Este 30 de noviembre se cumplen 138 años del nacimiento, en 1874, del estadista británico que se adentrara en el destino de Cuba.
Pero estos hombres no sólo tendrían en común el haber estado en una misma guerra, aunque en distintos bandos, sino que, más importante aún, ambos serían enormes estadistas al tiempo que enormes escritores y que, política que suele empañar a las letras, ambos llegarían a ser más conocidos como estadistas que como escritores; en el caso de Churchill a pesar de haber sido galardonado con el Premio Nobel de Literatura en 1953.
En 1895, recién conseguido su primer despacho de oficial y con tan sólo 21 años de edad, Churchill se las arregló para ser destinado a Cuba en calidad de observador militar y periodista, pero parece ser que el impetuoso inglés también tomó parte en los combates hombro a hombro con los íberos. En sus informes y artículos acerca de la experiencia cubana se aprecia, por una parte, los típicos prejuicios etnocéntricos expuestos con la ingenuidad propias de esa edad y, por la otra, un pragmatismo que le permite valorar adecuadamente el escenario de la guerra, sobre todo en lo concerniente a la situación real de los isleños insurrectos que les impediría ganar la contienda por su propia cuenta, al menos no sin ayuda de una potencia extranjera como finalmente ocurrió; algo que, curiosamente, también pudo apreciar Ferrara desde las filas opuestas.
El futuro Nobel de Literatura escribe en sus informes: “... A la mañana siguiente se encontraban en Sancti Spíritu, por aquel entonces un lugar insalubre. La columna del General Valdéz era batida por la fiebre amarilla y por otras enfermedades tropicales. Al día siguiente de marcha llegaron al pueblo de Iguará, sitiada por los insurgentes para evitar que entraran suministros a la población.
El 29 de noviembre llegaron noticias de que 4.000 insurgentes bajo el mando del General Máximo Gómez estaban acampados a pocos kilómetros al este de Iguará, y a las 5 de la mañana del 30 de noviembre de 1895 el General Valdéz emprendió la marcha con la intención de entablar combate con los insurgentes. Todavía estaba la niebla de la mañana cuando la columna española se vio envuelta en el fuego enemigo”. Mientras que en misiva desde el lugar de los hechos Churchill escribe a su madre: “El General, es un hombre muy valiente, vestido con su uniforme blanco en su caballo gris, gritando órdenes a lo largo de la línea de tiro española, con las balas pasándole muy cerca. Él iba al frente de la infantería en el avance que permitió ganar 500 yardas al enemigo. Tuvimos mucha suerte de no perder muchos más hombres de los que perdimos, pero esto se debió a que los rebeldes no tenían ángulo de tiro. El General me recomendó para la Cruz Roja (una condecoración que se daba a los oficiales españoles), y al bajar del tren al día siguiente me encontré al Mariscal Martínez Campos y a toda su camarilla, que me felicitaron y comunicaron que la condecoración llegaría en breve”. Curiosamente, tanto Churchill como Ferrara desarrollaron su aventura militar cubana mayormente en la misma geografía: Las inquietas Villas.
Posteriormente Churchill escribiría en el Saturday Review del 7 de marzo de 1896: “Es imposible que ellos ganen una simple batalla o conquisten una ciudad. Su ejército consiste en su mayoría en mulatos indisciplinados”. Y es que lo apreciado por el británico en las fuerzas mambisas parece que no le hacía precisamente optimista respecto a que, una vez arribadas al poder, ofrecieran una alternativa mejor para la isla que la emanada de la metrópoli española. Así, el 15 de febrero de 1896 asegura en el mismo Saturday Review: “La victoria rebelde ofrecería muy poco beneficio para el mundo en general y para Cuba en particular” (...) “Aunque la administración española es mala, el gobierno cubano podría ser peor, igual de corrupto, mas caprichoso, y mucho menos estable. Por todo ello sin duda las revoluciones serían periódicas, la propiedad insegura y la igualdad desconocida”. Bueno, la verdad es que las palabras del futuro primer ministro inglés denotan una suerte de don profético; a los hechos de la historia posterior nos remitimos.
Más o menos por esa misma fecha de los artículos en el Saturday Review, escribe a su amigo Bourke Cockran: “Espero que los Estados Unidos no fuercen a España a dejar Cuba, a menos que estén preparados para aceptar la responsabilidad de los resultados de dicha acción. Si a los Estados Unidos les importa tomar Cuba, lo cual sería un golpe muy fuerte para España, debería de ser de la mejor manera posible para el mundo y para la isla. Pero mantengo que sería algo monstruoso si lo único que van a hacer es crear otra República sudamericana, que aunque degradada e irresponsable es apoyada en sus acciones por los estadounidenses, sin mantener ningún tipo de control sobre su comportamiento”. Luego, en Churchill apreciamos una dialéctica decantación en que parece apostar siempre por el mal menor, a favor de los intereses de una isla que, por extrañas sincronías, parece haber estado en el centro de muchos de sus juveniles desvelos.
