El costo político de aceptar bases militares rusas en Cuba es demasiado alto. Sería un suicidio económico y político.
Renato, un tabaquero jubilado y comunista a tiempo completo, parece rejuvenecer cuando recuerda los años duros de mediados del siglo XX en una organización de la juventud, adscrita al entonces Partido Socialista Popular.
“Cómo olvidar la clandestinidad, las lecturas del marxismo y la lucha sindical. Soñábamos con la construcción de un mundo justo. Luego triunfó la revolución. Viajé a la URSS, me gustó mucho Moscú, el Kremlin y el río Moscova. Estuve en la inauguración de los Juegos Olímpicos en 1980 en el estadio Luzhniki”, cuenta Renato con tristeza.
De aquellos años, en su casa quedó una matrioshka, un reloj despertador y un radio Selena. Repletos de polvo, en un librero, reposan obras de Lenin y las memorias del Mariscal Zhukov.
No abundan en La Habana personas como el viejo tabaquero, quien dedicó casi toda su vida a propagar la ideología comunista y aspiraban a que Cuba fuera una calcomanía soviética.
De la otrora 'amistad indestructible entre y Cuba y la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas', como rezaba la propaganda oficial, todavía quedan en pie diversas estructuras gubernamentales, métodos represivos de la policía política y un arsenal de armas herrumbrosas para una supuesta guerra con Estados Unidos que nunca llegó.
La extravagante alianza de los Castro con Moscú vivió diferentes períodos. Cuba estuvo al borde de una guerra nuclear cuando en octubre de 1962 emplazó 42 cohetes de alcance medio en la isla.
Las posteriores negociaciones de Kruschov con Kennedy, dejando a un lado a Fidel Castro, provocó la ira del abogado de Birán. Entonces, decidió coquetear coqueteó con el comunismo de Mao. Y en 1968 le envió un mensaje de ida y vuelta a Moscú, al encarcelar a comunistas fieles a la Unión Soviética como Aníbal Escalante.
En 1970, tras el fracaso de la zafra de los 10 millones de toneladas de azúcar, las penurias le hicieron bajar la cabeza al comandante y plegarse a los dogmas económicos soviéticos.
A cambio de petróleo, armas de guerra gratis, participación en el CAME, rublos y compotas rusas, la Cuba de Castro entró en una etapa casi colonial, plegada a los intereses rusos.
Hasta en la Constitución de 1976 quedó plasmado el carácter de la alianza cubano-soviética. Las estructuras económicas eran una fotocopia tropical de la URSS. Se autorizó el establecimiento de bases militares en la isla. Recuérdese el Centro de Estudio número 11 y una finca de espionaje radioelectrónico en las afueras de La Habana.
La llegada de Mijaíl Gorbachov y su perestroika rompió la luna miel. Tras la debacle soviética, Cuba perdió de golpe el multimillonario subsidio ruso.
El régimen tuvo que cambiar de discurso y estrategia. Pero quedaron talibanes ideológicos que entre tragos de vodka puro, recordaban con nostalgia las pasadas aventuras.
Los 'soviétologos' criollos no están jubilados. Siguen ahí. Recientemente, la periodista y escritora Polina Martínez Shvietsova, escribió en Cubanet sobre el restaurante Tabarich, inaugurado en La Habana en diciembre de 2013 y propiedad de dos hermanos rusos residentes en Rusia. Pável, el administrador, dijo que está "pensado para la comunidad rusa que vive en Cuba y para los cubanos nostálgicos de la era soviética".
Según Polina, en 2007, con el beneplácito de la Embajada de Rusia en Cuba y autoridades cubanas, se creó el denominado Comité Coordinador Nacional. Lo conforman mujeres rusas y cubano-rusos interesados en preservar la cultura y tradiciones de una comunidad de aproximadamente 1,077 ruso parlantes.
El culto a lo soviético permanece también en superestructuras del poder. Juan Juan Almeida en su libro Memorias de un guerrillero cubano desconocido (2009), recuerda que en la oficina de Raúl Castro en las Fuerzas Armadas, tenía colgado en la pared un cuadro del ‘camarada’ Stalin.
Pero los tiempos han cambiado. Ya los rusos no vienen en plan de asesores militares. Ahora aterrizan como turistas. Aunque, quizás por costumbre, la gente les sigue diciendo ‘bolos’.
De Rusia quedó poco entre los cubanos. Cientos de miles de profesionales y militares que cursaron estudios en las antiguas repúblicas soviéticas. Unos cuantos matrimonios. Y muchos nombres rusos: Tania, Mijaíl, Vladimir, Serguei, Iván...
