Me lo dijo con un tono a medio camino entre la sorpresa y la decepción:
- No les importa nada, Ernesto. Qué equivocados estamos en el exilio.
Y yo asentí, porque sé demasiado bien de qué me hablaba. Para ella, una santiaguera que desde 1999 no pisaba su país natal, residente en Miami y vinculada a los medios de comunicación hispanos, se trataba de un descubrimiento sorprendente.
Para mí, con la memoria demasiado fresca, era apenas la descripción de un cadáver que conozco palmo a palmo: el cadáver de la libertad cubana, mirado desde la apatía nacional.
Mi interlocutora había regresado el día anterior de su Santiago hirviente y bullanguero. Allá se fue, más por urgencia familiar que por desafueros nostálgicos o turísticos: una madre con cáncer de pulmón.
Sus narraciones de un país derrotado por el ejército del hambre, de la ineptitud, de la improductividad, de la escasez y la insalubridad, pasaron a un segundo plano. Las resumió en dos oraciones apresuradas.
Su verdadero descubrimiento, el que –estoy seguro- habría de contarles a cien personas más después de mí, era otro:
- Ellos se acostumbraron a vivir sin libertad. Mientras acá sobredimensionamos el “apoyo popular” a los disidentes; mientras acá nos hacemos la idea de un pueblo en rebelión contra sus tiranos, gente al tanto de las protestas en las calles, de las Damas de Blanco, de opositores en Palma Soriano, nada de eso fue lo que encontré allá…
¿Qué encontró? Un panorama que me parecía estar reviviendo ante mí, imagen tras imagen: una muchedumbre sudorosa, con rostros despreocupados, que mueve las caderas al compás del reggaetón que suena en los altavoces. Cientos de jóvenes apiñándose en molotes apretados, no para defender a mujeres de las golpizas policiales, sino para comprar la cerveza maloliente que expende el Estado. Discusiones acaloradas, a voz en cuello, cientos de gritos, no pidiendo viajar libremente, no exigiendo libertad de expresión y asociación, sino debatiendo el último partido de béisbol entre Industriales y Santiago.
- Cuando les pregunté por los opositores de Palma Soriano que hemos visto decenas de veces en los medios de Miami, encontré casi siempre las mismas reacciones: indiferencia. Eso, en el mejor de los casos. En el caso intermedio: “Esos son cuatro comem... que viven recibiendo palos, total, no van a cambiar nada”. Y en el peor de los casos: “Esos lo único que están buscando es una Visa para irse del país”.
Y me resulta inevitable no recordar a los opositores honestos, consecuentes, dignos, que conocí en mi país. Gente que había pagado un precio descomunal por atreverse a no tener dos caras. Pero no pude dejar de pensar, también, en cierto dirigentito de un partido opositor juvenil de mi ciudad, que tras mi expulsión de los mass media quiso “contratarme” para que les impartiera clases de periodismo a los diez miembros de su grupo. ¿Cuál fue el atractivo que aquel “luchador por la libertad” encontró para tentarme ante su oferta?
- Nos das unas clasecitas, las que tú puedas, y yo te firmo enseguida la constancia de que eres un perseguido político y que has colaborado con la disidencia. Con eso y con tu propia historia, estás en la Yuma enseguida…
Todavía reviso en mi conciencia si fui demasiado hiriente en mi respuesta.
Pero de lo que no dudo es de una verdad como un templo: el entusiasmo romántico que se respira en ciertos círculos fuera de Cuba, ese feeling de epopeya constante, de un pueblo en pie de lucha contra sus opresores; esa perspectiva de sociedad que ha cerrado filas de una vez en busca de sus derechos, es una perspectiva hermosa, pero falsa.
Cuba tiene once millones de almas. Ivonne Malleza es una. José Daniel Ferrer es uno. La Comisión Cubana de Derechos Humanos y Reconciliación Nacional es Elizardo Sánchez. Los blogueros con verdadera actividad de enfrentamiento no pasan de diez. Yoani es una. Dagoberto es uno. Biscet es uno. Las valientes protagonistas de cacerolazos en Cuatro Caminos y protestas en el Parque de la Fraternidad nunca llegan a cinco, siempre rodeadas de cincuenta, cien observadores impasibles que no mueven un dedo para quitarles los esbirros de encima. Yo quisiera que fueran más. Que no fueran noventa Damas de Blanco diseminadas por todo el país, sino que fueran al menos noventa mil bien juntas. Yo quisiera que los nueve millones de cubanos que estamparon sus firmas en 2002 (firmas infectadas de miedo y apatía) para garantizarle el Socialismo a la Constitución de la República, se hubieran sumado más bien al Proyecto Varela que ese mismo año recogió once mil rúbricas verdaderas. Yo quisiera que algún día la multitud fuera a la inversa, y que los del círculo del medio, el puñado de acorralados, no fueran Laura Pollán y sus mujeres, sino los testaferros del sistema rodeados de cubanos valientes. Pero con mis deseos no basta.
Los cubanos nos volvimos larvas bajo las botas militares, y Kant lo advertía: “Quien voluntariamente se vuelve gusano, no debe protestar si deciden pisotearle”. Dos millones escapamos. Once millones permanecen dentro. La mitad de esos once quiere escapar también. De la otra mitad, la mayoría mira los toros desde la barrera, y aguarda por tiempos mejores. Subsiste. Una minoría demasiado minoría ni quiere escapar, ni se resigna a vivir sin libertad. Son casi tan pocos como la familia que se ha adueñado de toda la Isla, y que la dejará a la deriva solo cuando todos sus miembros hayan muerto ya.
Así de breve es la historia reciente de mi país. En un párrafo cruel se pueden meter toneladas de palabras, libros, frustraciones, anhelos, nostalgias.
Creo que va siendo hora de quitarnos las máscaras y mirarnos las arrugas al espejo: los Castro ganaron. Se van a morir en el poder. Lo cederán cuando les dé la gana, o cuando le dé la gana a la biología. Y los millones de cubanos (desmotivados pero presentes) en las plazas públicas cada Primero de Mayo; los cientos de centrohabaneros congregados ante un hogar desafecto para derrochar repudios, ofensas, golpes; y los que miraban con extrañeza a mi amiga, una santiaguera que pretendía encontrar a sus coterráneos en pie de guerra y los encontraba en pie de fiesta, son su innegable trofeo de sucios vencedores.