Un autor que se agiganta en el devenir de los años, ante la decrépita dictadura que lo encarceló y ante la medianía, mayoría de intelectuales que entusiasmados se sometían, censuraban y aplaudían.
Este lunes 16 de julio, se cumplen 69 años del nacimiento en Aguas Claras, un barrio rural y atemporal, ubicado en la provincia de Oriente, del novelista, ensayista, poeta y dramaturgo, Reinaldo Arenas, quien en Cuba sufrió persecución por su homosexualidad y por su oposición al régimen comunista, que terminó por cerrarle toda posibilidad de desarrollarse como escritor e intelectual.
Marginado en su propio país por los comunistas en el poder, Arenas fue encarcelado en la vieja prisión del Castillo de los tres Reyes del Morro, entre 1974 y 1976, por lo que el autor terminó al salir por odiar todo cuanto le rodeaba en aquella sociedad que no era otra cosa que un remedo de las celdas húmedas y estrechas en que le habían aherrojado junto a criminales endurecidos.
En 1980, durante los dramáticos sucesos del éxodo del Mariel escapó de Cuba, aunque no tenía permiso para hacerlo por ser un opositor político de la dictadura, gracias a que cambió su primer apellido por el de Arinas, estableciéndose a vivir posteriormente en la ciudad de Nueva York.
En un mundo de machos, donde algunos se hicieron guerreros y llegaron a generales para ocultar su homosexualidad, Reinaldo Arenas deviene homosexual, cuando menos, raro. Nada que ver con el estereotipo implantado en la isla del hombre apocado, disminuido por el ejercicio pasivo de su sexualidad.
Porque si de valor personal hablamos, y no sólo cívico, habría que ver si Arenas no resulta más macho que muchísimos de los intelectuales cubanos que se las han dado de muy dotados de testosterona, incluyendo uno devenido ministro, y más macho también, por supuesto, que esos durísimos altos oficiales del Ejército y el Ministerio del Interior que ante la sola presencia del Macho en Jefe tiemblan como hojas azotadas por el terral; terral como terror en este caso.
Y es que con Reinaldo las arenas suelen estar revueltas y producir espejismos que nublan, y muchas veces pierden, al curioso viajero u observador no avisado, efecto óptico desprendido del desierto tormentoso y atormentado de su paradójica personalidad; paradójica como ha de ser la personalidad de todo hombre, del hombre en tanto alma y en tanto arma, que por destino o elección, nunca se sabe, se ve obligado a transgredir las normas, y provocar a los guardianes de la norma, para dejar un obra trascendente, de la índole que ésta sea, en el desarrollo del bicho humano como entidad civilizada. Arenas, entre los más grandes escritores cubanos de todos lo tiempos, y posiblemente el más grande del último medio siglo, no podía, ni por asomo, escapar a ese sino.
Para empezar, y en palabras de ese otro grande, Guillermo Cabrera Infante, Premio Cervantes de las Letras 1997, el escritor holguinero, 1943, se inicia en la vida adulta como un revolucionario y termina como lo que siempre fue, un rebelde con varias causas, y agrega: "Tres pasiones rigieron la vida y la muerte de Reinaldo Arenas: la literatura no como juego, sino como fuego que consume; el sexo pasivo y la política activa"... "De las tres, la pasión dominante era, es evidente, el sexo. No sólo en su vida sino en su obra".
Y no es para menos que así fuese porque los hombres terminan por creer, tan pretenciosos, que poseen, hacen sexo, cuando la verdad podría ser que el sexo posee, hace a los hombres, de ahí que los antiguos griegos, tan sabios en todo, descubrieran y denominaran a los dioses y demonios del sexo. Luego, como dijera el psiquiatra, filósofo y brujo de Zúrich, Carlos Gustavo Jung, uno no tiene un deseo, uno está poseído por un deseo; uno no tiene un vicio, uno esta poseído por un vicio. Quizá a esa posesión, dominio de los dioses y demonios del sexo, debamos el poder contar al presente en la patria de las letras con obras de la altura de Otra vez el mar, 1982, El color del verano, 1991, y su biografía novelada Antes que anochezca, 1992, llevada póstumamente al cine por el director estadounidense Julian Schnabel.
