Estaba como diplomática en París, donde vivía con mi esposo y mi pequeño hijo de año y medio, cuando se me presentó un problema que debía resolver a la mayor brevedad. Para ello debía viajar a Praga, la capital de la entonces Checoslovaquia, a ver a las personas que me ayudarían en este empeño. Llevaba una carta de presentación para alojarme en la residencia que ocuparan los entonces embajadores de Cuba en ese país, a los que personalmente no conocía, pero con quienes mi esposo tenía una vieja amistad.
Tenía gran excitación con el viaje, pues iba a ser el primer país socialista que conociera, después del nuestro. Muchas fueron las advertencias que me hicieran “los compañeros de la seguridad” cubana en París, sobre las cosas a las que me podía enfrentar en esa capital. Por ejemplo, el cambio de dólares en bolsa negra y “otras tentaciones”.
Llegué el 20 de agosto de l968, a las doce del mediodía. Apenas descendí del avión de Air France, fui interceptada por algunos checos que me ofrecían cambiar dólares, pero como ya estaba “advertida”, les contestaba en checo: “no tengo”. Esa era la única frase que sabía repetir en ese idioma.
Un funcionario de la Cancillería y el chofer del embajador cubano, que me esperaban, me condujeron de inmediato a la residencia de éste, justamente ubicada en un barrio alto, que quedaba camino entre el aeropuerto y las viviendas de los soviéticos. Entregué la carta y me presenté ante el embajador, su esposa y su cuñada, que en esos días estaba en Praga. Me alojaron en una de las habitaciones de los altos de esa hermosa y antigua residencia: una amplia pieza con baño.
Esa misma tarde disfrutamos de una rica cena preparada por el cocinero checo, consistente, entre otros deliciosos platos, de una inolvidable ensalada de vegetales crudos, aderezados con aceite de oliva y abundante queso de cabra esparcido sobre éstos. Esta receta, según me informaron, era típica de este país. Mientras hacíamos la sobremesa, me advirtieron que no me inquietara si durante la noche oía ruido de hierros, que eso se debía a que por detrás de la casa había una línea férrea, y el tren pasaba varias veces durante la noche. Finalmente, aunque la conversación era muy agradable, estaba fatigada por el viaje y me excusé para retirarme a descansar, además de que los embajadores tenían un bebé de apenas unos meses de nacido, y no quise abusar de la hospitalidad brindada. Efectivamente, esa noche el tren estaba verdaderamente insoportable: toda la madrugada el constante ruido de hierros rozando las líneas, apenas me dejó dormir.
Muy temprano me metí en el antiguo baño todo blanco, para asearme y prepararme para acudir a la cita, que previamente tenía acordada desde París, a la que acudiría acompañada por la esposa del embajador, quien amablemente se había brindado para servirme de guía. Una vez lista, bajé las escaleras y me encontré con mi anfitriona. Sonriente le di los buenos días y le dije: “ya estoy lista, cuando quieras podemos salir”. En ese momento, aquella dulce mujer, con cierta crispación me responde: “¡No podemos, estamos ocupados!”. El tono en que me habló me resultó extraño, pero como la sabía recién parida le contesté: “no importa, yo espero a que se desocupen, no es molestia alguna”. Ella, aún más airada, casi me gritó: “¡Es que estamos ocupados por las tropas del Pacto de Varsovia!”
Fue entonces que observé la casa llena de mujeres y niños, correteando éstos por los salones. Las mujeres nerviosas, apenas lograban controlarlos. Como quiera que la amplia escalera que conducía a los altos era de madera, ésta, al estar invadida por el sube y baja de los pequeños, producía un ruido atronador: parecía que los tanques soviéticos estaban verdaderamente dentro de la casa.