No obstante, con esa sabiduría suya para pactar con la sombra, como el mismo Ferrara, como todos lo grandes que en el mundo han sido, cuando Estados Unidos entró en la guerra contra España, en 1898, las simpatías de Churchill estuvieron de parte de los estadounidenses y, sobre todo, de los cubanos, pues coherente con su pensamiento expresado dos años atrás, vislumbró la oportunidad de crear un gobierno fuerte y estable para Cuba: “América puede dar a los cubanos la paz”, asegura en una entrevista al Morning Post del 15 de Julio de 1898, “y quizás la prosperidad volverá. La anexión norteamericana es lo que debemos apoyar todos en este momento, aunque quizá no debamos apoyarlo mucho tiempo.”
Churchill, nacido en 1874 y muerto en 1965, se graduó en la Real Academia Militar de Sandhurst, pero, las mediocres calificaciones obtenidas lo obligan a ingresar en el Ejército, y como oficial del Cuarto de Húsares, es que participa en 1895 como observador en la Guerra de Independencia de Cuba, para pelear luego en la India, en 1898 y, al año siguiente, en África del Sur, destinos donde también ejerció como corresponsal de guerra para periódicos londinenses, en lo que sería el despegue de una carrera literaria que finalmente lo llevaría a la cúspide con una voluminosa obra donde destacan: Savrola (1900), La crisis mundial (1923-1929), La Segunda Guerra Mundial (6 vols., 1948-1953), así como Historia de los pueblos de habla inglesa (1956-1958).
En la guerra sudafricana de los bóers es hecho prisionero, pero la espectacular fuga que protagonizó y su posterior actuación en las fuerzas que rompieron el cerco de Ladysmith, le dieron al escritor la popularidad que le impulsaría decisivamente en los albores de su carrera política, donde sería subsecretario de Estado para las Colonias y ministro de Comercio e Interior y, para 1911, al incrementarse la tensión internacional, Primer Lord del Almirantazgo, puesto desde el que impulsó una rápida modernización de la marina y el desarrollo de la aviación, convencido como estaba, con esa su proverbial visión profética, de que el estallido de la que después sería conocida como Primera Guerra Mundial era inevitable.
En 1915 y en plena contienda, es considerado responsable del desastre de Gallípoli, en el intento de abrir los Dardanelos, por lo que dimitió de su cargo, para reingresar en el Ejército y combatir en el frente occidental. Llamado nuevamente por el primer ministro Lloyd George, sería designado ministro de Armamento en 1917 y de Guerra y del Aire en 1918. Entonces, como ocurre a los que no se limitan a repetir lo que el común de los enanos del circo quiere oír, su oposición a hacer concesiones a las aspiraciones independentistas de la India y el escaso eco que tenían en el Gobierno sus advertencias sobre el peligro que representaba para la seguridad internacional el desarrollo del socialismo de los nazis en Alemania, terminan por marginarlo durante largo tiempo de los puestos de poder. Así, en 1939, en vísperas del estallido de la Segunda Guerra Mundial (esa que había venido anunciando sin que la sociedad inglesa ni el apaciguador Chamberlain le hicieran caso) es restituido en su cargo en el Almirantazgo y, al año siguiente, iniciada ya la carnicería, se convierte en primer ministro, al frente de un Gobierno de coalición.
Churchill, fogueado en la guerra de Cuba, supo encarnar el espíritu de resistencia de la nación inglesa, dotado de una férrea voluntad y prometiendo al pueblo británico no el arreglo con el enemigo para la paz esclava, o de los esclavos, sino sangre, sudor y lágrimas, fue el responsable de las principales decisiones durante el ataque de los aviones de la Luftwaffe a las islas Británicas y participó en la preparación de la campaña de El Alamein, 1942, además de desempeñar un papel crucial en la conservación de la frágil alianza con el comunista Stalin (a quien sabiamente consideraría aún peor que Hitler), y de establecer un estrecho contacto con el presidente estadounidense Franklin D. Roosevelt, con quien firmó la Carta del Atlántico. Por otro lado, el gran estratega inglés tuvo así mismo una intervención decisiva en las conferencias de Casablanca, El Cairo, Teherán, Yalta y Potsdam, cónclaves que cambiaron el curso de la guerra y diseñaron el mapa político del mundo de la segunda mitad de la centuria número XX. En 1945, finalizada la contienda, pierde las elecciones, pero en 1951 accede nuevamente al cargo de primer ministro, que desempeñó hasta 1955, pero antes, en 1953, es galardonado con el Premio Nobel de Literatura y, en 1963, el Congreso de Estados Unidos lo nombra ciudadano honorario de este país. Ciudadanía que merecería no sólo por haber sido un baluarte de la libertad individual en el mundo, sino porque Winston Churchill, nacido en el Palacio de Blenheim, propiedad de su abuelo, séptimo duque de Marlborough, era hijo de lord Randolph Churchill y de la estadounidense Jennie Jerome.
