El autor recuerda otro Miami, describe su primer encuentro con Paz y abunda en la opinión de éste sobre Emilio Ballagas
Si escribir en Madrid era llorar, según Mariano José de Larra (1809-1837), escribir versos en Miami durante los años sesenta y setenta del siglo XX no fue para los cubanos exiliados en esta ciudad algo menos grave, porque a nadie, más allá del estrecho círculo de amigos, le importaban un rábano esos versos; siguen sin importar pero el desinterés ya excede la aldea y acusa proporciones globales. La razón es notoria: no se lee poesía. Leerla exige concentración, concentrarse exige tiempo, y nadie está dispuesto a invertir el suyo en una actividad que no produce un beneficio material ostensible ni divierte, en el sentido más zafio del término. Si no hay consumo no hay venta, y si no hay venta, la poesía sobra, es una realidad superflua. De no saber que los árboles prestan algún servicio, ya los habríamos talado todos. Si las estrellas no estuvieran fuera de nuestro alcance, ya las habríamos tumbado y apagado con la punta del zapato, como colillas.
Los cubanos que residíamos en la Florida éramos los herejes de turno, nadie en Hispanoamérica y España quería saber de nosotros. La satanización emprendida por el gobierno de la isla de todo lo que se opusiera a sus desmanes rendía frutos: el exilio debía ser condenado al aislamiento, y como las simpatías extranjeras por ese gobierno eran fogosas y abarcaban desde el Río Grande hasta la Tierra del Fuego y la península ibérica, la condición de insulares de los exiliados se duplicaba: a la maldita circunstancia del agua por casi todas partes –ahora habitábamos una península-- se sumaba la no menos maldita del silencio, un silencio hostil, el silencio de críticos y editores para quienes todo lo que proviniera de Estados Unidos y oliera a cubano debía ser descalificado.
Los poemarios se publicaban en ediciones de autor, aunque mostraran un sello editorial –fantasma, casi siempre--, y su distribución era insignificante, porque ni para enviarlos por correo había recursos en los bolsillos de los exiliados. El esfuerzo, sin embargo, no fue siempre inútil: un ejemplar del tercero de mis cuadernos sería el destinado a llegar a manos de Octavio Paz y cambiar mi vida.
Paz me invitó a colaborar en la revista Vuelta y a publicar, luego, en la editorial del mismo nombre, aún por fundarse. Pero jamás me sentí tentado a aprovechar alguna de mis visitas a México --país al que viajaba con frecuencia por razones ajenas a la escritura-- para llamarle por teléfono o pretender visitarle. Sabía que le defraudaría. Tras las cartas y los escasos versos que me arriesgaba a enviarle cabía la posibilidad de hacerme pasar por otro, ¿un poeta verdadero, un hombre culto, un intelectual?, pero un tete a tete daría al traste con la impostura. Si no es porque Alberto Ruy Sánchez, secretario de redacción de la revista entre 1984 y 1986, con quien había trabado amistad y a quien resolví telefonear ese último año, amenaza con decirle que yo estaba en la ciudad y rehusaba comunicarme con él, es posible que nunca lo hubiera conocido personalmente.
Mi llamada dio paso a lo que más temía: una invitación a visitarlo. Debe de haber adivinado mis pensamientos porque apenas intenté excusarme me interrumpió ratificando su deseo de que nos viéramos y añadiendo, mientras yo improvisaba razones que él no oía: le espero mañana a las seis de la tarde.
No fui desarmado a la cita. Mi mujer y un gran amigo con quien tuvimos la suerte de coincidir en el Distrito Federal permanecieron en un restaurante cercano, a pocos pasos de la estatua del Ángel de la Independencia, orando --según testimonio posterior de ambos-- para que no se me escapara un disparate ante Paz y me revelara tan indigno de su interés como yo me suponía. A mi regreso al restaurante los encontré exhaustos, como si ellos también lo hubieran visitado, solo cada uno, en universos paralelos.
