La ola de protestas y violencias que está registrando Turquía actualmente resulta ininteligible si no se tiene en cuenta que la sociedad está aún dividida.
La ola de protestas y violencias que está registrando Turquía actualmente resulta ininteligible si no se tiene en cuenta que el país no ha acabado de completar su segunda gran revolución en menos de un siglo y, consecuentemente, la sociedad está aún dividida.
La primera revolución – y posiblemente, la única revolución integral del siglo XX – fue la de Kemal Mustafá (“Atatürk”, que en turco quiere decir “padre de los turcos) en los años 20. Las reformas de entonces acabaron con el sultanato, el sometimiento de la sociedad y el Estado a la religión, la cultura árabe – incluido su alfabeto – y una reorientación lindante en la copia del modo occidental de vida. Atatürk dejó de garante de sus reformas al Ejército, para que no hubiera una marcha atrás.
La segunda revolución, la de los islamistas, no tiene fecha de nacimiento. Comenzó de forma difusa hace una generación en Anatolia, la región más atrasada, pobre y que no sólo se halla ubicada en el este del país sino que es la que ha conservado más y más profundamente las raíces orientales de las tribus otomanas que conquistaron el país.
Tampoco tiene esta segunda revolución un programa y una ideología reformista tan radical como la de Atatürk. Pero en cambio tiene igual o mayor trascendencia. Porque esta segunda revolución ha consistido en un renacer de la clase media rural. Ha dejado de lamentarse y pedir limosna a Ankara para ponerse a mejorar por su cuenta.
Los jóvenes estudiaron en serio; fueron a las universidades y al extranjero a ver como trabajaban y comerciaban europeos, japoneses, chinos y americanos.
Y se lanzaron a mejorar su agricultura y a montar industrias y negocios con sentido común. Es decir, fabricar aquello que podían producir ellos solitos, sin necesidad de sofisticadas tecnologías, y se lanzaron a a las conquistas de los mercados menores y próximos del Asia central, Oriente Medio y África, que podían atender y financiar con sus propios recursos.
La consecuencia primera ha sido un auge impresionante de la economía, que durante los últimos diez años ha tenido un crecimiento constante – muchos de ellos superior al 7% y 8% anual-, una reducción drástica del paro y una rehabilitación del prestigio turco de la era medieval.
La consecuencia segunda ha sido el encaramiento al poder del AKP – el actual partido gubernamental desde hace casi 3 legislaturas – y su líder, Tayyp Erdogan. Y con el AKP en Ankara, se acabó la Turquía kemalista, la de la corrupción generada por las alianza mafiosas entre los empresarios de la Turquía urbana y occidental con el generalato.
Pero tanto éxito no podía quedar sin secuelas. Una de ellas fue el endiosamiento de Erdogan, quien se creyó que, apoyado por algo menos de media nación, podía imponer a todo el país el retorno al islamismo. Y también creyó que el voto masivo era para él y no una apuesta popular por el modelo económico introducido. Se lanzó a la brava a desmantelar la cúpula militar como primer paso para anular la revolución kemalista. Y emborrachado de poder, ha intentado sustituir la mafia urbano-militar por la islamista-pequeño burguesa. Incluso arremetió contra la judicatura por intuirla vinculada a la “veja Turquía”.
La consecuencia la vemos ahora con la reacción de la Turquía Occidental y urbana, occidentalizada y laica contra el fantasma medieval de una justicia coránica y una moral anacrónica.
Y como ni Atatürk ni el AKP implantaron nunca una auténtica democracia en la República, la pugna social se desarrolla hoy en día con una violencia que tiene cada vez más de medieval y menos de democrática.
La primera revolución – y posiblemente, la única revolución integral del siglo XX – fue la de Kemal Mustafá (“Atatürk”, que en turco quiere decir “padre de los turcos) en los años 20. Las reformas de entonces acabaron con el sultanato, el sometimiento de la sociedad y el Estado a la religión, la cultura árabe – incluido su alfabeto – y una reorientación lindante en la copia del modo occidental de vida. Atatürk dejó de garante de sus reformas al Ejército, para que no hubiera una marcha atrás.
La segunda revolución, la de los islamistas, no tiene fecha de nacimiento. Comenzó de forma difusa hace una generación en Anatolia, la región más atrasada, pobre y que no sólo se halla ubicada en el este del país sino que es la que ha conservado más y más profundamente las raíces orientales de las tribus otomanas que conquistaron el país.
Tampoco tiene esta segunda revolución un programa y una ideología reformista tan radical como la de Atatürk. Pero en cambio tiene igual o mayor trascendencia. Porque esta segunda revolución ha consistido en un renacer de la clase media rural. Ha dejado de lamentarse y pedir limosna a Ankara para ponerse a mejorar por su cuenta.
Los jóvenes estudiaron en serio; fueron a las universidades y al extranjero a ver como trabajaban y comerciaban europeos, japoneses, chinos y americanos.
Y se lanzaron a mejorar su agricultura y a montar industrias y negocios con sentido común. Es decir, fabricar aquello que podían producir ellos solitos, sin necesidad de sofisticadas tecnologías, y se lanzaron a a las conquistas de los mercados menores y próximos del Asia central, Oriente Medio y África, que podían atender y financiar con sus propios recursos.
La consecuencia primera ha sido un auge impresionante de la economía, que durante los últimos diez años ha tenido un crecimiento constante – muchos de ellos superior al 7% y 8% anual-, una reducción drástica del paro y una rehabilitación del prestigio turco de la era medieval.
La consecuencia segunda ha sido el encaramiento al poder del AKP – el actual partido gubernamental desde hace casi 3 legislaturas – y su líder, Tayyp Erdogan. Y con el AKP en Ankara, se acabó la Turquía kemalista, la de la corrupción generada por las alianza mafiosas entre los empresarios de la Turquía urbana y occidental con el generalato.
Pero tanto éxito no podía quedar sin secuelas. Una de ellas fue el endiosamiento de Erdogan, quien se creyó que, apoyado por algo menos de media nación, podía imponer a todo el país el retorno al islamismo. Y también creyó que el voto masivo era para él y no una apuesta popular por el modelo económico introducido. Se lanzó a la brava a desmantelar la cúpula militar como primer paso para anular la revolución kemalista. Y emborrachado de poder, ha intentado sustituir la mafia urbano-militar por la islamista-pequeño burguesa. Incluso arremetió contra la judicatura por intuirla vinculada a la “veja Turquía”.
La consecuencia la vemos ahora con la reacción de la Turquía Occidental y urbana, occidentalizada y laica contra el fantasma medieval de una justicia coránica y una moral anacrónica.
Y como ni Atatürk ni el AKP implantaron nunca una auténtica democracia en la República, la pugna social se desarrolla hoy en día con una violencia que tiene cada vez más de medieval y menos de democrática.