El autor hojea un libro de autógrafos y ve reflejados en él una época y un país. Disfrute la galería de imágenes.
Entre las costumbres de las jóvenes de ayer que se desvanecieron con ellas, como temerosas de caer en manos enemigas, estuvo la de coleccionar autógrafos. Un pequeño libro de páginas en blanco, humilde o bellamente encuadernado, las acompañaba a todas partes para que seres queridos, compañeros de estudio, pretendientes y, sobre todo, personajes de renombre --artistas, deportistas, músicos, escritores-- estamparan en él su firma y, si eran generosos, un comentario halagador que permitiera a la joven presumir de haber llamado la atención del firmante de manera particular. La costumbre se remontaba al siglo XV y había conocido épocas de verdadero esplendor.
No puedo evocar los rostros de algunas ancianas a quienes mi juventud y mi curiosidad por el pasado de Cuba animaron a mostrarme sus libros de autógrafos, libros que las acompañaron al destierro, sin pensar en una estrofa de Jorge Manrique:
Antes de que todos lo supiéramos todo, y en fecha no tan remota como pudiera suponerse, hubo quienes dudaron que Federico García Lorca visitara Santiago de Cuba en la primavera de 1930. Medio siglo después, un sobrino suyo, Manuel Fernández-Montesinos García, escribió a Eugenio Florit, a quien sabía gran amigo de su familia, pidiéndole asesoría. El poeta cubano, que conoció a García Lorca en La Habana, le envió una prueba irrefutable de aquella visita a Santiago: una copia fotostática de una página del libro de autógrafos de su cuñada, Concepción Chaves Figueredo (1910-1993), joven santiaguera que había acudido a escuchar al poeta español en la ciudad donde creció y que sólo años después conocería a Ricardo, hermano menor de Eugenio.
Imposible precisar si fue aquella gestión la que me permitió asomarme, por primera vez, al libro de autógrafos de Conchita, como le llamaban parientes y amigos. Sí sé que la felicidad que le produjo mostrármelo e ir recordando anécdotas a medida que lo hojeaba era contagiosa. El esposo, el cuñado y la hija se sumaban a la remembranza y de una sola página autografiada surgía una novela a la que yo, fantasioso, imaginaba nuevos capítulos. Eugenio podría tener una gran biblioteca, Ricardo una gran memoria, todos, una buena colección de discos fonográficos: Conchita tenía su libro de autógrafos, y ese libro era las tres cosas a un tiempo, porque allí coincidían desde algunos de los principales artistas, escritores, creadores, intelectuales y hombres públicos cubanos de la primera mitad del siglo XX, hasta algunas de las grandes figuras de la música clásica y la ópera internacional que visitaron Cuba durante esos años.
A la muerte de todos, el libro pasó a manos de Georgina y Lourdes Mestre, sobrinas de Conchita, a cuya amabilidad debo el gusto de haber vuelto a hojearlo y haber podido escanear algunas de sus páginas, convencido de que algo tan engañosamente frívolo y extemporáneo a las prioridades de moda no sólo podía ofrecer un retrato de su dueña sino de quienes estamparon sus firmas y comentarios en él, y de la época y el país que todos conocieron.
Concepción Chaves Figueredo, nieta de Fernando Figueredo, patriota íntegro, e hija de Tomasa Figueredo, la niña a quien José Martí escribió versos, fue quien su libro de autógrafos retrata: una joven amante de la literatura y la música, al tanto de quién era quién en Cuba, de la alta jerarquía de muchos de los extranjeros que la visitaban, y ansiosa, como tantas jóvenes de entonces, de conservar un recuerdo personal de algunos de ellos, aunque ese recuerdo se redujera a una firma trazada al final de un concierto o una charla.
Federico García Lorca, Enrique José Varona, Orestes Ferrara, José María Chacón y Calvo, Emilio Ballagas y otros de los muchos que defienden este libro de autógrafos, fueron lo que revelan sus anotaciones y hasta su caligrafía. En las palabras de Varona está todo Varona; en los rasgos de la rúbrica de Conrado Massaguer, Massaguer; en la atención a los sentidos y el acto final de Ballagas cerrar los ojos, mucho Ballagas.