Tampoco olvidé diseñar un plan de supervivencia: tan pronto mis pocas luces amenazaran con desenmascararme, las preguntas de mi interlocutor no encontraran respuestas, los autores citados por él fueran un enigma, el juego de ideas me apabullara y yo no encontrara una ventana por donde saltar a la calle, aunque acabara estrellándome contra una acera de la Avenida Reforma –Paz vivía en una segunda planta--, la conversación debería ser desviada hacia un terreno donde yo tuviera más probabilidades de dar la talla y hasta aventajarlo: la poesía cubana.
La recitación inesperada de la Elegía de María Belén Chacón frustró mi estrategia. Octavio Paz no sólo discurría sin dificultad por la mejor poesía cubana de los siglos XIX y XX sino por alguna menos buena, y tan pronto citaba autores como se interesaba por su destino o me pedía opinión sobre ellos, discrepando o coincidiendo, pero de la manera más indulgente. Más que discrepar echaba leña al fuego de la conversación, se exigía y me exigía reconsiderarlo todo, desarmar el muñeco de nuestras valoraciones para rearmarlo a partir de lo que descubriéramos al fragor de la plática; ejercía y me invitaba a ejercer --ávido de contagiármela, de impedirme marcharme sin haberme ganado para ella-- la pasión crítica, que en él tuvo siempre madera de creador. Verlo razonar era verlo escribir, y ya se sabe que su escritura no discriminaba entre imágenes e ideas; unas y otras se mezclaban sin perjudicarse, más bien enriqueciéndose mutuamente. Era la plasticidad de la poesía acrisolada por la luz de un intelecto formidable. Una en función del otro, y viceversa. En algún momento utilicé la palabra “eternos” para referirme a no sé qué valores. Diga “perdurables”, apuntó sonriendo para que la precisión no me apocara.
No dudó en calificar de “mimético” a Ballagas, refiriéndose a la clara influencia de algunos poetas de la Generación del 27 en su obra; tampoco, en hacer un alto en plena objeción, guardar silencio y, como quien olvida algo que de pronto se le antoja lo único digno de tener en cuenta, murmurar: Pero era poeta. La frase, trivial de haberla pronunciado otro, reconocía en Ballagas lo indispensable y hasta lo más raro: el don, y reconociéndolo, abolía su propio reparo. No había duda, y mucho menos fraude, en la condición de poeta del cubano; condición cada vez más difícil de certificar en las aguas revueltas por las vanguardias. Que su identificación con otros autores lo hubiera ganado al punto de predisponerlo a imitarlos, como si los arrebatos del adolescente infiltraran el quehacer del adulto y éste no atinara a impedirlo o no viera razón alguna para hacerlo, no menoscababa la gracia, que, sin serlo todo, era y sigue siendo lo esencial.
La familiaridad de Paz con la poesía de Ballagas se remontaba a los años treinta, es decir, a un Paz veinteañero. Primeras Letras, la excelente recopilación de algunos de sus textos inaugurales hecha por Enrico Mario Santí y publicada en 1988, dos años después de mi primer encuentro con él, rescataría una reseña titulada Sabor eterno, título de un libro de Ballagas publicado en 1939, donde se elogia este libro y se destaca la hermosura de las nuevas Elegías, tan distintas de aquella del Cuaderno de poesía negra dedicada a María Belén Chacón. Pero nada llama más la atención del joven Paz que el título del poemario: Sabor eterno. Y a él, y a lo que por él infiere, dedica más de una reflexión:
Sabor eterno: las dos palabras se oponen y verlas juntas, una frente a otra, parece uno de esos juegos barrocos de los que se ha abusado tanto en los últimos tiempos. Pues, en efecto, el sabor, espuma de los sentidos, es lo más fugitivo, lo menos eterno del mundo sensual. El gusto es uno de los sentidos desdeñados por el arte; nuestra cultura es, ante todo, la cultura de la vista, del tacto y del oído (¿no es así, Jorge Cuesta?); mediante estos tres sentidos el hombre penetra el mundo exterior o se deja penetrar por éste (…) Emilio Ballagas pretende rescatar de la pobreza y de la ceguera al gusto, al sabor, mediante la poesía. Y lo inusitado de esta empresa deja de serlo si se piensa que Ballagas es cubano y que alguna vez ha cultivado la poesía negra.