El cocinero y la empleada de limpieza, de nacionalidad checa, por supuesto se marcharon hacia sus respectivos hogares. Surgió entonces el inconveniente de quién se haría cargo de cocinar para tantas personas: casi un centenar, entre niños y sus respectivas madres, a los que el embajador alojó en su residencia por cuestiones de seguridad. Los hombres se encontraban concentrados en grupos, ocupando los locales diplomáticos de la Embajada, Oficina Comercial y Prensa Latina respectivamente.
Como quiera que persona alguna se ofreciera para ocuparse de confeccionar los alimentos, a las personas que estábamos en la Residencia, yo levanté mi mano y me comprometí a hacerlo. Había algunos niños en edad de puré. Pronto se acabaron las reservas de alimentos de la familia, así como las peras y manzanas de los árboles del patio trasero, con las que hice compotas y mermeladas,
El gobierno checo había decretado toque de queda, por lo que solamente podíamos abandonar la casa, para buscar abastecimientos, con un salvoconducto, algunas personas, entre ellas, dos compañeros de la seguridad y yo, a fin de hacer las compras en los mercados destinados al servicio diplomático. Esto me permitió observar la ciudad: sobre la pátina gris que había ido dejando a su paso el socialismo, ahora se extendía la oscura sombra de una invasión, entristeciendo a la antigua y hermosa ciudad. El museo de la Plaza Wenceslao, mostraba ya en su fachada las cicatrices de los primeros encuentros con los invasores.
Praga amaneció con todos los letreros de los nombres y números de las calles tapados con pintura negra, así como las placas de bronce en las viviendas de los profesionales. Letreros negros de: “Hijos de Iván, váyanse a casa”, “Praga un segundo Vietnam”, flechas indicando la salida, que decían “Moscú a 1,849 kilómetros”, mostraban el enfado y el desacuerdo ciudadano por la ocupación del país. En los parques y plazas estaban emplazados los tanques y soldados, y colocadas en medio del césped grandes marmitas, donde se cocinaba el rancho para éstos. La ciudad mostraba su cara más triste.
Yo, que solamente necesitaba permanecer tres o cuatro días en ella, y por tanto llevaba muy pocas mudas de ropa, así como mis maquillajes y efectos personales de aseo, me vi casi obligada a utilizar éstos últimos, sobretodo la laca para el cabello, en una improvisada peluquería, que yo misma montaba en el salón de estar, en las tardes, para entretener a las mujeres y así tratar de evitar que los nervios estuvieran a flor de piel todo el día.
De más está decir la de fantasías que tuve, como esa de irme, “pidiendo botella” (auto stop) de tanque en tanque hasta llegar a la frontera y allí tomar un avión para Francia, donde había dejado con su papá a mi pequeño hijo, al que extrañaba un horror y del que nada sabía, por no poder mantener comunicación, a causa de la situación del país. Éstas estaban cortadas y los aeropuertos cerrados. El ambiente era incierto y estresante, amén de que todo se agravó con relación a nosotros, los cubanos, cuando Fidel desde La Habana, hizo declaraciones apoyando la ocupación. Hasta ese momento, cuando salíamos en el auto de la embajada, los checos nos daban facilidades. A partir de entonces, la cosa se puso fea y nos ponchaban las llantas de los vehículos donde los dejábamos aparcados, y arrojaban frutas y huevos podridos en las fachadas de los inmuebles, donde se sabía vivían o se alojaban cubanos.
Muchas vicisitudes tuve que pasar para cocinar para tantas personas, en una espaciosa pero antiquísima cocina, con apenas unas hornillas de gas y el resto de carbón. El par de compañeros que “me asignaron”, no sé si para que me cuidaran o yo cuidara de ellos, me ayudaban como pinches de cocina y siempre estaban detrás de mí, tratando de averiguar cómo me las arreglaba, en medio de aquel caos, para estar siempre maquillada y lista desde horas muy tempranas. Por aquel entonces estaba de moda en París, dibujarse las pestañas de la parte baja del ojo, con un fino delineador. Yo ya era experta en ello. Siempre trataban se sorprenderme, cada vez más temprano subían a buscarme, jamás se dieron el gusto de pillarme desprevenida. Esto se convirtió en una especie de juego, que servía para relajar un tanto las tensiones.Así fueron pasando los días, hasta que finalmente reabrieron los aeropuertos. A estas alturas, mis ropas estaban bastante ajadas, y se me habían terminado los maquillajes.