Donde han quedado más fans es en el ballet, un poco en la literatura y otras artes. En general, a los cubanos no les gusta la música ni el cine rusos. De la gastronomía, lo más conocido son los Pelminis con salsa Smetana, que los nostálgicos con divisas pueden degustar en el restaurante Tabarich. A la hora de beber, los habaneros prefieren el whisky al vodka, y si lo toman, es ligado con jugo de naranja.
Con la Rusia de Putin, además de la estrafalaria iglesia ortodoxa enclavada en la Habana Vieja, se han producido algunos escarceos en materia de negocios. Pero Putin es duro de pelar. El ex agente de la KGB en Alemania del Este es una mezcla explosiva de nacionalismo ruso y pretensiones imperiales. Cuando se mira al espejo se cree un Iván el Terrible. O un Pedro I.
Es astuto. Los éxitos diplomáticos en Siria, cierta debilidad que percibe en el presidente Obama, la crisis económica en Europa y la dependencia de Alemania al gas ruso, le hacen mover las fichas en el tablero geopolítico de manera agresiva.
Sabe este Zar moderno, Occidente y Estados Unidos poco pueden hacer para frenar la burda anexión rusa de Crimea. Está jugando con cartas marcadas. A ratos, presenta síntomas de perturbación mental. O de narcisismo.
A sus 61 años -nació el 7 de octubre de 1952 en Leningrado- le gusta fotografiarse con el torso desnudo montando caballos, practicando judo o vestido con un pantalón de camuflaje y una bayoneta en la cintura, al estilo de un soldado de tropas élites.
Putin es peligroso. Tiene a mano un formidable arsenal nuclear como fuerza disuasoria. Puede que el anuncio de la cancillería rusa, sobre la instalación de nuevas bases militares en Cuba, Venezuela y Nicaragua, sea un farol o simple fanfarronería.
Aunque en secreto, a ciertos funcionarios del régimen les atraiga la idea de volver al maridaje ruso, los nuevos tiempos lo hace inviable.
El costo político de aceptar bases militares rusas en Cuba es demasiado alto. Sería un suicidio económico y político. Una cosa es que la autocracia castrista apoye o se abstenga de opinar sobre los métodos imperiales rusos y otra es comprometerse a una nueva alianza militar.
Algunos viejos comunistas, como el jubilado Renato, añoran aquella etapa y orgullosos muestran fotos en blanco y negro de su estancia en Moscú. Pero volver a reactivar antiguos compromisos, sería una política absurda.
Los rusos seguirán viniendo a Cuba, ojalá solo como turistas.
“Cómo olvidar la clandestinidad, las lecturas del marxismo y la lucha sindical. Soñábamos con la construcción de un mundo justo. Luego triunfó la revolución. Viajé a la URSS, me gustó mucho Moscú, el Kremlin y el río Moscova. Estuve en la inauguración de los Juegos Olímpicos en 1980 en el estadio Luzhniki”, cuenta Renato con tristeza.
De aquellos años, en su casa quedó una matrioshka, un reloj despertador y un radio Selena. Repletos de polvo, en un librero, reposan obras de Lenin y las memorias del Mariscal Zhukov.
No abundan en La Habana personas como el viejo tabaquero, quien dedicó casi toda su vida a propagar la ideología comunista y aspiraban a que Cuba fuera una calcomanía soviética.
De la otrora 'amistad indestructible entre y Cuba y la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas', como rezaba la propaganda oficial, todavía quedan en pie diversas estructuras gubernamentales, métodos represivos de la policía política y un arsenal de armas herrumbrosas para una supuesta guerra con Estados Unidos que nunca llegó.
La extravagante alianza de los Castro con Moscú vivió diferentes períodos. Cuba estuvo al borde de una guerra nuclear cuando en octubre de 1962 emplazó 42 cohetes de alcance medio en la isla.
Las posteriores negociaciones de Kruschov con Kennedy, dejando a un lado a Fidel Castro, provocó la ira del abogado de Birán. Entonces, decidió coquetear coqueteó con el comunismo de Mao. Y en 1968 le envió un mensaje de ida y vuelta a Moscú, al encarcelar a comunistas fieles a la Unión Soviética como Aníbal Escalante.
En 1970, tras el fracaso de la zafra de los 10 millones de toneladas de azúcar, las penurias le hicieron bajar la cabeza al comandante y plegarse a los dogmas económicos soviéticos.
A cambio de petróleo, armas de guerra gratis, participación en el CAME, rublos y compotas rusas, la Cuba de Castro entró en una etapa casi colonial, plegada a los intereses rusos.
