una orden. Pero pido al menos que tengan la decencia de callar, de retirarse, de no hacer quórum.
Sucede que no están obligados. Al menos, no tanto como la gente cree. Durante mis años universitarios fui convocado a trabajos voluntarios: no fui a ninguno; a marchas: no asistí; a reuniones aburridas donde el discurso era el de siempre: si acaso me aparecía por ahí, me iba antes de tiempo. No es que yo fuese un temerario, sino que vivía convencido de que nada podían hacerme por no jugar su juego. Efectivamente, al final me gradué. En este país estará prohibido expresarse libremente, pero no está prohibido callar a voluntad; y cuando a alguien le convidan a repetir un bocadillo obligatorio, su silencio puede ser una forma de protesta. Si tenía que callarme por no decir lo que pensaba, más todavía callaba para no decir lo que pensaban los demás (si es verdad que lo pensaban, los muy hipócritas).
Tiempo después de aquella tarde por Neptuno, cuando ya Laura Pollán –a quien, por desgracia, no tuve el honor de conocer– no estaba entre nosotros, tuve que presenciar otro hecho que me marcaría: una colega de mi clase estaba convocando a participar en un acto de repudio contra las Damas de Blanco. “Es para protegerlas de quienes van a darles golpes”, se justificó conmigo cuando le pedí que no fuera. Pero cada persona prostituye su carácter de la forma en que desee, con la excusa que tenga a su alcance, por estúpidas que sean las razones. Una vez más supe que no era obligatorio, pero ella de todos modos fue. Quizá hasta lo haya pasado bien saltando un poco.
Entonces, aquella imagen de la turba dando brincos sin ningún tipo de remordimientos, de las risas, de la complicidad, lo que me hizo fue despreciar los resultados que tantos años de ignorancia cívica han conseguido. Dagoberto Valdés (Revista Convivencia) define el fenómeno como un “daño antropológico” y me parece cierto. Imagino que el destacado laico pensará, al ver ese tipo de manifestaciones gratuitas, “Que Dios los perdone”.
Este post fue publicado originalmente en el blog Bastardos sin Gloria.