La reciente muerte de Tommy Fernández-Travieso, uno de los prisioneros políticos más emblemáticos de Cuba, obliga a reflexionar una vez más sobre el sentido y trascendencia de una gesta que ha adquirido sus propios contenidos.
Tommy fue un compañero destacado en la lucha y tanto en el presidio como en el exilio se distinguió por su fortaleza moral. Condenado a muerte a los 17 años de edad, la sentencia le fue conmutada horas antes de la ejecución, viendo partir al paredón a dos grandes amigos, Alberto Tapia Ruano y Virgilio Campaneria.
Lo he escrito en numerosas ocasiones y expresado no menos veces, me siento muy orgulloso de haber estado en el presidio político cubano y no conozco a un solo compañero que no lo esté también. No solo cumplimos con nuestro deber, sino que la prisión nos fortaleció en valores y principios, razón por la cual nos consideramos mejores ciudadanos.
Ese orgullo nos lleva a recordar sucesos particularmente dolorosos, como la muerte en huelga de hambre de cualquier compañero, como fueron los casos, entre otros, de Pedro Luis Boitel y Orlando Zapata Tamayo, el asesinato de Ernesto Díaz Madruga o la clausura del Presidio Político de Isla de Pinos, que Ramiro Gómez Barrueco recuerda en el mes de marzo de cada año.
La lucha para combatir la dictadura nos llevó a presidio, pero esa vivencia adquirió un carácter tan especial que se convirtió en otra fase del proceso, tanto que, aunque hablamos del presidio histórico y del nuevo presidio, me atrevo a afirmar, con el respeto de todos, que este es un solo presidio, porque seguimos luchando contra el mismo tiránico totalitarismo que intentó someternos desde el primero de enero de 1959.
El presidio político cubano ha sido un foco constante de resistencia al totalitarismo, como lo demuestran la creación de organizaciones cívicas, políticas y fraternales por los prisioneros.
Las ceremonias religiosas son recordadas por muchos. A ellas, Ángel de Fana, un irreductible luchador, Alejandro Moreno Maya, Mayita y el inolvidable Padre Loredo le dedicaban grandes esfuerzos. La música, siempre con nosotros. Julio Hernández Rojo, con su guitarra, la voz de Mario Fajardo y los tés que hacían Héctor Yero y Vitico Cera, y el siempre presente Manuel Villanueva, con sus numerosas composiciones y la máxima de todas, el Himno de Presidio, “La Montaña”, canción que han abrazado con fervor las nuevas generaciones de luchadores por la libertad.
Presentes están también las reuniones de las logias. Las escuelas para formar defensores de la democracia, entre otros, el Club Nuestra América, en el que estaban Nicolás Pérez Días Arguelles, Manolo del Valle Caral, Julio Hernández Rojo, Noel Rubio, Roberto Cáceres y Ramiro Gómez Barrueco, siempre en la primera trinchera de nuestra lucha.
Dirigentes que enseñaban sindicalismo como Pedro Folcade y valientes como Ricardito Vázquez y Eugenio Llamera, quienes instruían a quien lo quisiera sobre la forma más segura de desactivar los explosivos que los Castro había ordenado colocar en las circulares para matarnos a todos.
Presidio, en cualquiera de sus infernales sucursales, fue una gran escuela de formación, donde la mayoría de nosotros nos graduamos como ciudadanos. La cárcel fue tan enérgica, de tantos compromisos, que hasta un cambio de ropa se veía como una afrenta y generaba una nueva trinchera. Nuestro hermano Roberto Perdomo, una de las personas más afables y cordiales que he conocido, junto a otros compañeros, permaneció casi 25 años, de sus 28 de prisión, en calzoncillo, por no aceptar la ropa de los prisioneros comunes. Es difícil encontrar más gallardía.
En la cárcel nunca se han extinguido los planes de fuga. Reinaldo Aquit Manrique realizó una espectacular escapada de la Isla disfrazado de militar, permaneciendo fugitivo por varios meses. Hasta paredón tuvimos en prisión. En 1964, Miguel Conde Grimm, Elio de Armas Ayala y Abel Galante Borondt fueron fusilados en Isla de Pinos, la sentencia la dictó el Tribunal Número 1 de La Habana. Estos compatriotas fueron fusilados por intentar fugarse y tratar de irse en un barco llamado “Tres Hermanos”, recordaba José “Pepe” Bello en estos días.
Sin el apoyo de nuestros familiares la resistencia no habría sido posible. Recuerdo nuestras madres y esposas, los hijos creciendo, los nuevos nacimientos, aquellos paquetes que eran el significado del hambre que pasaría nuestra gente en casa al llevarnos sus comidas.
En fin, un sacrificio interminable que aun, quizás, sin comprender, nuestras familias jamás dejaron de protegernos. Eterna gratitud a Estrella, Lourdes y Elvira que nunca renunciaron a apoyarnos a mi padre y a mí. La familia fue el bastión de todos nosotros.