El autor se suma a la celebración del centenario del gran escritor con el primero de una serie de artículos
Los actos en celebración del centenario de Octavio Paz abarcan desde el lejano Oriente hasta Europa, Estados Unidos y Latinoamérica. México y España tiran la casa por la ventana y escritores de todas jerarquías y tendencias, desde varios Premios Nobel hasta jóvenes recién llegados a la arena literaria, comentan la vida y la obra de un autor cuya poesía, ensayos, pensamiento e influencia apenas tienen rival en el ámbito de nuestra lengua. Lo dicen los propios españoles ante la riqueza y repercusión de un legado que supo establecer analogías entre realidades tan diversas como la prosa y la sexualidad, la poesía y el erotismo.
No sabiendo cómo adherirme a la fiesta sin riesgo de repetir lo que otros han dicho o de errar intentando disertar sobre una obra en la que no soy experto –mi relación con ella ha sido la de un lector ávido de conocimiento y estímulo; entusiasta y agradecido--, me atengo a recordar al Paz que conocí y, sobre todo, su relación con un poeta cubano; una relación de la que tuve noticia de la manera más inesperada:
María Belén, María Belén, María Belén,
María Belén Chacón, María Belén Chacón, María Belén Chacón,
con tus nalgas en vaivén,
de Camagüey a Santiago, de Santiago a Camagüey.
En el cielo de la rumba,
ya nunca habrá de alumbrar
tu constelación de curvas (…)
Éstos, y no otros, fueron los primeros versos que le escuché decir de memoria a Octavio Paz; decirlos con deleite, abandonándose a su música –el ritmo es un imán, había escrito--, risueño ante la perplejidad que su recitación me causaba.
¿Cómo presentir que podría recordar estos versos, tan distantes de los suyos, durante nuestro primer encuentro, a la menor alusión a la poesía cubana? Pertenecen al Cuaderno de poesía negra de Emilio Ballagas (1908-1954), publicado en Santa Clara, en 1934. Que Paz recordara otros no me hubiera sorprendido; que recordara éstos, tan extraños y hasta opuestos a su forma más emblemática de entender la poesía, sí. No sabía que diciéndomelos, más que halagarme --por tratarse de versos escritos por un compatriota--, me dejaba inerme ante su persona, incapaz de atrincherarme en un reducto donde, ingenuo, había planeado lucirme cuando nuestra conversación tomara un rumbo estrictamente literario y mis limitaciones de toda índole --librescas, mnemónicas, teóricas— amenazaran con delatar al impostor que tenía ante él.
Era 1986. Cinco años antes, Paz había tenido la amabilidad de reseñar un cuaderno de versos publicado por mí, en edición de autor, en Miami. Un cuaderno que yo había tenido la audacia de enviar a las oficinas de Vuelta --revista a la que no estaba suscrito-- como quien lanza una piedra a las nubes y espera que alguien se asome a ellas y le invite a subir o le suelte un improperio, confirmándole, en cualquiera de los casos, que el Paraíso Celestial existe. El arco y la lira, uno de sus libros fundamentales, me había expuesto a un mundo de ideas inéditas en torno al acto creador y me había revelado, como ningún otro libro de ensayos hasta entonces, el poder de la prosa que piensa y que, sin dejar de pensar, genera poesía, como si al explayarse la segregara o trascendiera, en la acepción más olfativa del término; el poder de una prosa donde no se sabe qué admirar más, si la forma espléndida o el caudal de hallazgos e intuiciones que arracima y que el joven que fui abrazó y quiso tener por cómplices en la conquista de su vocación incierta.
