El autor invita a Jorge Negrete a poner fin a la celebración de los 120 años del nacimiento de Eliseo Grenet. Incluye un vídeo
La población esclava del teatro lírico cubano es custodio de algunas composiciones memorables; la liberta y la descendiente de ambas, también. Las zarzuelas “Cecilia Valdés” de Gonzalo Roig y “María la O”, “El cafetal”, “El batey” y “El torrente” de Ernesto Lecuona son juegos de melodías y ritmos seductores donde lo negro se queja y baila, maldice su destino y celebra la libertad recién conseguida, canta amores imposibles y echa de menos su tierra natal, se arremolina en un ingenio azucarero donde estalla el látigo y estremece un callejón de La Habana con sus tambores y rituales llenos de colorido.
“La virgen morena”, zarzuela de Eliseo Grenet y Aurelio G. Riancho estrenada el 30 de noviembre de 1928, pertenece a esa promoción. Nadie acierta a explicarse por qué sus representaciones en Cuba fueron tan escasas: la crítica fue favorable, en España rompió récords de taquilla (1,800 representaciones en el Teatro Fuencarral de Madrid) y Frank Capra se aprestaba a filmarla cuando estalló la Segunda Guerra Mundial. La sobrevive “Lamento esclavo”, una romanza que grabaron varios intérpretes de renombre, que aún tienta a más de un ansioso de presumir de dotes vocales e histriónicas, y que permite recordar cuán azaroso puede ser el inicio de una carrera artística.
Antes de ser “El Charro Cantor” y mucho antes de que alcanzara la jerarquía de “Charro Inmortal”; entre el colegio militar y “¡Ay Jalisco, no te rajes!”; entre su primer viaje a Nueva York y su matrimonio con María Félix, Jorge Negrete (1911-1953) fue un lucumí traído a Cuba como esclavo; su residencia, una plantación de caña, y su mujer, una esclava de la que sólo perdura el nombre: Pancha. No lo digo yo, lo dice él mismo en una escena de “Juntos pero no revueltos”, película filmada en 1938 donde se le ve pintado de negro entonar “Lamento esclavo”, insinuar unos pasos de baile e invitar a Pancha, su pareja invisible, a celebrar la probable emancipación de su raza.
La amistad de Grenet y Negrete fue grande. Quien repara en la ortografía de sus apellidos advierte que estaban destinados a simpatizar: esos apellidos jugaban desde antes de que ellos nacieran. Uno es anagrama del otro. El debut de Negrete en el cine se produce en un cortometraje de Warner Brothers titulado “Cuban Nights”. Grenet, ya consagrado y avencidado en Nueva York, apadrina al joven a quien el éxito elude y quien trabaja como mesero en “El Yumurí”, centro nocturno y restaurante donde el compositor toca el piano y dirige la orquesta. El destino cubano de Negrete, que visitaría la isla en más de una ocasión y gozaría de enorme popularidad en ella, incluiría este artículo y con él, el regreso a más de un punto de partida: su primer matrimonio, del que nacería su única hija, tuvo lugar en Miami.
No sé cuál es la mejor canción cubana del siglo XX, pero si un grupo de músicos acreditados escogiera “Tabaco verde” no me sorprendería. Este monumento de canción --música de Grenet y letra de Teófilo Radillo-- es un despliegue de inspiración y destreza donde lo criollo, veteado de voluptuosidad, se volatiliza:
La vega se pierde en sus gasas de nieblas azules.
El cielo brillante su lumbre consume.
La linda veguera es fruta en pulpa y en zumo,
y eleva el tabaco su aroma en mil espirales de humo.
Escuchar la primera de estas frases, rica en semitonos, es oír al paisaje tratar de abrirse paso a través de la neblina, buscar atajos, ávido de luz. Escuchar la última, modelo de adecuación de la línea melódica a la palabra o viceversa, es oír al humo elevarse voluta tras voluta, nota tras nota, como si éste fuera la frase misma o la frase se desvaneciera en él a medida que se hace más aguda, que trepa el espacio.
No soy músico, y por consecuencia no me gusta escribir como si lo fuera: todo, menos impostor. Pero tampoco he vivido al margen del quehacer musical y tengo quien me instruya cuando una obra me enfrenta a un misterio y éste, lejos de disuadirme de hurgar en él, me incita a hacerlo. Las palabras de Radillo descansan sobre una escala musical ascendente, y esa escala cromática es la responsable de que el aroma de la planta, desdoblado en humo, dé la impresión de elevarse como un surtidor intangible. El artificio reaparece más de una vez a lo largo de la composición y sirve para que ésta, al final, alcance su cenit, se desdoble en una imagen voluptuosa de la veguera a quien los autores agasajan, y en una, espléndida, de Cuba:
La escala musical de Grenet es la escala de Jacob; la veguera, la durmiente que sueña con ella; las volutas de humo, los ángeles que bajan y suben por los peldaños que unen la tierra y el cielo, y la canción, una marquilla cigarrera que además de deleitar la vista, deleita el oído. La naturaleza cubana se desarraiga y levita. “Tabaco verde”, no: “La isla en peso”.