Entre los muchos aspectos, digamos, peculiares, en la personalidad de de Winston Churchill está su capacidad para anticiparse al futuro, don del que pudiéramos decir que deja constancia ya desde sus informes, misivas y artículos sobre la guerra de Cuba, y después desde su privilegiada posición de poder en su país, en que pudo hacer alarde de su eficacia en la interpretación de la situación del mundo y que le permitiría prevenir acontecimientos posteriores como la I Guerra Mundial, aunque sus advertencias, como casi siempre ocurre en estos casos, no fueron escuchadas. La popularidad alcanzada por el eminente escritor se sustentaría sobre todo en el poder de anticipación a la realidad, como ocurrió cuando, posteriormente, advirtió del peligro que suponía para Gran Bretaña y el mundo el desarrollo del nazismo de Adolfo Hitler. Así, en 1938, el Acuerdo de Munich, acuerdo por el cual Inglaterra y Francia eran obligadas a ceder ante Alemania, hizo finalmente ver a muchos la capacidad de anticipación de que Churchill había hecho gala. Además cabe destacar que Winston Churchill fue el primero en definir el término "telón de acero" con el que se hacía referencia a las dictaduras comunistas que bajo la égida de la Unión Soviética sometían a los pueblos de Europa del Este.
Churchill fue el principal promotor de la política y el pensamiento anticomunista anglosajón en todo el mundo durante el siglo XX. En 1946 visitó Estados Unidos y pronunció su famoso discurso en Fulton, Missouri, en el que siguió advirtiendo a Occidente, especialmente a Estados Unidos, de la política expansionista del imperio de los comunistas soviéticos, favoreciendo una estrecha alianza angloamericana contra los marxistas artillados hasta los dientes. Antológicas serían las siguientes frases de Churchill para definir el socialismo: 1- “El socialismo, es la filosofía del fracaso, el credo a la ignorancia, la prédica a la envidia. Su virtud inherente es la distribución igualitaria de la miseria." 2- "Ningún sistema socialista puede ser establecido sin una policía política." 3- "Que el tener ganancias es reprochable es un concepto socialista. Yo considero que lo verdaderamente reprochable es tener pérdidas." Ya desde su época de ministro de Armamento en 1917 y de Guerra y del Aire en 1918, el triunfo y consolidación de la revolución bolchevique en Rusia, vienen a convertirse en una obsesión para Churchill y quiere, a toda costa, enviar tropas en ayuda de los ejércitos blancos que luchan contra los rojos, de quienes asegura que “son enemigos del género humano” y que gobiernan “a golpes de masacres y asesinatos en masa” (...) “De todas las tiranías de la historia, la tiranía bolchevique es la peor, la más devastadora, la más envilecedora”, pero en el gabinete se oponen, y entonces propone enviar dinero y armas a Denikin y Kolchak, los jefes anticomunistas, pero tampoco tuvo éxito, demostrando una vez más no sólo su proverbial don profético, sino la proverbial ceguera de los políticos al uso y al abuso, pues de haber sido apoyado en sus planes antibolcheviques la humanidad, quizás, se hubiese ahorrado los más de cien millones de muertos que luego costó (y cuesta aún en lugares como Corea del Norte, China y Cuba) a la humanidad el comunismo, un régimen que Ronald Reagan, otro grande y en buena medida heredero ideológico de Churchill, definiera después como el imperio del mal.
Quizá podría aventurarse que el don de lo profético es lo que conduce a Churchill al nivel de considerársele por muchos como el más grande estadista de todos los siglos, una grandeza que permite, y de alguna manera exige, verle en múltiples dimensiones del devenir, y una de esas dimensiones, a la que por cierto algunos atribuyen su don de la previsión, y por ende, su grandeza como estadista, y su grandeza en todos los órdenes, sería la dimensión del ocultismo. Pero, en lo que no parece haber dudas es en el hecho de que Churchill se consideraba a sí mismo como un ser providencial ungido y urgido por la misión de iluminar al mundo y salvar a la Gran Bretaña porque, en su vislumbre, y en la de otros personajes protagónicos en el escenario de la Segunda Guerra mundial, ésta no sería una simple guerra, sino una que alcanzaría proporciones cósmicas de enfrentamiento numinoso entre las fuerzas de la luz y las tinieblas. Entre esos personajes se encontrarían no sólo Churchill y Hitler, sino el mismísimo temible general norteamericano, George Smith Patton, quien estaría seguro de la reencarnación hasta afirmar que en todas sus vidas anteriores siempre había sido guerrero, un legionario romano, un mariscal napoleónico, o nada menos que Aníbal, en unos avatares que lo llevarían a través de los siglos en una sanguinaria sucesión de conflictos que no serían otra cosa que la historia misma del hombre.