Recuerdo que camino a la terminal aérea, le pregunté al chofer si el sabía bastante checo, como para parar en una farmacia y comprarme laca para el cabello, a fin de no llegar a París en semejante talante. Muy dispuesto me dijo que si, y se bajó en una de las farmacias que nos quedaban en el camino. Regresó al auto con un largo tubo de metal gris, donde aparecía una cara de mujer con una abundante cabellera esparcida al viento. Me dijo con mucha seguridad, que esa era la mejor laca de toda Praga. Me peiné en el auto y me eché aquella cosa, e inmediatamente mi cabellera comenzó a impregnarse de un líquido aceitoso que olía a medicina. Era un tratamiento capilar. Mi enfado no tenía límites, al igual que su desmesurada risa. No importa, le dije, cuando lleguemos al aeropuerto, me compraré un pañuelo de cabeza para esconder este desastre.
Una vez en la terminal aérea pude observar que todas las tiendas estaban cerradas, por lo que abordé el avión en esas condiciones. Ya dentro de la nave, pude comprarme un pañuelo de seda que me costó carísimo, como todos los artículos que se ofertan en vuelo. En el diminuto baño de la aeronave logré cubrirme toda la cabeza con servilletas de papel, para no estropear aquel precioso pedazo de tela, firmado por Christian Dior.
Así descendí de la nave, en el aeropuerto de Orly, donde me esperaba mi esposo con mi hijo en brazos. Ya no me importaba mi imagen, la de ellos borró en un segundo la angustia experimentada por la separación y la incertidumbre vividas durante aquellos veintitrés días. Regresé habiendo pasado por una gran experiencia y con unas cuantas frases más aprendidas en ese idioma eslavo, que aquí no me atrevo a repetir.
Publicado el 19 de agosto del 2013 en el portal Por el Ojo de la Aguja.
Tenía gran excitación con el viaje, pues iba a ser el primer país socialista que conociera, después del nuestro. Muchas fueron las advertencias que me hicieran “los compañeros de la seguridad” cubana en París, sobre las cosas a las que me podía enfrentar en esa capital. Por ejemplo, el cambio de dólares en bolsa negra y “otras tentaciones”.
Llegué el 20 de agosto de l968, a las doce del mediodía. Apenas descendí del avión de Air France, fui interceptada por algunos checos que me ofrecían cambiar dólares, pero como ya estaba “advertida”, les contestaba en checo: “no tengo”. Esa era la única frase que sabía repetir en ese idioma.
Un funcionario de la Cancillería y el chofer del embajador cubano, que me esperaban, me condujeron de inmediato a la residencia de éste, justamente ubicada en un barrio alto, que quedaba camino entre el aeropuerto y las viviendas de los soviéticos. Entregué la carta y me presenté ante el embajador, su esposa y su cuñada, que en esos días estaba en Praga. Me alojaron en una de las habitaciones de los altos de esa hermosa y antigua residencia: una amplia pieza con baño.
Esa misma tarde disfrutamos de una rica cena preparada por el cocinero checo, consistente, entre otros deliciosos platos, de una inolvidable ensalada de vegetales crudos, aderezados con aceite de oliva y abundante queso de cabra esparcido sobre éstos. Esta receta, según me informaron, era típica de este país. Mientras hacíamos la sobremesa, me advirtieron que no me inquietara si durante la noche oía ruido de hierros, que eso se debía a que por detrás de la casa había una línea férrea, y el tren pasaba varias veces durante la noche. Finalmente, aunque la conversación era muy agradable, estaba fatigada por el viaje y me excusé para retirarme a descansar, además de que los embajadores tenían un bebé de apenas unos meses de nacido, y no quise abusar de la hospitalidad brindada. Efectivamente, esa noche el tren estaba verdaderamente insoportable: toda la madrugada el constante ruido de hierros rozando las líneas, apenas me dejó dormir.
