¿Por qué “El Dictador” es una de esas raras películas que en estos tiempos todos deberían intentar ver?
Mi primera razón no es, según podría pensarse, porque urge ver algo de inteligencia, de elaboración temática, en días en que hombres arañas, héroes de cómics y Abraham Lincoln convertido en vampiro, pululan a sus anchas y relegan al cine de pensamiento a un plano subterráneo.
Esa es una buena razón. Pero no es mi primera.
La mía es esta: “El Dictador” es uno de esos raros productos comerciales que no se empeñan en serlo, y que a fuerza de irreverencia e incontinencia sarcástica se convierten en un paradigmas de algo como: “Hey, miren, también esto puede decirse, también de esto uno puede mofarse, y será exhibido en los cines del mundo”.
Sacha Baron Cohen, el ilimitado judío británico que escandalizó a millones con sus híbridos Borat (2006) y Bruno (2009) a medio camino entre el documental y la ficción, abandona esta vez todo intento realista y echa mano del guión imaginario. En su más estricto sentido.
Sacha Baron Cohen es, esta vez, el dictador Aladeen. El amo y señor de la ficticia República de Wadiya. Y su único propósito en su vida mortal (su verdadero propósito luego de fornicar como un poseso y ordenar ejecuciones a diestra y siniestra) es arriesgar su vida para evitar que la democracia regrese al pueblo que tan amorosamente oprime.
Así reza el cartel promocional de “El Dictador”. Así discurre el hilo argumental de esta pequeña joya del sarcasmo y la burla descarnada.
“El Dictador” es, desde su dedicatoria, un templo a lo “políticamente incorrecto”. Está tiernamente dedicada al tirano Kim Jong Il, muerto hace apenas meses. El mismo Kim Jong Il cuyas cenizas supuestamente cargaba Sacha Baron Cohen durante la última gala de los Oscars: la misma gala a la que se le pidió-exigió no fuera vestido como su personaje dictatorial. Cosa que, ya sabemos, incumplió olímpicamente.
Mientras el propio Aladeen explica sus inspiraciones ancestrales, sus influencias en el duro ejercicio de ser un dictador, saltan chispas volátiles: el tirano de Wadiya se confiesa un continuador de la obra de Gengis Khan, Kim Jong Il, Saddam Hussein, Muamar Gaddafi… y Dick Cheney.
Sacha Baron se extrema en sus jugueteos ácidos con todo lo intocable. El iconoclasta que en filmes anteriores se había burlado de lo imburlable (judíos, negros, mujeres, minusválidos) arremete esta vez contra los pocos templos que aún quedaban a su alcance.
Uno de ellos: la dolorosa memoria del 11 de septiembre.
El dictador Aladeen junto a un secuaz habla en supuesto árabe frente a una pareja de estadounidenses. La conversación que no entienden los occidentales no sería alarmante si la frase “nine eleven” (9/11) no fuera lo único que se les entendiera a aquellos tipos con barbas y turbantes. Y si no fueran los cuatro en un helicóptero. El dictador Aladeen le hablaba en árabe a su ayudante de su Porsche 9/11, le ejemplificaba cómo manejarlo… pero solo pronunciaba “nine eleven” en perfecto inglés.
El efecto, para la sufrida (y conservadora) sociedad estadounidense, es letal. Un mar de espectadores tiene que reírse de un chiste que toca la herida.
En un parlamento de dos minutos el dictador Aladeen resume la intención desacralizadora y mordaz del guionista-director-actor Sacha Baron Cohen: burlarse, también, del bien más preciado, del trofeo que mejor exhiben los Estados Unidos en su vitrina de gran nación: su democracia.