El narrador y periodista Luis de la Paz, amigo del autor de El mundo alucinante desde los tiempos de persecución en La Habana y más tarde en el exilo, declaró en exclusiva para este trabajo: “Creo que es necesario tener presente que Reinaldo Arenas vivía como sus propios personajes, aunque no siempre le era posible diferenciar entre la literatura y la realidad cotidiana; habían choques, confrontaciones, extraños y hasta curiosos razonamientos para asumir una actitud en un momento determinado. Para mí asombro, Reinaldo, un hombre capaz de afirmar (y escribir) que había tenido sexo con miles de personas a lo largo de su agitada existencia, me dijo (también lo escribió) que durante los dos años que estuvo preso en El Morro nunca tuvo relaciones sexuales con otros reclusos. Argumentaba un elemento supremo, admirable, que el sexo, como todo en la vida, había que hacerlo en plena libertad.
Ese comportamiento, en un sentido más amplio y abarcador, contrasta con el de personas que hacen ostentación de su virilidad (incluso atacando con vehemencia a los homosexuales) y bajo presión, quizás por debilidad, son capaces de sucumbir, denunciar y hasta trabajar para los servicios de inteligencia, renunciando a eso que Reinaldo Arenas defendió con asombrosa lucidez durante toda su vida (y en la totalidad de su obra): la libertad.
Muchos, sobre todo aquellos que no lo conocieron, piensan en Reinaldo como un homosexual muy afectado, y no lo era. Él nunca ocultó su manera de ser, pero no podía apartar de sí su condición de campesino, de hombre rudo, que vivió en condiciones muy difíciles. Físicamente era macizo, puro músculo”.
De hecho, siguiendo en la onda de lo contradictorio, de las arenas movedizas, revueltas, vemos por otro lado que en ninguna de las novelas de Reinaldo su alter ego literario, Gabriel, Rey o la Tétrica Mofeta, tiene sexo tras las rejas, tras los árboles o sobre los árboles sí, pero no tras las rejas. Nos topamos entonces con que, extrañamente, el más desembozado homosexual de las letras isleñas no pone a sus personajes al desempeño sodomítico mientras en prisión permanecen, sin piedad los condena doblemente, a la pena carcelaria y a la abstinencia erótica, en tanto que uno de los más machos de las letras isleñas, acorde con el estereotipo establecido, Carlos Montenegro, quien estuvo en la cárcel por haber dado muerte a navajazos a un hombre en el puerto de La Habana, y que fue duro de pelar en vida, en prosa y presidio, por demás amigo juramentado del temido gangster y mejor escritor Rolando Masferrer, vino a escribir nada menos que la novela Hombres sin mujer, 1938, cuyo tema no es otro que el del amor y la muerte entre presidiarios, o la muerte por amor entre presidiarios; un escándalo sin dudas en los pacatos predios literarios de su tiempo.
Arenas no era para nada un ser físicamente débil, como ha apuntado más arriba su amigo de la Paz, era más bien puro músculo, pero había más, esa solidez sobre el esqueleto respondía a un espíritu aventurero que supo y pudo no sólo escapar de la cárcel, sino sobrevivir fugitivo durante meses, en los que medio un intentó de fuga del país a través de los terrenos minados que rodean la Base Naval Norteamericana en Guantánamo, y varias otras peripecias, hasta su estadía final en el Parque Lenin de La Habana en complicidad con los hermanos Abreu (los escritores José, Juan y Nicolás, a quienes por otro lado agradeció la riesgosa asistencia inmortalizándolos con el mote de las Hermanas Bronté), antes de ser nuevamente arrestado por las alardosas y bien entrenadas fuerzas de seguridad del régimen marxista isleño. Para decirlo claro, no son muchos los opositores, por no hablar de escritores, que cuentan con el aval de fuga y posterior sobrevivencia de las cárceles castristas pues, para decirlo también claro, bajo un sistema totalitario, sea nazi o sea comunista, hay que tener valor hasta para escapar.