Si Guillén es el vaho del trópico, Florit es su cielo. Y, entre ellos, la poesía de Ballagas, que quiere ser sabor pero que no se resigna a lo efímero y quiere eternizarlo. Y en este intento encontramos el mejor momento de la poesía de Ballagas y, quizá, el más equilibrado y humano de la poesía cubana. (“Primeras letras”)
Los cubanos que residíamos en la Florida éramos los herejes de turno, nadie en Hispanoamérica y España quería saber de nosotros. La satanización emprendida por el gobierno de la isla de todo lo que se opusiera a sus desmanes rendía frutos: el exilio debía ser condenado al aislamiento, y como las simpatías extranjeras por ese gobierno eran fogosas y abarcaban desde el Río Grande hasta la Tierra del Fuego y la península ibérica, la condición de insulares de los exiliados se duplicaba: a la maldita circunstancia del agua por casi todas partes –ahora habitábamos una península-- se sumaba la no menos maldita del silencio, un silencio hostil, el silencio de críticos y editores para quienes todo lo que proviniera de Estados Unidos y oliera a cubano debía ser descalificado.
Los poemarios se publicaban en ediciones de autor, aunque mostraran un sello editorial –fantasma, casi siempre--, y su distribución era insignificante, porque ni para enviarlos por correo había recursos en los bolsillos de los exiliados. El esfuerzo, sin embargo, no fue siempre inútil: un ejemplar del tercero de mis cuadernos sería el destinado a llegar a manos de Octavio Paz y cambiar mi vida.
Paz me invitó a colaborar en la revista Vuelta y a publicar, luego, en la editorial del mismo nombre, aún por fundarse. Pero jamás me sentí tentado a aprovechar alguna de mis visitas a México --país al que viajaba con frecuencia por razones ajenas a la escritura-- para llamarle por teléfono o pretender visitarle. Sabía que le defraudaría. Tras las cartas y los escasos versos que me arriesgaba a enviarle cabía la posibilidad de hacerme pasar por otro, ¿un poeta verdadero, un hombre culto, un intelectual?, pero un tete a tete daría al traste con la impostura. Si no es porque Alberto Ruy Sánchez, secretario de redacción de la revista entre 1984 y 1986, con quien había trabado amistad y a quien resolví telefonear ese último año, amenaza con decirle que yo estaba en la ciudad y rehusaba comunicarme con él, es posible que nunca lo hubiera conocido personalmente.
Mi llamada dio paso a lo que más temía: una invitación a visitarlo. Debe de haber adivinado mis pensamientos porque apenas intenté excusarme me interrumpió ratificando su deseo de que nos viéramos y añadiendo, mientras yo improvisaba razones que él no oía: le espero mañana a las seis de la tarde.
No fui desarmado a la cita. Mi mujer y un gran amigo con quien tuvimos la suerte de coincidir en el Distrito Federal permanecieron en un restaurante cercano, a pocos pasos de la estatua del Ángel de la Independencia, orando --según testimonio posterior de ambos-- para que no se me escapara un disparate ante Paz y me revelara tan indigno de su interés como yo me suponía. A mi regreso al restaurante los encontré exhaustos, como si ellos también lo hubieran visitado, solo cada uno, en universos paralelos.
Tampoco olvidé diseñar un plan de supervivencia: tan pronto mis pocas luces amenazaran con desenmascararme, las preguntas de mi interlocutor no encontraran respuestas, los autores citados por él fueran un enigma, el juego de ideas me apabullara y yo no encontrara una ventana por donde saltar a la calle, aunque acabara estrellándome contra una acera de la Avenida Reforma –Paz vivía en una segunda planta--, la conversación debería ser desviada hacia un terreno donde yo tuviera más probabilidades de dar la talla y hasta aventajarlo: la poesía cubana.