En un discurso donde explica qué podría lograr Estados Unidos si aceptara el modelo dictatorial que él ha aplicado a la República de Wadiya, Aladeen afirma que podrían ponerse a los medios de comunicación en función de las políticas belicistas del gobierno, sin que nadie lo notara; explica que podrían invadirse países a contrapelo de lo que dijeran las organizaciones mundiales; explica que podrían torturarse a enemigos en cárceles secretas, violar derechos civiles en nombre del bien común; explica que podrían declararse guerras debido al peligro de armas químicas que luego jamás se encontrarían… Y entonces el espectador deja de sonreír, o lo hace con una sonrisa vagamente amarga en el rostro. El impasible Sacha Baron habrá logrado salirse con la suya otra vez.
Sin embargo, mi otra gran razón para afirmar que “El Dictador” es de esas raras avis que uno no debe perderse, es la hermosa y paradigmática contradicción que encierra ella misma por definición.
Es el simbolismo que implica una película arrolladora, inaceptable e irrespetuosa para muchos, por momentos grotesca en su cinismo argumental, y que con todos esos ingredientes es exhibida por los cuatro costados del mismo país cuya democracia desmiente.
Sacha Baron Cohen lo sabe. Y juguetea con ello.
Sabe que ninguna otra sociedad le permitiría a su película vivir. La comunidad musulmana ya le declaró la guerra a muerte: “El estereotipo de dictador islámico, asesino de barba y Corán, es extremadamente ofensivo para nuestra cultura y nuestra religión”. China ya la prohibió. (En “El Dictador”, el presidente del gigante asiático es un empedernido adicto al sexo oral masculino: paga a las celebridades de Hollywood por practicarles una succión en el baño para hombres).
En Estados Unidos, donde saca la lengua a las “buenas costumbres”, al respeto a las minorías, a la Historia pasada y reciente, es un fenómeno de taquilla, es comentada en las grandes cadenas, es promocionada en gigantografías.
Sí, creo que todos deberíamos pasar por “El Dictador” como ante una prueba de cuánto puede resistirse, cuánto sostenemos nuestra imagen ante el espejo, con sus arrugas e imperfecciones.
La demoledora comedia de Sacha Baron Cohen es un perfecto termómetro para medir el grado de tolerancia de las sociedades, las culturas, las religiones. Y hasta el momento, con la algarabía frenética de unos, el desagrado tolerante de otros, y las carcajadas aprobatorias de otros, este solapado experimento va dando perfecto resultado.
Esa es una buena razón. Pero no es mi primera.
La mía es esta: “El Dictador” es uno de esos raros productos comerciales que no se empeñan en serlo, y que a fuerza de irreverencia e incontinencia sarcástica se convierten en un paradigmas de algo como: “Hey, miren, también esto puede decirse, también de esto uno puede mofarse, y será exhibido en los cines del mundo”.
Sacha Baron Cohen, el ilimitado judío británico que escandalizó a millones con sus híbridos Borat (2006) y Bruno (2009) a medio camino entre el documental y la ficción, abandona esta vez todo intento realista y echa mano del guión imaginario. En su más estricto sentido.
Sacha Baron Cohen es, esta vez, el dictador Aladeen. El amo y señor de la ficticia República de Wadiya. Y su único propósito en su vida mortal (su verdadero propósito luego de fornicar como un poseso y ordenar ejecuciones a diestra y siniestra) es arriesgar su vida para evitar que la democracia regrese al pueblo que tan amorosamente oprime.
Así reza el cartel promocional de “El Dictador”. Así discurre el hilo argumental de esta pequeña joya del sarcasmo y la burla descarnada.
“El Dictador” es, desde su dedicatoria, un templo a lo “políticamente incorrecto”. Está tiernamente dedicada al tirano Kim Jong Il, muerto hace apenas meses. El mismo Kim Jong Il cuyas cenizas supuestamente cargaba Sacha Baron Cohen durante la última gala de los Oscars: la misma gala a la que se le pidió-exigió no fuera vestido como su personaje dictatorial. Cosa que, ya sabemos, incumplió olímpicamente.
Mientras el propio Aladeen explica sus inspiraciones ancestrales, sus influencias en el duro ejercicio de ser un dictador, saltan chispas volátiles: el tirano de Wadiya se confiesa un continuador de la obra de Gengis Khan, Kim Jong Il, Saddam Hussein, Muamar Gaddafi… y Dick Cheney.
