La buena suerte nunca acompañó a Andrés Cedeño, 54 años, mendigo y alcohólico, que en esta primavera de 2016 hurga en los latones de basura de La Víbora, barrio situado a media hora del centro de La Habana.
Tres días antes de que los fabulosos The Rolling Stones ejecutaran su macro concierto en los terrenos de la Ciudad Deportiva, Cedeño registraba en un contenedor en la esquina de Cortina y Santa Catalina. Mientras, un reguero de flores anaranjadas desprendidas de los framboyanes conformaban un tapiz multicolor en el asfalto.
Al conocer por un amigo que los Rolling tocarían en Cuba, inevitablemente se acumularon los recuerdos de aquellos tiempos, cuando perseguía las fiestas prohibidas de rock por toda la ciudad y compartía la música de la incombustible banda británica con sus amigos de la calle Carmen, en los alrededores del Preuniversitario de la Víbora.
“Ariel ‘Newpear’, Ernesto, Miguelito el Charra, Mario el Negrón, El chino Fernando y Alejandro el Yanqui, nos sentábamos todas las noches debajo del busto de Martí en la entrada del Pre, a tomar alcohol ligado con agua y a charlar de una música que nos llegaba de rebote y bastante tarde. Tres veces la policía me levantó actas de peligrosidad social por ser fan al rock. La mala suerte, la cárcel y el alcohol me han convertido en un guiñapo, sin hijos, sin familia ni futuro”, dice abatido, sentado en el cesped de la Ciudad Deportiva, esperando el inicio del espectáculo.
La nostalgia y la buena música de la banda londinense no lo va hacer mejor persona o rescatar de la miseria. Pero dos horas de concierto y el encuentro con viejas amistades que a hurtadillas compartían un disco de vinilo de los Stones, fue un buen pretexto para no faltar a la cita.
Para Luis Cino, 59 años, probablemente uno de los mejores periodistas independientes cubanos, el reencuentro con The Rolling Stones es como un sueño inalcanzable convertido en realidad.
Cino tuvo que esperar cuarenta y cuatro años, desde aquella tarde lluviosa cuando en un garaje transformado en apartamento, con su pandilla escuchó Exile on Main St, quizás la mejor obra de la extensa discografía de los británicos.
“Fueron tiempos muy duros para los amantes del rock y la música de Estados Unidos. Muchos de mis amigos eran detenidos y la policía les cortaba el pelo o estuvieron una temporada en la UMAP, lo más parecido a un campo de concentración fascista. Ahora mismo me recuerdo de Charlie Bravo que vive en Washington, Carlos el Gordo, Mayito el enajenado o Rosita, la pecosa de la Güinera. Debido a la intolerancia y falta de democracia ya no residen en Cuba”, expresa afligido.
Cuando arrancó el concierto, Luis Cino rompió a llorar. No se lo podía creer, que estaba a poco menos de cien metros de Mick Jagger, Keith Richards, Charlie Watts y Ron Wood. Para los fans al rock de toda la vida, fue un día inolvidable.
Anselmo, otro habanero, fue con toda su familia: esposa, dos hijos y el nieto. Desde las once de la noche, extendieron una manta en la hierba y, como si estuvieran en un camping, entre tragos de ron y sandwiches de atún, se reencontraron con miembros de aquella pandilla juvenil que el Estado etiquetó como presuntos delincuentes solo por amar el rock.
“Los fines de semana perseguíamos las fiestas clandestinas como un pirata en busca de un tesoro. La mayoría ya no están en Cuba. Había fanáticos incorregibles a los Beatles que no escuchaban a los Rolling. Durante horas, discutíamos la trascendencia de cada banda, como ahora los muchachos hacen con Leo Messi o Cristiano Ronaldo. Pero a pesar de la intolerancia de Fidel Castro, fuimos 'suertudos', porque vivimos la etapa donde convivieron los Beatles y los Rolling Stones”, señala y mira con impaciencia el reloj.
Luis Cino asistió con su esposa y un pariente. “Estar aquí es similar a visitar la Meca. Este recital llegó tarde, pero llegó, y ahora lo mejor es disfrutarlo”, apunta el periodista independiente.
Diez torres de casi veinte metros sostenían sofisticados equipos de audio. El escenario negro con ribetes de colores brillantes, estaba flanqueado por tres pantallas gigantes. Cuando arrancó la música, a lo bestia, más ruidosos que nunca y con el sello inigualable de sus satánicas majestades, el medio millón de personas presente tuvo el privilegio de disfrutar el mejor sonido acústico jamás escuchado en la Cuba.
Estos super abuelos del rock son otra cosa. Una liga diferente que juega al duro y sin guante. Cuando Mick Jagger se muera, habrá que dedicar tiempo y recursos para investigar de qué materia estaba armado su esqueleto.
Pocos deportistas profesionales pueden desplegar esa dosis descomunal de potencia física. A unos meses de cumplir 73 años (el próximo 26 de julio) Jagger es un portento.
No creo que sean ciertas las historias de que ha inhalado grandes dosis de cocaína y tomado litros de alcohol como si fuesen botellas de agua o de gaseosa. Desde luego, ellos no son santurrones. Pero es difícil explicar ante la ciencia que un cuarteto de septuagenarios drogatas y viciosos, se puedan mantener con una energía tan juvenil.
The Rolling Stones abrieron en segunda marcha. Jagger con su pantalón estrecho, pulóver negro y sobretodo de brillo. A la tercera canción ya estaba solo en pulóver.
En la quinta balada le recordó al público la etapa donde el rock era prohibido en la isla de los Castro. Y siguió sonando aquella fábrica de hacer música hasta que terminó, rayando las diez y media de la noche con su himno, Satisfaction.
Y la gente ni se diga. Se empastaron los amantes del rock, emos, repas y tipos de todas las edades que por primera vez veían y escuchaban a una fábula en vivo. Luces, sonidos y efectos, hasta un dron filmando el concierto.
Bienvenidos al capitalismo a lo grande. Para muchos cubanos, es demasiado que en el plazo de una semana hayan coincidido en La Habana el presidente de la primera potencia mundial y cuatro íconos de la música planetaria.
Todo un lujo. Algo que no se da todos los días. Y es que los viejos roqueros nunca mueren. Pregúntenle a un señor que se llama Mick Jagger.