Ya vimos en la tele el Air Force One del presidente norteamericano aterrizando en Buenos Aires. De un solo “pantallazo” comprendimos que la vida sigue y que la responsabilidad de Barack Obama va mucho más allá de lo que los cubanos, tan acostumbrados a mirarnos el ombligo, quisiéramos.
El capítulo de su histórica visita a La Habana cerró con broche de oro, no porque Raúl Castro lo despidiera al pie del avión –uf, menos mal que Castro pudo amarrar sus demonios para ese momento-, sino porque Obama dejaba atrás intensas jornadas que vivimos todos con un nudo en la garganta, desde su discurso en el Gran Teatro de La Habana, pasando por el súper momento de la conferencia de prensa a dos bandas con Castro, hasta esa reunión con los disidentes en la que reconoció, mirándoles a los ojos, su valor.
Hay muchos ángulos por donde enfocar la visita. No nos detengamos en buscarlos, escudriñarlos, dibujarlos o desdibujarlos a nuestro gusto. Eso es perder el tiempo. Pensemos que el presidente francés y el Papa no hicieron las cosas que hizo Obama, y tampoco vamos a analizar por qué estos grandes mandatarios actuaron de tal manera. Ellos tendrán sus razones.
La paciencia de Obama, su lenguaje extraverbal –muy importante- y su interés por nuestra historia, gastronomía y sociedad son un regalo que no se debe desperdiciar. En el encuentro con los disidentes cubanos él mismo dijo que había dos caminos para cambiar nuestro país definitivamente, uno largo y otro corto. El segundo podría terminar en guerra civil y él no quería eso para nuestro pueblo, de manera que optó por el diálogo.
El propio hecho de que fuera recibido en La Habana con tanta frialdad –algo que Obama debió conocer de antemano- demuestra la arrogancia de un régimen que está enredado en las patas de los caballos, buscando oportunidades económicas y al mismo tiempo encerrado en sus trece. El plan de Obama va mucho más allá de una perreta, una descortesía o un desplante, como se quiera llamar a la dramaturgia de Castro. Su plan –quedó demostrado, y para esto hacía falta que pisara la isla- es desmontar la mascarada de un régimen obsoleto que, en todos estos años, ha sabido jugar al ajedrez perfectamente y ahora está acorralado.
No está acorralado por Obama. Está así por la realidad, por la propia vida y por el desarrollo tecnológico puesto en manos de la gente común. El régimen no contaba con eso y se le está yendo el control como agua entre los dedos.
Tan patético es decir que en Cuba no existen presos políticos –con una simple búsqueda en Google salen varias listas que ofrecen organizaciones serias-, como publicar en Granma, tras la visita de Obama, que éste “estaba parado en el mismo escenario desde el que habló en 1928 el último presidente norteamericano en visitar la Isla”.
No lo hizo Granma en alusión al Gran Teatro de La Habana, sino –y lo pone claramente- al espaldarazo que dado por Calvin Coolidge al general Machado. Hacer esa comparación a pocas horas de que el Air Force One despegara de La Habana es un golpe bajo. Aunque, ojo, también podría interpretarse al revés: comparando a Machado con Castro; o sea, de dictador a dictador.
Mientras el mundo aplaude la visita de Obama a Cuba y lo que sucedió en esas jornadas, Granma gasta papel en su retórica tratando de desmontar el discurso del mandatario estadounidense, diciendo que “nosotros no podemos olvidar la historia, nuestros muertos, el impacto del bloqueo durante tantos años”.
Veremos qué pasa. La puerta está abierta. La abrió definitivamente Obama con una paciencia proverbial, estrechando una mano que a lo mejor no quisiera estrechar pero al mismo tiempo reuniéndose con 13 disidentes que sí representan a la verdadera sociedad civil.