Sacha Baron se extrema en sus jugueteos ácidos con todo lo intocable. El iconoclasta que en filmes anteriores se había burlado de lo imburlable (judíos, negros, mujeres, minusválidos) arremete esta vez contra los pocos templos que aún quedaban a su alcance.
Uno de ellos: la dolorosa memoria del 11 de septiembre.
El dictador Aladeen junto a un secuaz habla en supuesto árabe frente a una pareja de estadounidenses. La conversación que no entienden los occidentales no sería alarmante si la frase “nine eleven” (9/11) no fuera lo único que se les entendiera a aquellos tipos con barbas y turbantes. Y si no fueran los cuatro en un helicóptero. El dictador Aladeen le hablaba en árabe a su ayudante de su Porsche 9/11, le ejemplificaba cómo manejarlo… pero solo pronunciaba “nine eleven” en perfecto inglés.
El efecto, para la sufrida (y conservadora) sociedad estadounidense, es letal. Un mar de espectadores tiene que reírse de un chiste que toca la herida.
En un parlamento de dos minutos el dictador Aladeen resume la intención desacralizadora y mordaz del guionista-director-actor Sacha Baron Cohen: burlarse, también, del bien más preciado, del trofeo que mejor exhiben los Estados Unidos en su vitrina de gran nación: su democracia.
En un discurso donde explica qué podría lograr Estados Unidos si aceptara el modelo dictatorial que él ha aplicado a la República de Wadiya, Aladeen afirma que podrían ponerse a los medios de comunicación en función de las políticas belicistas del gobierno, sin que nadie lo notara; explica que podrían invadirse países a contrapelo de lo que dijeran las organizaciones mundiales; explica que podrían torturarse a enemigos en cárceles secretas, violar derechos civiles en nombre del bien común; explica que podrían declararse guerras debido al peligro de armas químicas que luego jamás se encontrarían… Y entonces el espectador deja de sonreír, o lo hace con una sonrisa vagamente amarga en el rostro. El impasible Sacha Baron habrá logrado salirse con la suya otra vez.
Sin embargo, mi otra gran razón para afirmar que “El Dictador” es de esas raras avis que uno no debe perderse, es la hermosa y paradigmática contradicción que encierra ella misma por definición.
Es el simbolismo que implica una película arrolladora, inaceptable e irrespetuosa para muchos, por momentos grotesca en su cinismo argumental, y que con todos esos ingredientes es exhibida por los cuatro costados del mismo país cuya democracia desmiente.
Sacha Baron Cohen lo sabe. Y juguetea con ello.
Sabe que ninguna otra sociedad le permitiría a su película vivir. La comunidad musulmana ya le declaró la guerra a muerte: “El estereotipo de dictador islámico, asesino de barba y Corán, es extremadamente ofensivo para nuestra cultura y nuestra religión”. China ya la prohibió. (En “El Dictador”, el presidente del gigante asiático es un empedernido adicto al sexo oral masculino: paga a las celebridades de Hollywood por practicarles una succión en el baño para hombres).
En Estados Unidos, donde saca la lengua a las “buenas costumbres”, al respeto a las minorías, a la Historia pasada y reciente, es un fenómeno de taquilla, es comentada en las grandes cadenas, es promocionada en gigantografías.
Sí, creo que todos deberíamos pasar por “El Dictador” como ante una prueba de cuánto puede resistirse, cuánto sostenemos nuestra imagen ante el espejo, con sus arrugas e imperfecciones.
La demoledora comedia de Sacha Baron Cohen es un perfecto termómetro para medir el grado de tolerancia de las sociedades, las culturas, las religiones. Y hasta el momento, con la algarabía frenética de unos, el desagrado tolerante de otros, y las carcajadas aprobatorias de otros, este solapado experimento va dando perfecto resultado.