Los padres de los hermanos Grenet llamaron a sus hijos Eliseo, Emilio y Ernesto. Los tres fueron músicos. Los tres se interesaron en el tema negro. Emilio, como Eliseo, musicalizó textos de Nicolás Guillén, fue autor de un ensayo sobre música cubana y editor de una antología de canciones igualmente valiosa. Ernesto compuso la canción de cuna más bella de la isla: “Drume, negrita”. Los tres han llegado a ser uno solo a medida que las compañías disqueras escamotean méritos a los creadores y ahorran tinta reduciendo los nombres propios a su inicial: E. Grenet. Nunca, entre nosotros, una vocal significó tanto. La música cubana no tiene familia más unida.
Antes de ser “El Charro Cantor” y mucho antes de que alcanzara la jerarquía de “Charro Inmortal”; entre el colegio militar y “¡Ay Jalisco, no te rajes!”; entre su primer viaje a Nueva York y su matrimonio con María Félix, Jorge Negrete (1911-1953) fue un lucumí traído a Cuba como esclavo; su residencia, una plantación de caña, y su mujer, una esclava de la que sólo perdura el nombre: Pancha. No lo digo yo, lo dice él mismo en una escena de “Juntos pero no revueltos”, película filmada en 1938 donde se le ve pintado de negro entonar “Lamento esclavo”, insinuar unos pasos de baile e invitar a Pancha, su pareja invisible, a celebrar la probable emancipación de su raza.
La amistad de Grenet y Negrete fue grande. Quien repara en la ortografía de sus apellidos advierte que estaban destinados a simpatizar: esos apellidos jugaban desde antes de que ellos nacieran. Uno es anagrama del otro. El debut de Negrete en el cine se produce en un cortometraje de Warner Brothers titulado “Cuban Nights”. Grenet, ya consagrado y avencidado en Nueva York, apadrina al joven a quien el éxito elude y quien trabaja como mesero en “El Yumurí”, centro nocturno y restaurante donde el compositor toca el piano y dirige la orquesta. El destino cubano de Negrete, que visitaría la isla en más de una ocasión y gozaría de enorme popularidad en ella, incluiría este artículo y con él, el regreso a más de un punto de partida: su primer matrimonio, del que nacería su única hija, tuvo lugar en Miami.
No sé cuál es la mejor canción cubana del siglo XX, pero si un grupo de músicos acreditados escogiera “Tabaco verde” no me sorprendería. Este monumento de canción --música de Grenet y letra de Teófilo Radillo-- es un despliegue de inspiración y destreza donde lo criollo, veteado de voluptuosidad, se volatiliza:
La vega se pierde en sus gasas de nieblas azules.
El cielo brillante su lumbre consume.
La linda veguera es fruta en pulpa y en zumo,
y eleva el tabaco su aroma en mil espirales de humo.
No soy músico, y por consecuencia no me gusta escribir como si lo fuera: todo, menos impostor. Pero tampoco he vivido al margen del quehacer musical y tengo quien me instruya cuando una obra me enfrenta a un misterio y éste, lejos de disuadirme de hurgar en él, me incita a hacerlo. Las palabras de Radillo descansan sobre una escala musical ascendente, y esa escala cromática es la responsable de que el aroma de la planta, desdoblado en humo, dé la impresión de elevarse como un surtidor intangible. El artificio reaparece más de una vez a lo largo de la composición y sirve para que ésta, al final, alcance su cenit, se desdoble en una imagen voluptuosa de la veguera a quien los autores agasajan, y en una, espléndida, de Cuba:
Y tú serás como el tabaco verde en flor,
un sopor de vida
en la tierra encendida
y amada de Dios.
un sopor de vida
en la tierra encendida
y amada de Dios.
La escala musical de Grenet es la escala de Jacob; la veguera, la durmiente que sueña con ella; las volutas de humo, los ángeles que bajan y suben por los peldaños que unen la tierra y el cielo, y la canción, una marquilla cigarrera que además de deleitar la vista, deleita el oído. La naturaleza cubana se desarraiga y levita. “Tabaco verde”, no: “La isla en peso”.
Los padres de los hermanos Grenet llamaron a sus hijos Eliseo, Emilio y Ernesto. Los tres fueron músicos. Los tres se interesaron en el tema negro. Emilio, como Eliseo, musicalizó textos de Nicolás Guillén, fue autor de un ensayo sobre música cubana y editor de una antología de canciones igualmente valiosa. Ernesto compuso la canción de cuna más bella de la isla: “Drume, negrita”. Los tres han llegado a ser uno solo a medida que las compañías disqueras escamotean méritos a los creadores y ahorran tinta reduciendo los nombres propios a su inicial: E. Grenet. Nunca, entre nosotros, una vocal significó tanto. La música cubana no tiene familia más unida.