Muy temprano me metí en el antiguo baño todo blanco, para asearme y prepararme para acudir a la cita, que previamente tenía acordada desde París, a la que acudiría acompañada por la esposa del embajador, quien amablemente se había brindado para servirme de guía. Una vez lista, bajé las escaleras y me encontré con mi anfitriona. Sonriente le di los buenos días y le dije: “ya estoy lista, cuando quieras podemos salir”. En ese momento, aquella dulce mujer, con cierta crispación me responde: “¡No podemos, estamos ocupados!”. El tono en que me habló me resultó extraño, pero como la sabía recién parida le contesté: “no importa, yo espero a que se desocupen, no es molestia alguna”. Ella, aún más airada, casi me gritó: “¡Es que estamos ocupados por las tropas del Pacto de Varsovia!”
Fue entonces que observé la casa llena de mujeres y niños, correteando éstos por los salones. Las mujeres nerviosas, apenas lograban controlarlos. Como quiera que la amplia escalera que conducía a los altos era de madera, ésta, al estar invadida por el sube y baja de los pequeños, producía un ruido atronador: parecía que los tanques soviéticos estaban verdaderamente dentro de la casa.
El cocinero y la empleada de limpieza, de nacionalidad checa, por supuesto se marcharon hacia sus respectivos hogares. Surgió entonces el inconveniente de quién se haría cargo de cocinar para tantas personas: casi un centenar, entre niños y sus respectivas madres, a los que el embajador alojó en su residencia por cuestiones de seguridad. Los hombres se encontraban concentrados en grupos, ocupando los locales diplomáticos de la Embajada, Oficina Comercial y Prensa Latina respectivamente.
Como quiera que persona alguna se ofreciera para ocuparse de confeccionar los alimentos, a las personas que estábamos en la Residencia, yo levanté mi mano y me comprometí a hacerlo. Había algunos niños en edad de puré. Pronto se acabaron las reservas de alimentos de la familia, así como las peras y manzanas de los árboles del patio trasero, con las que hice compotas y mermeladas,
El gobierno checo había decretado toque de queda, por lo que solamente podíamos abandonar la casa, para buscar abastecimientos, con un salvoconducto, algunas personas, entre ellas, dos compañeros de la seguridad y yo, a fin de hacer las compras en los mercados destinados al servicio diplomático. Esto me permitió observar la ciudad: sobre la pátina gris que había ido dejando a su paso el socialismo, ahora se extendía la oscura sombra de una invasión, entristeciendo a la antigua y hermosa ciudad. El museo de la Plaza Wenceslao, mostraba ya en su fachada las cicatrices de los primeros encuentros con los invasores.
Praga amaneció con todos los letreros de los nombres y números de las calles tapados con pintura negra, así como las placas de bronce en las viviendas de los profesionales. Letreros negros de: “Hijos de Iván, váyanse a casa”, “Praga un segundo Vietnam”, flechas indicando la salida, que decían “Moscú a 1,849 kilómetros”, mostraban el enfado y el desacuerdo ciudadano por la ocupación del país. En los parques y plazas estaban emplazados los tanques y soldados, y colocadas en medio del césped grandes marmitas, donde se cocinaba el rancho para éstos. La ciudad mostraba su cara más triste.
Yo, que solamente necesitaba permanecer tres o cuatro días en ella, y por tanto llevaba muy pocas mudas de ropa, así como mis maquillajes y efectos personales de aseo, me vi casi obligada a utilizar éstos últimos, sobretodo la laca para el cabello, en una improvisada peluquería, que yo misma montaba en el salón de estar, en las tardes, para entretener a las mujeres y así tratar de evitar que los nervios estuvieran a flor de piel todo el día.