Por lo que se da el extraño caso de que Arenas tiene más que ver, en vida pero también en obra, con el escritor e impenitente aventurero norteamericano, Ernest Hemingway, que con sus pares insulares en la incorporación sodomítica, José Lezama Lima y Virgilio Piñera. Y es que
entre Arenas y Hemingway había, más allá de las diferencias evidentes, y de las semejanzas evidentes (las del último acto y las de la pluma y la página como premisa primera) una comunión en la manera de enfrentar, vivir, la vida hasta el precio postrero, en la perenne pelea, en la perenne huida de algo o de alguien hacia cualquier parte, en el ofrendar y ofender de las vísceras como materia prima literaria y, sobre todo, en la manera de asumir el sexo (¿En la manera de asumir el sexo, está usted seguro o está usted borracho?, preguntarían azorados al articulista lo mismo Arenas que Hemingway). Pues en el desenfreno por amar varones de Arenas probablemente no había más que el inconfeso deseo de manifestar su varonía, de ser varón total; y en el desenfreno por amar féminas de Hemingway probablemente no había más que el inconfeso deseo de manifestar su feminidad, de ser fémina total (pero lo de Hemingway es harina de otra costal, es decir, de otro artículo). Había, quizá, mucho de femenino en Hemingway. Había, quizá, mucho de masculino en Arenas. Ambos demasiado inconformes, rebeldes con el rol, la vida que les tocó en suerte. Ambos disfrutaron, Hemingway más que Arenas, de los placeres en la misma isla, pero terminan escapando, no ya de la isla, sino de la vida vía el suicidio cometido en el mismo país norteño, que era el de Hemingway y terminó siendo, a su pesar, el de Arenas. Arenas en Nueva York, Hemingway en Ketchum, Idaho. Arenas por asfixia, Hemingway por disparo de escopeta calibre 12 en el cielo de la boca. Hemingway ya tiene museo en La Habana, Arenas tendrá un día museo en La Habana. Ambos almas permanecen penando, asegura gente de crédito, en las calles y recovecos de La Habana.
Reinaldo, para colmo, termina por virar al revés las arenas, tembladeras más bien, de los machistas códigos nacionales, cuando, genio y figura hasta la sepultura, hasta los pasos previos a la sepultura, escoge para su último acto no ya la fecha del 19 de mayo, muerte de Martí (a quien le uniría no sólo el ejercicio extremo de la pluma, sino también la vida extrema hasta el punto de no ser eso que denominan una persona decente, precisamente por no encajar en los tópicos de las manidas normativas de la masa diligente que puede y ciertamente es instruida y ni siquiera se cree masa, sino elite), sino el 7 de diciembre, muerte de Maceo, arquetipo donde los haya del macho nacional, incrustado hasta los tuétanos del inconsciente isleño en alarde de testosterona, bala, machete, espuelas y polainas. Y no silenciosamente, como a muchos hubiera gustado, sino que ese día del año 1990 mandó una misiva, misiva como un misil, a sus amigos en todo el mundo, publicada además en el Diario Las Américas de Miami, en la que culpa de su muerte a Fidel Castro y concluye con el ineluctable decreto, Cuba será libre. Yo ya lo soy; decreto que lo sitúa más cerca de Maceo que de Lezama.
Marginado en su propio país por los comunistas en el poder, Arenas fue encarcelado en la vieja prisión del Castillo de los tres Reyes del Morro, entre 1974 y 1976, por lo que el autor terminó al salir por odiar todo cuanto le rodeaba en aquella sociedad que no era otra cosa que un remedo de las celdas húmedas y estrechas en que le habían aherrojado junto a criminales endurecidos.
En 1980, durante los dramáticos sucesos del éxodo del Mariel escapó de Cuba, aunque no tenía permiso para hacerlo por ser un opositor político de la dictadura, gracias a que cambió su primer apellido por el de Arinas, estableciéndose a vivir posteriormente en la ciudad de Nueva York.
En un mundo de machos, donde algunos se hicieron guerreros y llegaron a generales para ocultar su homosexualidad, Reinaldo Arenas deviene homosexual, cuando menos, raro. Nada que ver con el estereotipo implantado en la isla del hombre apocado, disminuido por el ejercicio pasivo de su sexualidad.
Porque si de valor personal hablamos, y no sólo cívico, habría que ver si Arenas no resulta más macho que muchísimos de los intelectuales cubanos que se las han dado de muy dotados de testosterona, incluyendo uno devenido ministro, y más macho también, por supuesto, que esos durísimos altos oficiales del Ejército y el Ministerio del Interior que ante la sola presencia del Macho en Jefe tiemblan como hojas azotadas por el terral; terral como terror en este caso.
Y es que con Reinaldo las arenas suelen estar revueltas y producir espejismos que nublan, y muchas veces pierden, al curioso viajero u observador no avisado, efecto óptico desprendido del desierto tormentoso y atormentado de su paradójica personalidad; paradójica como ha de ser la personalidad de todo hombre, del hombre en tanto alma y en tanto arma, que por destino o elección, nunca se sabe, se ve obligado a transgredir las normas, y provocar a los guardianes de la norma, para dejar un obra trascendente, de la índole que ésta sea, en el desarrollo del bicho humano como entidad civilizada. Arenas, entre los más grandes escritores cubanos de todos lo tiempos, y posiblemente el más grande del último medio siglo, no podía, ni por asomo, escapar a ese sino.
