La película de Ana nos causa un rubor femenino, nacional, humano. La vergüenza ajena al pensar en todos aquellos que vemos haciéndose pasar por otros.
“Ya nadie hace nada de gratis”, dice el personaje de una comedia que disfrutamos en nuestra cartelera cinematográfica a principios de este año. Dirigida por Daniel Díaz Torres, La película de Ana fue elegida como el mejor largometraje de ficción en 2012, según la Asociación Cubana de la Prensa cinematográfica.
Sin embargo, más allá de los reconocimientos institucionales y de otros galardones que de seguro alcanzará, por el momento se ha llevado el invaluable premio del público que la ha recibido con abundantes sonrisas y aplausos.
En el rol protagónico, Laura de la Uz da vida a una actriz que va dando tumbos entre un papel mediocre y otro, entre malas aventuras para adolescentes y peores telenovelas para amas de casa. Espoleada por los problemas materiales, especialmente ante la urgencia de comprar un refrigerador, decide hacerse pasar por prostituta para un documental que ruedan unos productores austriacos.
Lo que iba a ser una interpretación más, una secuencia de estereotipos y exageraciones, se convierte así en la mejor actuación de Ana.
Como un juego de espejos, el filme superpone la realidad y la falsedad, lo emotivo y lo histriónico. Ni siquiera el humor y los parlamentos jocosos logran restarle gravedad al drama del desdoblamiento como herramienta de supervivencia.
Ana se va complicando, metiéndose de lleno en un mundo que cree conocer, pero que la desborda y que la atrae cuesta abajo. Hace posar a su familia sin que ésta lo sepa; filma a sus vecinos para apuntalar el improvisado guión y miente, miente, miente. Se convierte en la propia directora de una película con innumerables planos que quieren cumplir las expectativas de los productores extranjeros.
Sin embargo, a cada lugar común se le suma la dureza de su propia vida, sin afeites, sin necesidad de dramatizarla en exceso.
La película de Ana nos causa un rubor femenino, nacional, humano. La vergüenza ajena al pensar en todos aquellos que vemos haciéndose pasar por otros. El hombre que fuma un tabaco –aunque no le guste- para que los turistas le hagan fotos y le paguen por ello.
El funcionario al que la máscara de la simulación ideológica ya se le fundió con el propio rostro. Y también esos que alimentan la simulación, porque ellos mismos ya han perdido la capacidad de distinguir la parte de la historia que se inventaron o la que no. Como una Ana que, aunque se quitara el maquillaje y apagara la cámara, seguirá actuando y fingiendo.
Publicado en Generación Y el 6 de frebrero de 2013
Sin embargo, más allá de los reconocimientos institucionales y de otros galardones que de seguro alcanzará, por el momento se ha llevado el invaluable premio del público que la ha recibido con abundantes sonrisas y aplausos.
En el rol protagónico, Laura de la Uz da vida a una actriz que va dando tumbos entre un papel mediocre y otro, entre malas aventuras para adolescentes y peores telenovelas para amas de casa. Espoleada por los problemas materiales, especialmente ante la urgencia de comprar un refrigerador, decide hacerse pasar por prostituta para un documental que ruedan unos productores austriacos.
Lo que iba a ser una interpretación más, una secuencia de estereotipos y exageraciones, se convierte así en la mejor actuación de Ana.
Como un juego de espejos, el filme superpone la realidad y la falsedad, lo emotivo y lo histriónico. Ni siquiera el humor y los parlamentos jocosos logran restarle gravedad al drama del desdoblamiento como herramienta de supervivencia.
Ana se va complicando, metiéndose de lleno en un mundo que cree conocer, pero que la desborda y que la atrae cuesta abajo. Hace posar a su familia sin que ésta lo sepa; filma a sus vecinos para apuntalar el improvisado guión y miente, miente, miente. Se convierte en la propia directora de una película con innumerables planos que quieren cumplir las expectativas de los productores extranjeros.
Sin embargo, a cada lugar común se le suma la dureza de su propia vida, sin afeites, sin necesidad de dramatizarla en exceso.
La película de Ana nos causa un rubor femenino, nacional, humano. La vergüenza ajena al pensar en todos aquellos que vemos haciéndose pasar por otros. El hombre que fuma un tabaco –aunque no le guste- para que los turistas le hagan fotos y le paguen por ello.
El funcionario al que la máscara de la simulación ideológica ya se le fundió con el propio rostro. Y también esos que alimentan la simulación, porque ellos mismos ya han perdido la capacidad de distinguir la parte de la historia que se inventaron o la que no. Como una Ana que, aunque se quitara el maquillaje y apagara la cámara, seguirá actuando y fingiendo.
Publicado en Generación Y el 6 de frebrero de 2013