Apagan el celular y no queda nada, o casi nada, un poco de sonrisa atada al recuerdo de un traspiés, el vago rumor de un chisme y la no tan sutil insinuación de la piel. Pero de sustancia, de sedimento que eduque las neuronas, nada. Ese es el disfrute que prevalece en cierta adolescencia que desconoce, o aborrece, un invento tan lejano llamado libro.
Fuimos criados en la época en la que se respetaba el papel. Una época muerta o casi muerta donde la palabra no brillaba en un dispositivo, sino que se encaramaba sobre el banco de un parque, o en el viejo butacón del cuarto o la terraza. Y las historias nos hacían volar, y buscábamos la pipa del abuelo y espantados por el olor del tabaco ausente, nos poníamos el artefacto en los labios, porque así lucía el hijo de Conan Doyle, ese perfecto y deductivo detective llamado Sherlock Holmes. Entonces nuestro amiguito era Watson, porque Sherlock era el bueno más inteligente, y tenía que descubrir el misterio de “El Sabueso de los Baskerville”.
¡Y cuando nos dio por sumergirnos en El Nautilus! Esa cosa desconocida que nos regaló Julio Verne en “Veinte mil leguas de viaje submarino”, éramos lo mismo el capitán Nemo que el arponero Ned Land. Presos en ese invento fantástico recorrimos los cimientos, o los pies, del mundo. Porque cuando la imaginación vuela innecesaria se vuelve la explicación gráfica del argumento.
Quisimos ser piratas y no escogimos mejor nombre que Sandokan, “El tigre de la Malasia”. Ese italiano llamado Emilio Salgari nació en Verona, donde Julieta, la del balcón, la de Romeo, nos dejó además del peleador anticolonialista otra historia, la de un corsario cuyo color de nombre infundía miedo a sus rivales, “El Corsario Negro”; y jugábamos con restos de soga semipodridas y trozos de sábanas viejas por no tener velas de verdad, y las olas eran un cubo de agua fría sacada a escondidas de una cisterna. Y éramos felices, y estábamos seguros en cualquier patio jugando a una guerra de mentira que no queríamos de verdad.
Y mirábamos a nuestro perro, que era perro, pero que no era lobo, y lo convertíamos en “Colmillo Blanco”. Bebimos la novela de redención regalada por Jack London y quisimos que nuestro can nos arrastrara sobre una tabla con patines a falta de trineo. No había nieve ni nos importaba, metíamos el frío en una ecuación llamada juego y éramos felices.
Nos vestimos como el “Zorro”, sin el caballo Trueno, pero con espada de madera, también como “El Llanero Solitario”, con una media atada en el rostro que fuera del lugar nos impedía ver y respirar. Y si nos viene la muerte que sea en el Nilo, el gran regalo de Agatha Christie.
Para aquellos a los que la adolescencia les requiere haberse bebido a estos inmortales y no lo han hecho… ¡ellos se lo pierden!
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