Una celebración del patriotismo martiano no sólo debe tener en cuenta los hechos consumados sino los extremos a los que el patriota hubiera estado dispuesto a llegar si las circunstancias lo hubieran exigido. Uno de esos extremos revela un sentido del humor y una capacidad de burlarse de sí mismo que la crítica más grave ha rehusado reconocer, temerosa de que cualquier indicio de comicidad atente contra la imagen del héroe.
Hablar de un Martí bromista es un infundio. Hablar de un Martí aficionado a quienes sí lo son o se empeñan en serlo, otro. Ni Mark Twain, a quien admiró, logró entusiasmarlo siempre. Pero despojarlo de toda aptitud para divertir y divertirse, aunque fuera de manera ocasional, es reincidir en un trámite que lejos de completar su persona la menoscaba. Que sabía sonreír y, a pesar de su aspecto adusto, invitar a otros a imitarle y hasta a reírse de él, queda claro en una de las tantas cartas que escribió a Serafín Sánchez cuando al referirse a la necesidad de conseguir fondos para la guerra y al malestar que le producía recabarlos, señala: Es mi deber. Si me dan diez mil pesos para la revolución, salgo desnudo en mulo. La frase tiene que haber divertido a ambos: a él, al imaginar la sorpresa de Sánchez al leerla, y a Sánchez, al imaginar a Martí en cueros, paseando sobre una bestia a la vista de todos, seguro de que la causa de Cuba bien valía el impudor.
Los mulos alegraban a Martí: ¡Quién me diera una mula pegasiana!, anota en uno de sus diarios de viaje. Pero acto seguido repara en un inconveniente: de existir esa mula con alas y montarla no tendría acceso al Olimpo porque Homero, a quien llama “padre” y describe empuñando un tarjetero, no admite mulos en ese monte, recinto de las divinidades griegas.
Martí reseña sus recorridos por Centroamérica y se autorretrata sobre la más pequeña, rebelde y mal intencionada mula que vio nunca la montaña de Izabal. La mirada pícara abarca a sus acompañantes:
(Éramos una persona y cinco mulas, a no ser que, por un exceso de piedad, descontemos del bestiaje al arriero y su mujer. ¡Oh, la mujer del arriero!)…
Los paréntesis y puntos suspensivos son suyos. Es obvio que se dirige a nosotros y que lo hace en voz baja para que no lo escuchen sus acompañantes. El diarista prefiere dejar a nuestra imaginación su opinión de la arriera. ¿Temor al marido? Más que hablarnos, Martí nos guiña desde la selva guatemalteca, seguro de que sabremos ser discretos.
La renuencia de las mulas a proseguir andando, hartas de bregar con pedregales, troncos caídos en mitad del sendero y cargas, le interesa tanto que decide transcribir las expresiones de su guía cuando, desesperado, solicita la ayuda de la esposa y llena de reproches a los animales:
Y luego, malhumorado con las perezas de las bestias:
--Venite, Lola, y háblale a la mula.
--¡Anda, caballo viejo!
--¡Qué aflicción de mula ésta, hombre!
Imposible pasar por alto el encanto de la frase con que el arriero se dirige a su mujer: --Venite, Lola, y háblale a la mula. Es un endecasílabo perfecto. Queda claro que entre la mujer y la bestia hay una corriente de simpatía que excluye al mulero.
Martí, impaciente ante la torpeza del matrimonio para hacer entrar en razón a las mulas, se hace cargo de la suya: incrusto mis talones en los ijares de la mula; cierro los ojos para imaginarme que es un brioso caballo, y desdeñando el trote, lánzola a galope, y a escape luego, olvidada la brida, y pegando su cuello con mi cuello…
Es una pena que ninguno de los monumentos que se le han erigido a Martí lo muestre sobre una mula, abrazado a ella, con la mejilla apoyada sobre la piel sudorosa del animal y la calva, incipiente entonces, cubierta por sus crines; auscultando la respiración agitada de la acémila, ebrio del calor que emanan ambos cuerpos, a punto de desleírse el uno en el otro, fortaleza y finura en medio de una selva invisible pero más peligrosa que la guatemalteca, la selva del presente; o a punto de salvar de un salto el futuro, el mayor de los despeñaderos.
A lomos de una mula, Martí sentirá que cabalga una montaña, que la montaña es el caballo que le corresponde y que, por virtud de esta criatura en perpetuo desdoblamiento, mula--montaña--caballo, merece ser ordenado caballero. No olvidará a San Martín, que veía porque herrasen la mula con piedad; ni a Juárez, que paseaba en un coche tirado por mulas. Del trasiego con ellas devendrá conocimientos que, de haber sobrevivido a la guerra, podría haber puesto en práctica a la hora de echar a andar los ánimos más refractarios de la joven república:
Que la causa cubana tenía algo de mula, por lo difícil que resultaba encaminarla sin que se le resistiera, lo advirtió él mismo en otra carta dirigida a Serafín Sánchez donde le reprocha que no le escriba con frecuencia y se adelanta a toda excusa preguntándole: ¿Que no lo merezco? ¿Que no escribo puntualmente porque a puro ejemplo y médula llevo acá adelante la mula patriótica? Otras veces, el mulo sería él:
Fermín queridísimo:
De la maluquera, y el quehacer de que voy halando como un mulo, me he dado un salto a Nueva York, a mis cosas.
Hay un catálogo de refranes anónimos concebidos para disuadir de cualquier intento de rebelión contra el destino. El catálogo no excluye a los animales:
La yagua que está pa´ uno no hay vaca que se la coma.
Por mucho que el aura vuele siempre el pitirre la pica.
Perro huevero, aunque le quemen el hocico.
Es hora de añadir un refrán de autor conocido:
José Martí