A todo esto, no hay que olvidar que el problema de la guerra civil siria es por ahora tan sólo el causante de una crisis internacional, que dista mucho de haberse resuelto.
La “crisis del gas”, es decir, el uso de armas químicas en Siria, evidencia que la guerra civil de ese país ha dejado de ser un conflicto más o menos local del Oriente Próximo para convertirse en una confrontación político-ideológica global. En última instancia se trata de un forcejeo por ver quién manda realmente en el mundo a principios del siglo XXI
Recuérdese que la guerra civil siria es en realidad un rosario de conflictos. Por un lado está la rebelión contra el Gobierno de Assad y a caballo de esta hay una pugna de hegemonía regional entre Irak y e Israel que – a su vez – engloba la rivalidad socio-religiosa del mundo islámico entre sunitas y chiíes, liderados, respectivamente, por sauditas e iraquíes.
Si todo esto es obvio, lo que ya no es tan obvio es que el forcejeo entre Israel e Irak –con sus respectivos aliados que son principalmente EEUU y Rusia– ha desembocado en un replanteamiento de la constelación de fuerzas en el mundo. Se trata de ver, sin llegar a las armas, qué nación es la que impone sus reglas de juego en la política internacional… si es que realmente hay sólo una que lo pueda hacer.
Desde el final de la “guerra fría” y hasta ahora, la primacía estadounidense fue incontestable. Y probablemente lo sería aún si se llegase a una confrontación armada. Pero nadie, absolutamente nadie, está dispuesto en estos momentos a jugarse en una guerra abierta el bienestar alcanzado, porque la capacidad aniquiladora de las armas modernas es tal que un nuevo conflicto mundial hundiría a la Humanidad en una pobreza medieval.
En este escenario, la batalla propagandística es decisiva y en ella la Casa Blanca baila con la más fea: la memoria de las dos invasiones del Irak. La segunda se justificó en su día con un pretendido almacenamiento iraquí de armas de destrucción masiva y la afirmación resultó ser falsa. Trajo dos consecuencias que se pagan aun hoy: erosionó increíblemente la fe del mundo en los dirigentes de Washington – cosa que pagan los dirigentes norteamericanos de hoy – y ocultó la auténtica amenaza que suponía un Irak gobernado por Saddam Hussein: su agresividad incontrolada que rompía normas internacionales y éticas de convivencia.
Esa pérdida de credibilidad de los políticos occidentales los paraliza en sus propios países – Francia, Gran Bretaña y en buena medida los mismos EEUU -, con el agravante añadido de que potencias de segundo rango, como China y Rusia, aprovechen la ocasión para tratar de establecer unas nuevas reglas de juego – o de jerarquía, para ser más exactos – de la política internacional.
A todo esto, no hay que olvidar que el problema de la guerra civil siria es por ahora tan sólo el causante de una crisis internacional, que dista mucho de haberse resuelto. Y que, entre sus posibles salidas, podría darse incluso una ratificación del “status quo” anterior al conflicto interno sirio…si a eso se le puede llamar solución.
Recuérdese que la guerra civil siria es en realidad un rosario de conflictos. Por un lado está la rebelión contra el Gobierno de Assad y a caballo de esta hay una pugna de hegemonía regional entre Irak y e Israel que – a su vez – engloba la rivalidad socio-religiosa del mundo islámico entre sunitas y chiíes, liderados, respectivamente, por sauditas e iraquíes.
Si todo esto es obvio, lo que ya no es tan obvio es que el forcejeo entre Israel e Irak –con sus respectivos aliados que son principalmente EEUU y Rusia– ha desembocado en un replanteamiento de la constelación de fuerzas en el mundo. Se trata de ver, sin llegar a las armas, qué nación es la que impone sus reglas de juego en la política internacional… si es que realmente hay sólo una que lo pueda hacer.
Desde el final de la “guerra fría” y hasta ahora, la primacía estadounidense fue incontestable. Y probablemente lo sería aún si se llegase a una confrontación armada. Pero nadie, absolutamente nadie, está dispuesto en estos momentos a jugarse en una guerra abierta el bienestar alcanzado, porque la capacidad aniquiladora de las armas modernas es tal que un nuevo conflicto mundial hundiría a la Humanidad en una pobreza medieval.
En este escenario, la batalla propagandística es decisiva y en ella la Casa Blanca baila con la más fea: la memoria de las dos invasiones del Irak. La segunda se justificó en su día con un pretendido almacenamiento iraquí de armas de destrucción masiva y la afirmación resultó ser falsa. Trajo dos consecuencias que se pagan aun hoy: erosionó increíblemente la fe del mundo en los dirigentes de Washington – cosa que pagan los dirigentes norteamericanos de hoy – y ocultó la auténtica amenaza que suponía un Irak gobernado por Saddam Hussein: su agresividad incontrolada que rompía normas internacionales y éticas de convivencia.
Esa pérdida de credibilidad de los políticos occidentales los paraliza en sus propios países – Francia, Gran Bretaña y en buena medida los mismos EEUU -, con el agravante añadido de que potencias de segundo rango, como China y Rusia, aprovechen la ocasión para tratar de establecer unas nuevas reglas de juego – o de jerarquía, para ser más exactos – de la política internacional.
A todo esto, no hay que olvidar que el problema de la guerra civil siria es por ahora tan sólo el causante de una crisis internacional, que dista mucho de haberse resuelto. Y que, entre sus posibles salidas, podría darse incluso una ratificación del “status quo” anterior al conflicto interno sirio…si a eso se le puede llamar solución.