De más está decir la de fantasías que tuve, como esa de irme, “pidiendo botella” (auto stop) de tanque en tanque hasta llegar a la frontera y allí tomar un avión para Francia, donde había dejado con su papá a mi pequeño hijo, al que extrañaba un horror y del que nada sabía, por no poder mantener comunicación, a causa de la situación del país. Éstas estaban cortadas y los aeropuertos cerrados. El ambiente era incierto y estresante, amén de que todo se agravó con relación a nosotros, los cubanos, cuando Fidel desde La Habana, hizo declaraciones apoyando la ocupación. Hasta ese momento, cuando salíamos en el auto de la embajada, los checos nos daban facilidades. A partir de entonces, la cosa se puso fea y nos ponchaban las llantas de los vehículos donde los dejábamos aparcados, y arrojaban frutas y huevos podridos en las fachadas de los inmuebles, donde se sabía vivían o se alojaban cubanos.
Muchas vicisitudes tuve que pasar para cocinar para tantas personas, en una espaciosa pero antiquísima cocina, con apenas unas hornillas de gas y el resto de carbón. El par de compañeros que “me asignaron”, no sé si para que me cuidaran o yo cuidara de ellos, me ayudaban como pinches de cocina y siempre estaban detrás de mí, tratando de averiguar cómo me las arreglaba, en medio de aquel caos, para estar siempre maquillada y lista desde horas muy tempranas. Por aquel entonces estaba de moda en París, dibujarse las pestañas de la parte baja del ojo, con un fino delineador. Yo ya era experta en ello. Siempre trataban se sorprenderme, cada vez más temprano subían a buscarme, jamás se dieron el gusto de pillarme desprevenida. Esto se convirtió en una especie de juego, que servía para relajar un tanto las tensiones.Así fueron pasando los días, hasta que finalmente reabrieron los aeropuertos. A estas alturas, mis ropas estaban bastante ajadas, y se me habían terminado los maquillajes.
Recuerdo que camino a la terminal aérea, le pregunté al chofer si el sabía bastante checo, como para parar en una farmacia y comprarme laca para el cabello, a fin de no llegar a París en semejante talante. Muy dispuesto me dijo que si, y se bajó en una de las farmacias que nos quedaban en el camino. Regresó al auto con un largo tubo de metal gris, donde aparecía una cara de mujer con una abundante cabellera esparcida al viento. Me dijo con mucha seguridad, que esa era la mejor laca de toda Praga. Me peiné en el auto y me eché aquella cosa, e inmediatamente mi cabellera comenzó a impregnarse de un líquido aceitoso que olía a medicina. Era un tratamiento capilar. Mi enfado no tenía límites, al igual que su desmesurada risa. No importa, le dije, cuando lleguemos al aeropuerto, me compraré un pañuelo de cabeza para esconder este desastre.
Una vez en la terminal aérea pude observar que todas las tiendas estaban cerradas, por lo que abordé el avión en esas condiciones. Ya dentro de la nave, pude comprarme un pañuelo de seda que me costó carísimo, como todos los artículos que se ofertan en vuelo. En el diminuto baño de la aeronave logré cubrirme toda la cabeza con servilletas de papel, para no estropear aquel precioso pedazo de tela, firmado por Christian Dior.
Así descendí de la nave, en el aeropuerto de Orly, donde me esperaba mi esposo con mi hijo en brazos. Ya no me importaba mi imagen, la de ellos borró en un segundo la angustia experimentada por la separación y la incertidumbre vividas durante aquellos veintitrés días. Regresé habiendo pasado por una gran experiencia y con unas cuantas frases más aprendidas en ese idioma eslavo, que aquí no me atrevo a repetir.
Publicado el 19 de agosto del 2013 en el portal Por el Ojo de la Aguja.