En 1940, al ser elegido para encabezar el gobierno de coalición, una de las primeras medidas oficiales de Churchill fue declarar un día nacional de oración y pedir un minuto de silencio cada día, a las nueve de la noche, antes de la emisión de las noticias, y durante el resto de la guerra, sobre lo cual dicen que Hitler comentó no se sabe si en serio o en sorna: "Ésta es el arma secreta más potente de Churchill". Pero, si en ese sentido parece ser que Hitler estaba armado de un auténtico poder de hipnotismo sobre las masas, conexión con el inconsciente colectivo pangermánico, también parece ser que Churchill tenía el poder de comunicar con el psiquismo profundo de los anglosajones y aliados en general; probablemente a eso se refería el presidente John Kennedy en el discurso con motivo del nombramiento de Churchill como ciudadano de los Estados Unidos, al decir: "usted ha comprendido el verbo como un arma de guerra".
Se asegura que Aleister Crowley, el famoso ocultista británico, fue quien asesoró a Churchill para que propagara el signo de la victoria, o Thumbs Up, el que se produce cuando se levanta el dedo pulgar para expresar afirmación o victoria, que a menudo usaba el mandatario y que, según los ocultistas, haría ganar la guerra sobre los nazis o bestias pardas. En ese orden de cosas, Crowley, que además de esotérico era escritor, publicó un pequeño panfleto que contiene poemas relacionados con el tema, titulado Thumbs Up: A Pentagram - a Pentacle to win the war, para que también lo usaran los soldados en combate.
Y es que, en esas mismas categorías binarias entre la luz y las tinieblas, parece haber oscilado la vida misma de Wiston Churchill; empezando porque hay indicios de que padecía del síndrome maníaco depresivo, o desorden emocional bipolar congénito o hereditario, enfermedad mental a la que definía como su "Perro Negro" y que se remontaría muy atrás en su linaje. Lord Moran, uno de sus biógrafos, ha escrito que Churchill aseguró en varias ocasiones que siempre evitaba quedarse de pie al borde del andén de un tren expreso o cerca de la borda de un barco porque, como el mismo estadista decía, "una decisión de un segundo acabaría con todo".
Pareciera que, por otro lado, la afición de Churchill por el alcohol no sería precisamente un secreto de estado, hasta el punto de que el mismísimo Hitler pretendía denigrar públicamente al político inglés haciendo burla de su alcoholismo, y de que, para colmo, los enemigos políticos en su propia patria también intentaban atacarle por el mismo húmedo lado. Así, en 1946, la diputada Bessie Braddok y Churchill protagonizaron un duelo verbal que pasaría a los anales de los chistes sobre beodos, cuando la primera le disparó durante una recepción: "¡Está usted borracho!", y el segundo le respondió: "Sí pero yo mañana estaré sobrio y, en cambio, usted seguirá igual de fea". Las fotografías tomadas a la dama en cuestión darían la razón al perspicaz Churchill.
No obstante sus tinieblas, o quizá por ellas mismas, el mundo no podrá olvidar su refulgente luz, esa que le pulsa y propulsa para que, a punta de intuición e intriga, firmeza y ferocidad, coraje y candor, Churchill pudiera un día ponerse a la cabeza de la Gran Bretaña inmersa en los peligros de la cerrada noche de la Segunda Guerra Mundial; estadista entero, escritor sin miedo a la palabra, a la palabra sin pervertir; componentes que, en definitiva, lo hacen un paladín como ningún otro frente a esas ideologías carniceras y concentracionarias, quiere decir, frente a esos socialismos sostenidos en las figuraciones del fascismo y el comunismo, nacionalista el uno, internacionalista el otro, el uno para matar al judío, el otro para matar al burgués, ambos para matar al hombre, al individuo, a la inteligencia; totalitarios y supramodernos en suma. Pero, para obtener eso, para ser ese paladín, tenía que saber dar, estar dispuesto a dar, de la misma medicina que los mesiánicos dan, mesiánicos como marxistas, o mesiánicos como arianistas, misma hez, hez que se dice heroica, medicina como la muerte, o la muerte como medicina; requisito insoslayable que el mandatario británico habría de cumplir para devenir en la manifestación de un darma que le situaría entre los homagnos de la historia, porque, digámoslo de una vez, Churchill no escaparía a la índole de lo ineluctable determinando que cada árbol de ramas que crecen hasta el cielo no puede sino hundir sus raíces en el infierno.