Para empezar, y en palabras de ese otro grande, Guillermo Cabrera Infante, Premio Cervantes de las Letras 1997, el escritor holguinero, 1943, se inicia en la vida adulta como un revolucionario y termina como lo que siempre fue, un rebelde con varias causas, y agrega: "Tres pasiones rigieron la vida y la muerte de Reinaldo Arenas: la literatura no como juego, sino como fuego que consume; el sexo pasivo y la política activa"... "De las tres, la pasión dominante era, es evidente, el sexo. No sólo en su vida sino en su obra".
Y no es para menos que así fuese porque los hombres terminan por creer, tan pretenciosos, que poseen, hacen sexo, cuando la verdad podría ser que el sexo posee, hace a los hombres, de ahí que los antiguos griegos, tan sabios en todo, descubrieran y denominaran a los dioses y demonios del sexo. Luego, como dijera el psiquiatra, filósofo y brujo de Zúrich, Carlos Gustavo Jung, uno no tiene un deseo, uno está poseído por un deseo; uno no tiene un vicio, uno esta poseído por un vicio. Quizá a esa posesión, dominio de los dioses y demonios del sexo, debamos el poder contar al presente en la patria de las letras con obras de la altura de Otra vez el mar, 1982, El color del verano, 1991, y su biografía novelada Antes que anochezca, 1992, llevada póstumamente al cine por el director estadounidense Julian Schnabel.
El narrador y periodista Luis de la Paz, amigo del autor de El mundo alucinante desde los tiempos de persecución en La Habana y más tarde en el exilo, declaró en exclusiva para este trabajo: “Creo que es necesario tener presente que Reinaldo Arenas vivía como sus propios personajes, aunque no siempre le era posible diferenciar entre la literatura y la realidad cotidiana; habían choques, confrontaciones, extraños y hasta curiosos razonamientos para asumir una actitud en un momento determinado. Para mí asombro, Reinaldo, un hombre capaz de afirmar (y escribir) que había tenido sexo con miles de personas a lo largo de su agitada existencia, me dijo (también lo escribió) que durante los dos años que estuvo preso en El Morro nunca tuvo relaciones sexuales con otros reclusos. Argumentaba un elemento supremo, admirable, que el sexo, como todo en la vida, había que hacerlo en plena libertad.
Ese comportamiento, en un sentido más amplio y abarcador, contrasta con el de personas que hacen ostentación de su virilidad (incluso atacando con vehemencia a los homosexuales) y bajo presión, quizás por debilidad, son capaces de sucumbir, denunciar y hasta trabajar para los servicios de inteligencia, renunciando a eso que Reinaldo Arenas defendió con asombrosa lucidez durante toda su vida (y en la totalidad de su obra): la libertad.
Muchos, sobre todo aquellos que no lo conocieron, piensan en Reinaldo como un homosexual muy afectado, y no lo era. Él nunca ocultó su manera de ser, pero no podía apartar de sí su condición de campesino, de hombre rudo, que vivió en condiciones muy difíciles. Físicamente era macizo, puro músculo”.
De hecho, siguiendo en la onda de lo contradictorio, de las arenas movedizas, revueltas, vemos por otro lado que en ninguna de las novelas de Reinaldo su alter ego literario, Gabriel, Rey o la Tétrica Mofeta, tiene sexo tras las rejas, tras los árboles o sobre los árboles sí, pero no tras las rejas. Nos topamos entonces con que, extrañamente, el más desembozado homosexual de las letras isleñas no pone a sus personajes al desempeño sodomítico mientras en prisión permanecen, sin piedad los condena doblemente, a la pena carcelaria y a la abstinencia erótica, en tanto que uno de los más machos de las letras isleñas, acorde con el estereotipo establecido, Carlos Montenegro, quien estuvo en la cárcel por haber dado muerte a navajazos a un hombre en el puerto de La Habana, y que fue duro de pelar en vida, en prosa y presidio, por demás amigo juramentado del temido gangster y mejor escritor Rolando Masferrer, vino a escribir nada menos que la novela Hombres sin mujer, 1938, cuyo tema no es otro que el del amor y la muerte entre presidiarios, o la muerte por amor entre presidiarios; un escándalo sin dudas en los pacatos predios literarios de su tiempo.
