Tríptico del Colapso

La vivienda en la Isla no es un factor social: es un fenómeno. Posee connotaciones que rebasan lo normal.

El tercer edificio se vino abajo este jueves. Ni más ni menos que el celebrado Teatro Campoamor, donde décadas atrás Rita Montaner explayó su voz inmortal y Juan Ramón Jiménez fungió de Mecenas para nuevos poetas. También, el sitio donde más de un refugiado había ido a pernoctar en noches de desamparo.

En el derrumbe demasiado previsto del Campoamor podría haber muerto un cubano, según fuentes independientes, como mismo perdieron la vida cuatro habitantes del edificio de Infanta y Salud, y como perdieron su magra cobija los residentes de la edificación de Neptuno que se volvió escombros pocos días atrás.

Por muy duro que sea decirlo: poco hemos debido lamentar. Quizás por el espíritu ágil y vivaracho del cubano, quizás porque alguna fuerza suprema los protege, el número de víctimas de los derrumbes en un país bajo demolición controlada es notablemente menor del que podría ser.

La vivienda en la Isla no es un factor social: es un fenómeno. Posee connotaciones que rebasan lo normal. Quien lo dude podría comprobarlo demasiado fácil: lo mismo investigando los esfuerzos, sumisiones, chantajes y padecimientos que son capaces de soportarse en esa tierra con tal de acceder al divino privilegio de cuatro paredes; que valorando hasta qué punto la ausencia de inmuebles ha condicionado a la sociedad cubana tal y como la conocemos hoy.

Sin embargo, antes que redundar sobre el abismo de carencias por el que se despeña la sociedad cubana, aplastada por derrumbes, hacinamientos, subsistencias miserables en cuartos insalubres, quizás sería más útil preguntarse en qué se gastan hoy muchos de los recursos, los materiales y la mano de obra que podrían destinarse a solucionar, o cuando menos aliviar, la dantesca situación de los hogares cubanos

He querido hacer un “tríptico” desde mi propia experiencia. Mi tríptico del colapso nacional. Un incompletísimo recuento de una realidad que hasta hace un año me era circundante, y que nos recuerda, por desgracia, que el espantoso estado de la vivienda en la capital del país no le es exclusivo.

Cada cubano, desde su entorno, podría aportar sus propios testimonios de irresponsabilidad gubernamental a la hora de administrar recursos. Los que aquí refiero resaltan, en mi ciudad de origen, no sólo por su escandalosa insensibilidad, sino además por ser un referente claro de hasta dónde llega en la Isla el hábito de pensar en cualquier cosa, excepto en el bienestar real de la población.

Uno: 13 Casitas de Martí al Alcance de Todos

Desde hace unos cinco años mi ciudad natal, Bayamo, en el oriente del país, se ha hecho notar por una desafortunada realidad: los desalojos ordinarios y brutales de asentamientos “ilegales” en zonas semi rurales de la ciudad.

Se trata de cientos de personas que, sin posibilidades de una vida digna en el campo, han pretendido acercarse a la urbe provincial en busca de mejores condiciones de trabajo y sustento. Construían casuchas de lástima. Habían adaptado paredes de almacenes y viejos cobertizos, para a partir de ahí comenzar a fabricarse casas con duro esfuerzo.

Siempre durante las madrugadas, luego de advertencias inamovibles sobre la imposibilidad de permanecer allí, las autoridades les despertaban con bulldozers y carros de policía. Eran estrictamente desahuciados, y sus hogares tercermundistas echados abajo.

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Pues, bien, en el mismo año 2006 en que uno de los mayores desalojos de la historia local tenía lugar, se aprobó en la provincia un proyecto que aún ostenta el lauro de ser el derroche más desconcertante de los últimos tiempos: construir una réplica de la casa natal de José Martí en cada municipio de Granma. Léase: 13 casitas de Martí, al alcance de todos.

Algunas no se terminaron siquiera. Se quedaron a medias. Otras fueron inauguradas con bombo y platillo (con cámaras de televisión y aplausos partidistas), y en la actualidad nadie sabe qué uso darles. Y otras, como el notorio caso de mi ciudad, variaron la idea original en aras del “ahorro” necesario: en lugar de la casa toda, erigieron sólo la fachada. De la puerta hacia adentro, se trata de un local semi vacío, donde rara vez sucede algo de impronta cultural, y que según vecinos ha servido lo mismo para cópulas de media noche, que para refugio de borrachines trasnochados.