El arco y la lira fue una revolución: leí y releí sus páginas como quien se arroja a un torrente, y ese torrente, lejos de atarantarlo, lo espabila: era el torrente de la inteligencia, pero de una inteligencia sensible y hasta fabuladora que parecía sorprenderse y excitarse a sí misma a medida que se expresaba, como si el propio Paz, más que escribir, fuera poseído y simultáneamente liberado por su discurso. Quien intenta leer las primeras páginas de El arco y la lira es engullido por ellas como la máquina de Tiempos modernos engulle a Charlot, con una diferencia: el vagabundo será expulsado de la máquina y no volverá a introducirse en ella; el lector de El arco y la lira no sacará la cabeza del libro, y al voltear la última página sabrá que desde entonces, aunque no vuelva a abrirlo, algo suyo vagará por él.
Mañas de la poesía, el cuaderno reseñado por Paz, reunía medio centenar de décimas repentizadas por el ritmo y la rima y taraceadas de insensateces, cubanismos, frases procedentes de canciones populares y dicharachos. No era el cuaderno de un epígono suyo sino de un extraño que en lo más obvio, la forma, parecía haberse decidido por una poética si no contraria, sí indiferente a la suya. Gran lección: a diferencia de otros autores que sólo encomian poéticas que los legitiman --menos por disgusto ante lo diverso o afición al ninguneo que por necesidad de persuadir de que sólo las suyas son estimables--, Paz se abría a todo, incluso a aquello que parecía desertar de sus postulados y hasta contradecirlos. Un vistazo a sus obras completas revela hasta qué punto se interesó en los demás y les dedicó un tiempo que la mayoría de sus colegas de ayer y de hoy sólo se dedicaron y dedican a sí mismos. La cantidad de quienes llamaron su atención y fueron favorecidos por su afán de comprenderlos no es menos admirable que la heterogeneidad.
Nadie, entre sus colaboradores más allegados, logró explicarse cómo aquel cuaderno de de versos de autor desconocido, procedente de la Florida, pudo salvarse de la criba inicial –libros procedentes de todas partes del mundo arribaban a Vuelta diariamente-- y sortear los obstáculos que abundaban entre la revista y el hogar de su director, que apenas visitaba la oficina de la publicación porque para algo existía el teléfono. El propio Paz acabaría aconsejándome dirigir mi correspondencia a su dirección personal y describiéndome la sede de Vuelta como un agujero negro. Uno de ésos, subrayó, que se lo tragan todo. La levedad de mis décimas, tan fastidiosa a algunos --que deberían aficionarse al boxeo, donde los púgiles más pesados son el súmmum del deporte--, debe de haberles permitido sortear el vórtice gravitatorio del agujero y alcanzar su destino.
No sabiendo cómo adherirme a la fiesta sin riesgo de repetir lo que otros han dicho o de errar intentando disertar sobre una obra en la que no soy experto –mi relación con ella ha sido la de un lector ávido de conocimiento y estímulo; entusiasta y agradecido--, me atengo a recordar al Paz que conocí y, sobre todo, su relación con un poeta cubano; una relación de la que tuve noticia de la manera más inesperada:
María Belén, María Belén, María Belén,
María Belén Chacón, María Belén Chacón, María Belén Chacón,
con tus nalgas en vaivén,
de Camagüey a Santiago, de Santiago a Camagüey.
En el cielo de la rumba,
ya nunca habrá de alumbrar
tu constelación de curvas (…)
Éstos, y no otros, fueron los primeros versos que le escuché decir de memoria a Octavio Paz; decirlos con deleite, abandonándose a su música –el ritmo es un imán, había escrito--, risueño ante la perplejidad que su recitación me causaba.
¿Cómo presentir que podría recordar estos versos, tan distantes de los suyos, durante nuestro primer encuentro, a la menor alusión a la poesía cubana? Pertenecen al Cuaderno de poesía negra de Emilio Ballagas (1908-1954), publicado en Santa Clara, en 1934. Que Paz recordara otros no me hubiera sorprendido; que recordara éstos, tan extraños y hasta opuestos a su forma más emblemática de entender la poesía, sí. No sabía que diciéndomelos, más que halagarme --por tratarse de versos escritos por un compatriota--, me dejaba inerme ante su persona, incapaz de atrincherarme en un reducto donde, ingenuo, había planeado lucirme cuando nuestra conversación tomara un rumbo estrictamente literario y mis limitaciones de toda índole --librescas, mnemónicas, teóricas— amenazaran con delatar al impostor que tenía ante él.
