Ocho meses estuvo Ana Gálvez, 72 años, recogiendo boniatos, yucas y calabazas en una empresa agropecuaria estatal en las afueras de La Habana antes de poder marcharse a Estados Unidos en 1971.
“Nos trataban como si fuéramos reclusos o esclavos. La comida daba asco. Teníamos que trabajar doce y trece horas diarias. Entonces, era la única forma de que la dictadura te firmará la carta de libertad”, recordaba Gálvez, con lágrimas en los ojos, sentada en el lobby de un hotel en Miami, a tiro de piedra del aeropuerto internacional.
En la Florida, llegó a ser ejecutiva de una firma de energías renovables y hoy atesora conocimientos que podrían ayudar en la futura reconstrucción del sector energético cubano. “Cuba tiene todas las condiciones para en una década o menos, dejar de utilizar combustibles fósiles. A base de sol, los vientos y las aguas del Oceáno Atlántico o el Mar Caribe, porque sus ríos no son muy caudalosos, la Isla tendría una energía limpia y sostenible que contribuiría a su desarrollo. A ello se le añadiría la utilización de transporte híbrido, eléctrico o por alcohol de caña”, señalaba Ana con optimismo.
Pero cuando le pregunté que si las leyes cambiaran, ¿regresaría a la reconstruir el país?, enfáticamente lo negó con la cabeza. “Tendría que ser con ciertos requisitos, entre ellos una disculpa pública del régimen por su deplorable actitud ante los cubanos que un día decidimos emigrar y vivir en democracia. Es lo primero que pediría para regresar y trabajar por mi país”.
Ante la actual disyuntiva de Cuba, atrapada en una crisis económica estacionaria, improductividad crónica, freno al trabajo privado y a la creación de PYMES, crispación social por mala administración de los recursos, déficit que supera el millón de viviendas, baja natalidad, envejecimiento acelerado de la población, salarios miserables y descenso cualitativo de la educación y la salud pública, una salida honorable sería pactar con la emigración y entre todos empezar a reconstruir los cimientos de la economía nacional.
Exiliados como Ana Gálvez o el afamado músico y compositor Jorge Luis Piloto, quienes para emigrar de Cuba debieron aceptar tratos degradantes del régimen, merecen una disculpa. A otros, Fidel Castro los expulsó de su patria por pensar diferente y oponerse al estado de cosas.
Miami, otoño de 2014. Mientras Jorge Luis Piloto en su Mercedes Benz recorría conmigo el nuevo estadio de béisbol de los Marlins y el túnel construido tras la ampliación del puerto, le pregunté que si se dieran determinadas condiciones, regresaría a reformar su país. La respuesta no fue inmediata. Siguió conduciendo, concentrado en el tráfico.
En los años 70, Piloto residía junto a su madre en un pequeño cuarto con barbacoa, baño y cocina colectiva en un edificio con peligro de derrumbe en el barrio habanero del Pilar, municipio Cerro. No era un tipo 'confiable' para las autoridades: llevaba el pelo largo, siempre andaba con una guitarra en la mano y era amante de los Beatles.
Había llegado a la capital con 15 años procedente de Cárdenas, Matanzas. Y aunque en La Habana una canción suya ganó un premio en el Concurso Adolfo Guzmán, en 1980 decidió marcharse por el Puerto del Mariel.
A los más de 125 mil cubanos que emigraron por el Mariel, Fidel Castro, de manera ofensiva, los llamó 'escorias'. Antes, a los que se iban, los tildó de 'gusanos'. En 1980, ese año terrible, surgieron los neofascistas actos de repudio. Turbas populares te acosaban, gritándote toda clase de ofensas y calumnias, te tiraban huevos y a más de uno lo golpearon.
Piloto lo vivió en carne propia. Después de meditar su respuesta, me dijo que no tenía pensado regresar, pero si un día Cuba apostaba por la democracia, ayudaría en lo que pudiera. Recientemente, en una felicitación por el nuevo año, Jorge Luis escribía: "Que en 2018 podamos viajar a Cuba sin pedir permiso y con un proceso en camino de democratización, pero con justicia social para todos. La Cuba que soñó Martí".
Cada vez que he estado en Miami, he charlado con numerosos compatriotas. La mayoría tiene buenos empleos y se ha labrado una carrera profesional exitosa. A todos les hago la misma pregunta: ¿regresarías a reconstruir Cuba?
El noventa y cinco por ciento, luego de exponer sus razones, responden que no. Periodistas de raza como Osmín Martínez e Iliana Lavastida, que han logrado convertir un aburrido periódico conservador como Diario Las Américas en un medio atrayente, tampoco tienen entre sus planes volver a Cuba.
Solo aquellos muy comprometidos políticamente confesaron que lo dejarían todo y regresarían a reconstruir la tierra donde nacieron ellos, sus padres y abuelos. Es el caso del poeta y periodista Raúl Rivero.
La casi totalidad de los cubanos que han triunfado en Miami ayudarían desde la distancia. Algo loable. Pero en una nación descapitalizada como es hoy Cuba, se antoja a poco. Porque no solo va a necesitar profesionales, ayuda financiera y poderosas inversiones en infraestructuras. También necesitará mano de obra. Gente con experiencia en sectores como el de la construcción y la arquitectura: salvo excepciones, durante sesenta años, en Cuba se han construido chapucerías.
Igualmente harán falta personas con conocimientos en administración pública, instituciones políticas democráticas, especialistas en educación, agricultura, telecomunicaciones y otras ramas técnicas y científicas.
Es probablemente la mejor opción -quizás la única-, que tenga a mano la dictadura verde olivo. Negociar con la emigración, sobre todo la de más poder económico. Abrirle, sin condiciones, las puertas de regreso a su patria. Dejar de tratar a los cubanos emigrados como un negocio e incentivarlos a participar en la reconstrucción nacional.
A pesar del discurso triunfalista del régimen, el barco hace agua. Sería un crimen dejar que termine de hundirse sin intentar buscar soluciones.
A nadie le puede interesar más la suerte de Cuba que a los cubanos. Aunque no quieran volver definitivamente.