La autocrítica de Dios

"Adán y Eva", Alberto Durero, 1507.

El autor busca los orígenes de la crítica en los tiempos anteriores a la Creación
El poeta es un pequeño Dios, escribió Vicente Huidobro, siempre y cuando padezca la avidez de un mundo nuevo y se aplique a la generación de ese mundo apostando por una poesía capaz de encarnar una realidad distinta de la común.

El énfasis suele caer sobre el Dios creador y no sobre el anhelo que lo convirtió en tal, sobre esa ansia de completitud que antecede al primer capítulo de la Biblia y que continúa manifestándose en toda gestión y rectificación supremas. Al número de especies extintas o en peligro de extinción se opone el sinnúmero de especies que se descubre cada año: 15,000 es la cifra promedio. Nada es permanente porque todo es perfectible.

Éste es el Dios grande, el crítico, que insatisfecho con el vacío que advirtió a su alrededor se desdobló en creador para colmarlo, pero no sin objetar la obra que, de un modo instintivo primero y consciente después, continuó y continúa gestando, deshaciendo y recreando, pues vida y muerte no son sino eso, creación y crítica, crítica y creación, el mar, el mar que siempre recomienza.*

Que el Crítico gravitaba sobre el Creador lo confirma el hecho de que pudiendo crearlo todo de un golpe, luego del primer exceso —en el principio creó Dios los cielos y la tierra—, Dios prefirió avanzar con prudencia, versículo a versículo: el día, la noche, los mares, las plantas, los astros, los animales, como si temiera que cualquier precipitación pudiera atentar contra la excelencia de su obra, y como si sospechara, también, algo que algunos poetas futuros, dotados de una conciencia crítica similar de la suya —de casta le viene al galgo—, demorarían en averiguar: antes de compartir unos versos o entregar a la prensa un libro hay que darse una tregua, tomar distancia ante ellos. Lo que al instante de concebirse entusiasma luego puede defraudar, y hasta avergonzar.

Dios descansó al séptimo día, pero ya al sexto había creado al hombre y le había dado a conocer su obra desoyendo el consejo horaciano de esperar nueve años antes de publicar un poema, y ansioso, quizás, de conocer la opinión de su criatura predilecta, entre cuyas facultades no podía faltar la más suya, la que más lo asemejaba a él: la facultad crítica.

Que la omnipotencia de Dios incluye el don de leer lo que aún no se ha escrito y aprovecharse del talento de su prole venidera —por remota que ésta se halle en la tirada del tiempo— no está en tela de juicio. Le entreveo consultando, en aquel sexto día de la Creación, lo que algunos críticos escribirían milenios más tarde sobre su propio oficio y la utilidad de éste, pero apresurándose a crear al hombre, porque Dios es Dios, y el plazo aconsejado por el poeta latino debe de habérsele antojado exorbitante, y los críticos consultados, veleidosos, y sus juicios, tan acordes con sus respectivas épocas como extraños a la suya, que es todas pero que, en aquel entonces, se circunscribía a la que abarcaba un hecho sin precedentes: la Creación.

La naturaleza maleable del ser humano sugiere que Dios, ofuscado quizás por la magnificencia de la obra realizada o confiado en su propia divinidad, puede haberse precipitado al crear al hombre a imagen suya y proporcionarle como hábitat el coto más espléndido de su hacienda terrenal: el Paraíso. Nunca sería más crítico que al desterrarlo. Es una tachadura por la que ambos aún sangran.

Una hermosa carta del pastor presbiteriano Martín Añorga enriquece mis especulaciones señalándome, contra la opinión de algunos teólogos, la necesidad que Dios tuvo del hombre: Si Dios no hubiera creado al ser humano, ¿quién hubiera sabido de su existencia? Pero Añorga va más allá y, recordando la aserción bíblica de que Dios es amor, no sólo sustenta la necesidad de amar de Dios sino la de ser correspondido, concluyendo: De ahí que nosotros, quienes le adoramos, seamos la satisfacción de una gran necesidad suya.

Es posible que la vocación para la literatura y las artes entrañe —aunque no todo creador lo reconozca— una gran necesidad de amor, y que la obra misma sea, aunque más de un creador lo ignore o rehúse admitirlo, la declaración de amor más grande de que éste es capaz, declaración cuya destinataria no es otra que la vida, numen de innumerables rostros, entre los cuales figura el de su presunta contraria, la muerte, que no es sino ella misma, la vida, de incógnito.

Una conciencia crítica exacerbada puede atrofiar la facultad creadora. Una conciencia crítica endeble puede malograrla. Pero creación y crítica son, desde que Dios es Dios, inseparables: cultivarlas sin permitir que la una menoscabe la otra es cosa difícil, y, como queda demostrado, de ascendencia divina.

En el principio fue la crítica. O la autocrítica; la crítica que Dios, al fijarse en sí mismo y quedar insatisfecho, ávido de ser más, se infligió. De ese ir y venir del crítico al creador y del creador al crítico quedan unas palabras que Moisés no recogió en el primer libro de la Biblia pero que, siglos más tarde, un poeta irlandés, William Butler Yeats, pescó en el aire y creyendo que eran suyas se apresuró a registrar:
Aquéllos que me reprochan
que rehaga una canción,
deben saber qué está en juego:
quien se rehace soy yo.

(en inglés)

The friends that have it I do wrong
Whenever I remake a song
Should know what issue is at stake,
It is myself that I remake.




*Traducción del verso de “El cementerio marino”, de Paul Valéry, Manuel J. Santayana.