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Ratones de biblioteca


¡Ratones, desistan, que todo lo blanco no es harina!
¡Ratones, desistan, que todo lo blanco no es harina!

El autor denuncia los trastornos que ocasionaría la afición exagerada al papel de piedra*

La hegemonía del papel de piedra puede significar la desaparición de otros tipos de papel, y con su desaparición, la de una era que tuvo por ideales la diversidad y aun en medio de reiteradas demostraciones de barbarie, la delicadeza.

Una bolsa de mercado de papel de piedra no tendría sentido: pesaría tanto vacía que obligaría a las personas a racionar sus compras y volver incesantemente al establecimiento, causando bajas constantes en las cuadrillas de carritos entrenados para auxiliar en el traslado de la mercancía. Ni los vehículos de motor resistirían tanto peso y, más que circular por la ciudad, se arrastrarían provocando broncas entre los conductores impacientes y los que, aun compartiendo la premura, no se encontrarían con derecho a exigir mayor velocidad a sus transportes exhaustos.

Los camiones destinados a llevarse las bolsas de basura de papel de piedra requerirían ser dotados de una gran muela automática, a manera de grúa, capaz de recogerlas, levantarlas y arrojarlas dentro de cada camión, dando un tiro de gracia al más admirable de los oficios, el de basurero, emisario perpetuo entre la vida y la muerte, enterrador de todos y de todo, responsable por antonomasia de abonar el futuro, único ciudadano convencido de que la inmundicia tiene un porvenir.

Una Bolsa de Valores de papel de piedra daría al traste con la economía nacional: imposible un alza.

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Los trastornos provocados por la supremacía del papel de piedra abarcarían el teatro, donde los actores no sabrían qué hacer con sus propios papeles y todos, para ser más fieles a ellos, adoptarían un comportamiento rígido, incorporando modales y formas de andar sólo naturales a don Gonzalo de Ulloa, el convidado de piedra, y a los héroes de mármol que José Martí vio saltar de sus pedestales.

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El número de náufragos desaparecidos se dispararía ante la incapacidad de muchos de ellos para introducir un mensaje escrito en papel de piedra dentro de una botella y ante la dificultad de la propia botella para abrirse paso a través del agua con una piedra dentro.

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El ratón de biblioteca no sólo roe el papel sino lo huele, pero con tal fruición que arranca, al aspirar, partículas de sus bordes, dotándolos de una irregularidad tan sugerente como la de la cresta de la ola de Hokusai; partículas que, además de obligarle a cerrar los ojos, suelen quedársele prendidas al bigote, documentar el éxtasis y convertirle en el hazmerreír de sus iguales.

El ratón de biblioteca inhala un serrín de cultura que sólo él sabe aprovechar: tan hondo lo inhala que la sabiduría volcada en los libros acaba por incorporarse a su código genético, de ahí que resulte tan arduo atraparle. Pero ante un libro de papel de piedra no discerniría qué hacer sino aguardar a que éste exhalara su efluvio imposible, y aguardando, lo sorprendería un gato más peligroso que el negro: el gato de la melancolía, capaz de petrificar, como la cabeza de Medusa, el ánimo más vigoroso y llevar a la muerte por desmoronamiento.

Por más que el ratón de biblioteca resuelle, extendiendo y dilatando el hocico hasta mojar el filo de las páginas de papel de piedra, tensando los pelos del mostacho y luciendo amenazadoramente sus cuatro incisivos, nada trascenderá del objeto inodoro y la criatura ilustrada sufrirá un proceso de involución que la devolverá a la más absoluta ignorancia, a un estado de imbecilidad mayor que el que sufren algunos hombres.

Ni Santa Gertrudis de Nivelles (entre cuyos milagros se admira el haber convencido a sus contemporáneos de que la furia contra los ratones debía limitarse a espantarlos de los hogares, nunca a matarlos), ni San Martín de Porres (capaz de conseguir que un ratón, un gato y un perro comieran juntos), sabrían qué hacer para consolar al ratón biobliómano. El libro de papel de piedra permanecería sordo a toda mediación sobrenatural, y la posibilidad de hallar en él un nutriente capaz de contribuir al ascenso en la escala evolutiva, un medio de escapar de las infinitas cuevas que aún habitamos, tanto roedores como seres humanos, se desvanecería.

El grito de alerta dado por el viejo ratón de la fábula, que vio a un felino enharinarse para atraer y cazar a los ratones más aficionados a hurgar en los sacos de trigo molido que espolvoreaban un rincón de una panadería, volverá a escucharse apenas los volúmenes de papel de piedra desplacen al libro tradicional y colmen los estantes de las bibliotecas que una vez prestigió el único papel digestible: ¡Ratones, desistan, que todo lo blanco no es harina!

*El papel de piedra, también llamado papel mineral, es un nuevo tipo de papel compuesto de un 80% de Carbonato Cálcico y un 20% de Polietileno. La producción de este papel, creado por la empresa Lung Meng Technology en Taiwán y patentado en numerosos países, empezó en los años 90 del siglo XX. Es 100% resistente al agua y al aceite y más resistente a la rotura que el papel de pulpa. (”Wikipedia”)

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    Orlando González Esteva

    Nació en Palma Soriano, Cuba. Reside en Estados Unidos desde 1965. Sus poemas, que al decir del escritor Octavio Paz hacen “estallar en pleno vuelo a todas las metáforas”, aparecen publicados en Mañas de la poesía, El pájaro tras la flecha, Escrito para borrar, Fosa común, La noche y los suyos y Casa de todos. Es también autor de los siguientes ensayos de imaginación: Elogio del garabato, Cuerpos en bandeja, Mi vida con los delfines, Amigo enigma, Los ojos de Adán y Animal que escribe. El arca de José Martí. González Esteva ha ofrecido lecturas de versos, charlas y talleres en Estados Unidos, España, Japón, Francia, México y Brasil, y ha desarrollado una intensa labor cultural en los medios literarios, artísticos y radiofónicos de Miami.

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