Ni un viejo Chevrolet venía por la avenida, ni los ingeniosos pisi-corres que tienen capacidad hasta para doce pasajeros se veían por ningún lado. Después de una hora de espera, logró subir a la guagua...
El día comenzó con cierta atmósfera de pesadilla. El buchito de café mañanero faltó, porque el vendedor con termo y vasitos de cartón no estaba en la esquina. Así que caminó arrastrando los pies hasta la parada de ómnibus, mientras vigilaba si llegaba algún taxi colectivo. Nada. Ni un viejo Chevrolet venía por la avenida, ni los ingeniosos pisi-corres que tienen capacidad hasta para doce pasajeros se veían por ningún lado. Después de una hora de espera, logró subir a la guagua, irritado a falta de un cucurucho de maní con que aplacar “el perro” que le ladraba en el estómago.
En el trabajo poco pudo hacer esa jornada. La directora no logró llegar porque la mujer que le cuidaba la niña se ausentó. Otro tanto le pasó al administrador, al que se le reventó una goma del Lada y para colmo la ponchera de su barrio amaneció cerrada. En la pausa del mediodía las bandejas de comida apenas si pesaban de tan vacías. No había pasado el carretillero que ofertaba vegetales y viandas con las que hacer crecer el almuerzo. El jefe de relaciones públicas tenía un ataque de nervios, pues no pudo imprimir las fotos que necesitaba para un visado. A la puerta del estudio más cercano un cartel de “no abrimos hoy”, le había roto sus planes de viaje.
Decidió regresar a pie hasta la casa para evitarse la espera. El hijo le preguntó por algo para merendar, pero el repartidor de pan no había aparecido con su estridente pregón. Tampoco el kiosco de pizzas funcionaba y una incursión por el mercado agrícola le devolvió sólo tarimas vacías. Cocinó lo poco que encontró y para fregar usó un trozo de camisa vieja, ante la ausencia de los comerciantes que vendían estropajos. Para colmo el ventilador no quiso encender y el reparador de electrodomésticos no se había ni asomado por el taller.
Se acostó, en un charco de sudor e incomodidad, deseando que al despertar estuvieran de vuelta esas figuras que apuntalaban su vida: los cuentapropistas, sin los cuales sus días son una secuencia de privaciones y disgustos.
En el trabajo poco pudo hacer esa jornada. La directora no logró llegar porque la mujer que le cuidaba la niña se ausentó. Otro tanto le pasó al administrador, al que se le reventó una goma del Lada y para colmo la ponchera de su barrio amaneció cerrada. En la pausa del mediodía las bandejas de comida apenas si pesaban de tan vacías. No había pasado el carretillero que ofertaba vegetales y viandas con las que hacer crecer el almuerzo. El jefe de relaciones públicas tenía un ataque de nervios, pues no pudo imprimir las fotos que necesitaba para un visado. A la puerta del estudio más cercano un cartel de “no abrimos hoy”, le había roto sus planes de viaje.
Decidió regresar a pie hasta la casa para evitarse la espera. El hijo le preguntó por algo para merendar, pero el repartidor de pan no había aparecido con su estridente pregón. Tampoco el kiosco de pizzas funcionaba y una incursión por el mercado agrícola le devolvió sólo tarimas vacías. Cocinó lo poco que encontró y para fregar usó un trozo de camisa vieja, ante la ausencia de los comerciantes que vendían estropajos. Para colmo el ventilador no quiso encender y el reparador de electrodomésticos no se había ni asomado por el taller.
Se acostó, en un charco de sudor e incomodidad, deseando que al despertar estuvieran de vuelta esas figuras que apuntalaban su vida: los cuentapropistas, sin los cuales sus días son una secuencia de privaciones y disgustos.