Era 1986. Cinco años antes, Paz había tenido la amabilidad de reseñar un cuaderno de versos publicado por mí, en edición de autor, en Miami. Un cuaderno que yo había tenido la audacia de enviar a las oficinas de Vuelta --revista a la que no estaba suscrito-- como quien lanza una piedra a las nubes y espera que alguien se asome a ellas y le invite a subir o le suelte un improperio, confirmándole, en cualquiera de los casos, que el Paraíso Celestial existe. El arco y la lira, uno de sus libros fundamentales, me había expuesto a un mundo de ideas inéditas en torno al acto creador y me había revelado, como ningún otro libro de ensayos hasta entonces, el poder de la prosa que piensa y que, sin dejar de pensar, genera poesía, como si al explayarse la segregara o trascendiera, en la acepción más olfativa del término; el poder de una prosa donde no se sabe qué admirar más, si la forma espléndida o el caudal de hallazgos e intuiciones que arracima y que el joven que fui abrazó y quiso tener por cómplices en la conquista de su vocación incierta.
El arco y la lira fue una revolución: leí y releí sus páginas como quien se arroja a un torrente, y ese torrente, lejos de atarantarlo, lo espabila: era el torrente de la inteligencia, pero de una inteligencia sensible y hasta fabuladora que parecía sorprenderse y excitarse a sí misma a medida que se expresaba, como si el propio Paz, más que escribir, fuera poseído y simultáneamente liberado por su discurso. Quien intenta leer las primeras páginas de El arco y la lira es engullido por ellas como la máquina de Tiempos modernos engulle a Charlot, con una diferencia: el vagabundo será expulsado de la máquina y no volverá a introducirse en ella; el lector de El arco y la lira no sacará la cabeza del libro, y al voltear la última página sabrá que desde entonces, aunque no vuelva a abrirlo, algo suyo vagará por él.
Mañas de la poesía, el cuaderno reseñado por Paz, reunía medio centenar de décimas repentizadas por el ritmo y la rima y taraceadas de insensateces, cubanismos, frases procedentes de canciones populares y dicharachos. No era el cuaderno de un epígono suyo sino de un extraño que en lo más obvio, la forma, parecía haberse decidido por una poética si no contraria, sí indiferente a la suya. Gran lección: a diferencia de otros autores que sólo encomian poéticas que los legitiman --menos por disgusto ante lo diverso o afición al ninguneo que por necesidad de persuadir de que sólo las suyas son estimables--, Paz se abría a todo, incluso a aquello que parecía desertar de sus postulados y hasta contradecirlos. Un vistazo a sus obras completas revela hasta qué punto se interesó en los demás y les dedicó un tiempo que la mayoría de sus colegas de ayer y de hoy sólo se dedicaron y dedican a sí mismos. La cantidad de quienes llamaron su atención y fueron favorecidos por su afán de comprenderlos no es menos admirable que la heterogeneidad.
Nadie, entre sus colaboradores más allegados, logró explicarse cómo aquel cuaderno de de versos de autor desconocido, procedente de la Florida, pudo salvarse de la criba inicial –libros procedentes de todas partes del mundo arribaban a Vuelta diariamente-- y sortear los obstáculos que abundaban entre la revista y el hogar de su director, que apenas visitaba la oficina de la publicación porque para algo existía el teléfono. El propio Paz acabaría aconsejándome dirigir mi correspondencia a su dirección personal y describiéndome la sede de Vuelta como un agujero negro. Uno de ésos, subrayó, que se lo tragan todo. La levedad de mis décimas, tan fastidiosa a algunos --que deberían aficionarse al boxeo, donde los púgiles más pesados son el súmmum del deporte--, debe de haberles permitido sortear el vórtice gravitatorio del agujero y alcanzar su destino.
CONTINUARÁ