Hasta en la Constitución de 1976 quedó plasmado el carácter de la alianza cubano-soviética. Las estructuras económicas eran una fotocopia tropical de la URSS. Se autorizó el establecimiento de bases militares en la isla. Recuérdese el Centro de Estudio número 11 y una finca de espionaje radioelectrónico en las afueras de La Habana.
La llegada de Mijaíl Gorbachov y su perestroika rompió la luna miel. Tras la debacle soviética, Cuba perdió de golpe el multimillonario subsidio ruso.
El régimen tuvo que cambiar de discurso y estrategia. Pero quedaron talibanes ideológicos que entre tragos de vodka puro, recordaban con nostalgia las pasadas aventuras.
Los 'soviétologos' criollos no están jubilados. Siguen ahí. Recientemente, la periodista y escritora Polina Martínez Shvietsova, escribió en Cubanet sobre el restaurante Tabarich, inaugurado en La Habana en diciembre de 2013 y propiedad de dos hermanos rusos residentes en Rusia. Pável, el administrador, dijo que está "pensado para la comunidad rusa que vive en Cuba y para los cubanos nostálgicos de la era soviética".
Según Polina, en 2007, con el beneplácito de la Embajada de Rusia en Cuba y autoridades cubanas, se creó el denominado Comité Coordinador Nacional. Lo conforman mujeres rusas y cubano-rusos interesados en preservar la cultura y tradiciones de una comunidad de aproximadamente 1,077 ruso parlantes.
El culto a lo soviético permanece también en superestructuras del poder. Juan Juan Almeida en su libro Memorias de un guerrillero cubano desconocido (2009), recuerda que en la oficina de Raúl Castro en las Fuerzas Armadas, tenía colgado en la pared un cuadro del ‘camarada’ Stalin.
Pero los tiempos han cambiado. Ya los rusos no vienen en plan de asesores militares. Ahora aterrizan como turistas. Aunque, quizás por costumbre, la gente les sigue diciendo ‘bolos’.
De Rusia quedó poco entre los cubanos. Cientos de miles de profesionales y militares que cursaron estudios en las antiguas repúblicas soviéticas. Unos cuantos matrimonios. Y muchos nombres rusos: Tania, Mijaíl, Vladimir, Serguei, Iván...
Donde han quedado más fans es en el ballet, un poco en la literatura y otras artes. En general, a los cubanos no les gusta la música ni el cine rusos. De la gastronomía, lo más conocido son los Pelminis con salsa Smetana, que los nostálgicos con divisas pueden degustar en el restaurante Tabarich. A la hora de beber, los habaneros prefieren el whisky al vodka, y si lo toman, es ligado con jugo de naranja.
Con la Rusia de Putin, además de la estrafalaria iglesia ortodoxa enclavada en la Habana Vieja, se han producido algunos escarceos en materia de negocios. Pero Putin es duro de pelar. El ex agente de la KGB en Alemania del Este es una mezcla explosiva de nacionalismo ruso y pretensiones imperiales. Cuando se mira al espejo se cree un Iván el Terrible. O un Pedro I.
Es astuto. Los éxitos diplomáticos en Siria, cierta debilidad que percibe en el presidente Obama, la crisis económica en Europa y la dependencia de Alemania al gas ruso, le hacen mover las fichas en el tablero geopolítico de manera agresiva.
Sabe este Zar moderno, Occidente y Estados Unidos poco pueden hacer para frenar la burda anexión rusa de Crimea. Está jugando con cartas marcadas. A ratos, presenta síntomas de perturbación mental. O de narcisismo.
A sus 61 años -nació el 7 de octubre de 1952 en Leningrado- le gusta fotografiarse con el torso desnudo montando caballos, practicando judo o vestido con un pantalón de camuflaje y una bayoneta en la cintura, al estilo de un soldado de tropas élites.
Putin es peligroso. Tiene a mano un formidable arsenal nuclear como fuerza disuasoria. Puede que el anuncio de la cancillería rusa, sobre la instalación de nuevas bases militares en Cuba, Venezuela y Nicaragua, sea un farol o simple fanfarronería.
Aunque en secreto, a ciertos funcionarios del régimen les atraiga la idea de volver al maridaje ruso, los nuevos tiempos lo hace inviable.
El costo político de aceptar bases militares rusas en Cuba es demasiado alto. Sería un suicidio económico y político. Una cosa es que la autocracia castrista apoye o se abstenga de opinar sobre los métodos imperiales rusos y otra es comprometerse a una nueva alianza militar.
Algunos viejos comunistas, como el jubilado Renato, añoran aquella etapa y orgullosos muestran fotos en blanco y negro de su estancia en Moscú. Pero volver a reactivar antiguos compromisos, sería una política absurda.
Los rusos seguirán viniendo a Cuba, ojalá solo como turistas.