Arenas no era para nada un ser físicamente débil, como ha apuntado más arriba su amigo de la Paz, era más bien puro músculo, pero había más, esa solidez sobre el esqueleto respondía a un espíritu aventurero que supo y pudo no sólo escapar de la cárcel, sino sobrevivir fugitivo durante meses, en los que medio un intentó de fuga del país a través de los terrenos minados que rodean la Base Naval Norteamericana en Guantánamo, y varias otras peripecias, hasta su estadía final en el Parque Lenin de La Habana en complicidad con los hermanos Abreu (los escritores José, Juan y Nicolás, a quienes por otro lado agradeció la riesgosa asistencia inmortalizándolos con el mote de las Hermanas Bronté), antes de ser nuevamente arrestado por las alardosas y bien entrenadas fuerzas de seguridad del régimen marxista isleño. Para decirlo claro, no son muchos los opositores, por no hablar de escritores, que cuentan con el aval de fuga y posterior sobrevivencia de las cárceles castristas pues, para decirlo también claro, bajo un sistema totalitario, sea nazi o sea comunista, hay que tener valor hasta para escapar.
Por lo que se da el extraño caso de que Arenas tiene más que ver, en vida pero también en obra, con el escritor e impenitente aventurero norteamericano, Ernest Hemingway, que con sus pares insulares en la incorporación sodomítica, José Lezama Lima y Virgilio Piñera. Y es que
entre Arenas y Hemingway había, más allá de las diferencias evidentes, y de las semejanzas evidentes (las del último acto y las de la pluma y la página como premisa primera) una comunión en la manera de enfrentar, vivir, la vida hasta el precio postrero, en la perenne pelea, en la perenne huida de algo o de alguien hacia cualquier parte, en el ofrendar y ofender de las vísceras como materia prima literaria y, sobre todo, en la manera de asumir el sexo (¿En la manera de asumir el sexo, está usted seguro o está usted borracho?, preguntarían azorados al articulista lo mismo Arenas que Hemingway). Pues en el desenfreno por amar varones de Arenas probablemente no había más que el inconfeso deseo de manifestar su varonía, de ser varón total; y en el desenfreno por amar féminas de Hemingway probablemente no había más que el inconfeso deseo de manifestar su feminidad, de ser fémina total (pero lo de Hemingway es harina de otra costal, es decir, de otro artículo). Había, quizá, mucho de femenino en Hemingway. Había, quizá, mucho de masculino en Arenas. Ambos demasiado inconformes, rebeldes con el rol, la vida que les tocó en suerte. Ambos disfrutaron, Hemingway más que Arenas, de los placeres en la misma isla, pero terminan escapando, no ya de la isla, sino de la vida vía el suicidio cometido en el mismo país norteño, que era el de Hemingway y terminó siendo, a su pesar, el de Arenas. Arenas en Nueva York, Hemingway en Ketchum, Idaho. Arenas por asfixia, Hemingway por disparo de escopeta calibre 12 en el cielo de la boca. Hemingway ya tiene museo en La Habana, Arenas tendrá un día museo en La Habana. Ambos almas permanecen penando, asegura gente de crédito, en las calles y recovecos de La Habana.
Reinaldo, para colmo, termina por virar al revés las arenas, tembladeras más bien, de los machistas códigos nacionales, cuando, genio y figura hasta la sepultura, hasta los pasos previos a la sepultura, escoge para su último acto no ya la fecha del 19 de mayo, muerte de Martí (a quien le uniría no sólo el ejercicio extremo de la pluma, sino también la vida extrema hasta el punto de no ser eso que denominan una persona decente, precisamente por no encajar en los tópicos de las manidas normativas de la masa diligente que puede y ciertamente es instruida y ni siquiera se cree masa, sino elite), sino el 7 de diciembre, muerte de Maceo, arquetipo donde los haya del macho nacional, incrustado hasta los tuétanos del inconsciente isleño en alarde de testosterona, bala, machete, espuelas y polainas. Y no silenciosamente, como a muchos hubiera gustado, sino que ese día del año 1990 mandó una misiva, misiva como un misil, a sus amigos en todo el mundo, publicada además en el Diario Las Américas de Miami, en la que culpa de su muerte a Fidel Castro y concluye con el ineluctable decreto, Cuba será libre. Yo ya lo soy; decreto que lo sitúa más cerca de Maceo que de Lezama.