Calcular el cemento y los materiales destinados para esta obra inútil, hace pensar, inevitablemente, en las familias que con mucho menos se habrían erigido una covacha donde pasar las noches.

Dos: Preparados para la Guerra de todo el Pueblo

Bayamo debe poseer, en toda Cuba, el mayor kilometraje de refugios por área. Dudo mucho que ciudades más pequeñas puedan ostentar un número superior de vías subterráneas destinadas a refugios de guerra, que las que oculta hoy esta urbe de doscientos cincuenta mil habitantes.

Según el Jefe de Obra de uno de los más amplios y extensos refugios de esta capital provincial, ni siquiera los inversionistas podrían precisar el número exacto de cemento, hierro, cabillas, madera y aluminio empleado en la construcción de los pasadizos subterráneos.

Según el discurso oficial, Cuba es blanco permanente de una invasión norteamericana, ergo hay que prepararse para “la guerra de todo el pueblo”.

Con este fin, y bajo esta consigna, se destinan millonarios recursos a ensayar repliegues y enfrentamientos militares en los conocidos “Días de la Defensa”. Y se destinan materiales por millones, además, para construir estos “búnkeres tropicales” que el día que puedan ser fotografiados o filmados, revelarán el tamaño del desatino guerrerista de quienes en Cuba toman las decisiones.

Tres: Los Hombres de Piedra Primero, los Hombres de Carne Después

En el año 2005 un fenómeno natural llamado Huracán Dennis se ensañó, entre otros, con los habitantes de la más pobre región del sur oriental de Cuba.

En Granma, los residentes de municipios costeros como Pilón, Niquero, Media Luna (poblados humildísimos donde a simple vista resaltan la delgadez de hombres y animales) perdieron bárbaramente sus casas luego de la madrugada en que el Dennis masticó todo a su paso.

Corría el mes de Julio, temporada vacacional. Toqué a las puertas del Obispado de mi ciudad. Me presenté como un joven no católico que quería sumarse a los esfuerzos de la Iglesia para ayudar a los desamparados.

Dos días más tarde me encontraba en un camión rodeado de jóvenes católicos, armados de casas de campaña y ropas recogidas entre todos, y donadas por iglesias estadounidenses, rumbo a esos poblados que la naturaleza había arrasado sin piedad.

Recuerdo los campos amarillentos, los troncos de árboles partidos y las cercas arrancadas del suelo. Recuerdo las caras de los desposeídos que encontrábamos en la carretera, y las miradas de tristeza que exhibían hasta los perros vagabundos.

Sin embargo, algo captó de manera especial nuestra atención, al punto de solicitarle al conductor detener la marcha.

Ante nosotros, a un costado de la carretera rumbo a Pilón, rodeados de tablas derruidas y campesinos durmiendo a la intemperie, una brigada de constructores -obedeciendo órdenes superiores- destinaba enormes cantidades de cemento a erigir nuevamente cientos de tarjas con los rostros de algunos asaltantes al Cuartel Moncada.

Antes del ciclón, habían “decorado” la carretera con imágenes de aquellos asaltantes y con grandes vallas portadoras de mensajes ideológicos. Ahora que la depresión y el descrédito comenzarían a campear entre los afectados, había que levantar rápidamente la propaganda fervorosa.

Recuerdo haberle preguntado a uno de los constructores, conteniendo la indignación bajo un tono displicente, por qué ese mismo cemento no lo utilizaban fabricándoles casas a los indigentes que les observaban trabajar en silencio. Su respuesta fue demoledora:

“Ojalá pudiera, muchacho, porque empezaría por construirme una casa para mí. Mi esposa y mis tres hijos están durmiendo debajo de las tablas de lo que fue mi techo. Yo también me quedé sin casa”.

Hoy, la carretera rumbo a desolados caseríos, en el Pilón oriental, exhibe con orgullo vergonzoso cientos de vallas inmensas, cientos de rectángulos de cemento donde el rostro de un mártir mira hacia el infinito. Todavía quedan campesinos que lo perdieron todo en el huracán, y morirán sin tener nuevamente una vivienda donde descansar sus huesos.