La recitación inesperada de la Elegía de María Belén Chacón frustró mi estrategia. Octavio Paz no sólo discurría sin dificultad por la mejor poesía cubana de los siglos XIX y XX sino por alguna menos buena, y tan pronto citaba autores como se interesaba por su destino o me pedía opinión sobre ellos, discrepando o coincidiendo, pero de la manera más indulgente. Más que discrepar echaba leña al fuego de la conversación, se exigía y me exigía reconsiderarlo todo, desarmar el muñeco de nuestras valoraciones para rearmarlo a partir de lo que descubriéramos al fragor de la plática; ejercía y me invitaba a ejercer --ávido de contagiármela, de impedirme marcharme sin haberme ganado para ella-- la pasión crítica, que en él tuvo siempre madera de creador. Verlo razonar era verlo escribir, y ya se sabe que su escritura no discriminaba entre imágenes e ideas; unas y otras se mezclaban sin perjudicarse, más bien enriqueciéndose mutuamente. Era la plasticidad de la poesía acrisolada por la luz de un intelecto formidable. Una en función del otro, y viceversa. En algún momento utilicé la palabra “eternos” para referirme a no sé qué valores. Diga “perdurables”, apuntó sonriendo para que la precisión no me apocara.
No dudó en calificar de “mimético” a Ballagas, refiriéndose a la clara influencia de algunos poetas de la Generación del 27 en su obra; tampoco, en hacer un alto en plena objeción, guardar silencio y, como quien olvida algo que de pronto se le antoja lo único digno de tener en cuenta, murmurar: Pero era poeta. La frase, trivial de haberla pronunciado otro, reconocía en Ballagas lo indispensable y hasta lo más raro: el don, y reconociéndolo, abolía su propio reparo. No había duda, y mucho menos fraude, en la condición de poeta del cubano; condición cada vez más difícil de certificar en las aguas revueltas por las vanguardias. Que su identificación con otros autores lo hubiera ganado al punto de predisponerlo a imitarlos, como si los arrebatos del adolescente infiltraran el quehacer del adulto y éste no atinara a impedirlo o no viera razón alguna para hacerlo, no menoscababa la gracia, que, sin serlo todo, era y sigue siendo lo esencial.
La familiaridad de Paz con la poesía de Ballagas se remontaba a los años treinta, es decir, a un Paz veinteañero. Primeras Letras, la excelente recopilación de algunos de sus textos inaugurales hecha por Enrico Mario Santí y publicada en 1988, dos años después de mi primer encuentro con él, rescataría una reseña titulada Sabor eterno, título de un libro de Ballagas publicado en 1939, donde se elogia este libro y se destaca la hermosura de las nuevas Elegías, tan distintas de aquella del Cuaderno de poesía negra dedicada a María Belén Chacón. Pero nada llama más la atención del joven Paz que el título del poemario: Sabor eterno. Y a él, y a lo que por él infiere, dedica más de una reflexión:
Sabor eterno: las dos palabras se oponen y verlas juntas, una frente a otra, parece uno de esos juegos barrocos de los que se ha abusado tanto en los últimos tiempos. Pues, en efecto, el sabor, espuma de los sentidos, es lo más fugitivo, lo menos eterno del mundo sensual. El gusto es uno de los sentidos desdeñados por el arte; nuestra cultura es, ante todo, la cultura de la vista, del tacto y del oído (¿no es así, Jorge Cuesta?); mediante estos tres sentidos el hombre penetra el mundo exterior o se deja penetrar por éste (…) Emilio Ballagas pretende rescatar de la pobreza y de la ceguera al gusto, al sabor, mediante la poesía. Y lo inusitado de esta empresa deja de serlo si se piensa que Ballagas es cubano y que alguna vez ha cultivado la poesía negra.
Si Guillén es el vaho del trópico, Florit es su cielo. Y, entre ellos, la poesía de Ballagas, que quiere ser sabor pero que no se resigna a lo efímero y quiere eternizarlo. Y en este intento encontramos el mejor momento de la poesía de Ballagas y, quizá, el más equilibrado y humano de la poesía cubana. (“Primeras letras”)