La nómina de figuras de la música internacional que visitaron La Habana y Santiago no sólo refleja la educación de la dueña del libro sino la de muchos contemporáneos suyos y la de algunos sectores de la propia Cuba republicana, donde habría mucho que condenar pero no poco que admirar y oponer a la ordinariez que hoy se esgrime como insignia nacional. Los cínicos de siempre deberán averiguar, si no lo saben --aunque los cínicos lo saben todo--, quiénes fueron María Barrientos, Tito Schipa, Claudio Arrau, Conchita Supervía, Jussi Bjöerling, Victoria de los Ángeles, Nikolai Orloff, Grace Moore y, entre otros cubanos, Jorge Bolet. Todos imprimen a este documento un carácter de reliquia y lo convierten en testimonio de una forma de ser y un tiempo abolidos.
¿Qué se hicieron las damas?
Pasean por este libro de autógrafos del brazo de sus caballeros.
No puedo evocar los rostros de algunas ancianas a quienes mi juventud y mi curiosidad por el pasado de Cuba animaron a mostrarme sus libros de autógrafos, libros que las acompañaron al destierro, sin pensar en una estrofa de Jorge Manrique:
¿Qué se hicieron las damas,
sus tocados, sus vestidos,
sus olores?
¿Qué se hicieron las llamas
de los fuegos encendidos
de amadores?
¿Qué se hizo aquel trovar,
las músicas acordadas
que tañían?
¿Qué se hizo aquel danzar,
aquellas ropas chapadas
que traían?
Alguien ha señalado que leer esta estrofa es sentir el vértigo del tiempo que huye, ver al tiempo girar sobre sí mismo como el agua en la boca de un tragante del tamaño de un agujero negro. La vista, el olfato, el oído, echan de menos un mundo que, por virtud del lenguaje, reaparece, y por limitaciones de éste, se esfuma. Las ancianas cuyos rostros evoco hojeaban sus libros de autógrafos como si los tiempos verbales de esos versos de Manrique se trastocaran, el pasado se hiciera tan presente que no hubiera necesidad de preguntar por él y, delante de nosotros, de ellas y de mí, que las escuchaba absorto, lo mejor de sus vidas resplandeciera intacto.sus tocados, sus vestidos,
sus olores?
¿Qué se hicieron las llamas
de los fuegos encendidos
de amadores?
¿Qué se hizo aquel trovar,
las músicas acordadas
que tañían?
¿Qué se hizo aquel danzar,
aquellas ropas chapadas
que traían?
A la muerte de todos, el libro pasó a manos de Georgina y Lourdes Mestre, sobrinas de Conchita, a cuya amabilidad debo el gusto de haber vuelto a hojearlo y haber podido escanear algunas de sus páginas, convencido de que algo tan engañosamente frívolo y extemporáneo a las prioridades de moda no sólo podía ofrecer un retrato de su dueña sino de quienes estamparon sus firmas y comentarios en él, y de la época y el país que todos conocieron.
La nómina de figuras de la música internacional que visitaron La Habana y Santiago no sólo refleja la educación de la dueña del libro sino la de muchos contemporáneos suyos y la de algunos sectores de la propia Cuba republicana, donde habría mucho que condenar pero no poco que admirar y oponer a la ordinariez que hoy se esgrime como insignia nacional. Los cínicos de siempre deberán averiguar, si no lo saben --aunque los cínicos lo saben todo--, quiénes fueron María Barrientos, Tito Schipa, Claudio Arrau, Conchita Supervía, Jussi Bjöerling, Victoria de los Ángeles, Nikolai Orloff, Grace Moore y, entre otros cubanos, Jorge Bolet. Todos imprimen a este documento un carácter de reliquia y lo convierten en testimonio de una forma de ser y un tiempo abolidos.
¿Qué se hicieron las damas?
Pasean por este libro de autógrafos del brazo de sus caballeros.