Dos palabras bastan para resumir las conclusiones a las que llegó el mundo occidental tras la Segunda Guerra Mundial: "Nunca más". Este eslogan lo refleja todo: el horror del Holocausto, la condena del nazismo, el dolor por los millones de víctimas y, en resumidas cuentas, el rechazo de la guerra como tal.
Tras el final de la Guerra Fría, "Nunca más" pasó de ser una advertencia a la constatación de un hecho. La "Amenaza Roja" había desaparecido y parecía que al menos esta parte del continente estaba en la trayectoria de un desarrollo sostenible y sin conflictos.
Esta creencia definió el estado de ánimo de toda una generación de la clase dirigente occidental y fue tan fuerte que el ataque de Rusia a Ucrania en 2014 se percibió como una desafortunada excepción a la regla general. Sin embargo, la agresión a gran escala de Rusia supuso una conmoción que no solo desencadenó una ola de solidaridad con Ucrania, sino que también reavivó viejos temores.
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Los sentimientos prorrusos en Occidente aún no han desaparecido del todo, pero actualmente no son determinantes. Hoy, en 2024, el principal debate en Occidente es entre los partidarios de un firme apoyo militar a Ucrania y los que quieren sentar a las "partes en conflicto" en la mesa de negociaciones lo antes posible e iniciar por fin lo que en el lenguaje del protocolo diplomático se denomina un "arreglo diplomático".
Ambas posturas se basan en argumentos sólidos, incluidos los que tienen su origen en la experiencia de la Segunda Guerra Mundial. El problema es que fue una mala interpretación de esta experiencia lo que llevó a bombardear de nuevo ciudades europeas y a que la palabra "genocidio" volviera a los titulares y a la tribuna de la ONU.
No ver el mal
La primera conclusión equivocada de la experiencia de la Segunda Guerra Mundial fue que la paz fuera un valor tan grande que fuese posible (y a veces incluso necesario) ignorar la realidad para preservarla.
La transformación de Rusia en una dictadura agresiva no fue repentina ni oculta: comenzó durante el primer mandato de Putin y se ha prolongado durante más de dos décadas. La evolución de la ideología oficial del Kremlin también era evidente para todos.
Irónicamente, el recuerdo distorsionado de la Segunda Guerra Mundial se ha convertido en la columna vertebral de la ideología del régimen de Putin. Tras atribuirse injustificadamente el estatus exclusivo de "país que derrotó al nazismo", Rusia pasó rápidamente del narcisismo al mesianismo, y el eslogan sentimental "Gracias abuelo por la victoria” fue sustituido por un eslogan amenazador: "Podemos hacerlo de nuevo".
Además, en la década de 2000, el Kremlin adoptó la doctrina del "mundo ruso", que justificaba las reivindicaciones de Rusia de extender su influencia a los Estados vecinos independientes.
Sin embargo, la idea de una "Europa de Lisboa a Vladivostok" seguía en el aire incluso después del infame discurso de Putin en Múnich en 2007. Fue una declaración bastante franca de que Rusia no estaba satisfecha con el orden mundial existente y se reservaba el derecho a ignorar las normas de convivencia establecidas en el continente y más allá. Es difícil imaginar que el público al que iba dirigido este mensaje no entendiera a Putin. Simplemente decidieron no dar la debida importancia a sus palabras, temiendo que una reacción adecuada alterara el status quo.
Al final, no se trata sólo de palabras y no sólo de Putin como tal. La anexión de la región de Transnistria de Moldova (1991-1992), dos sangrientas guerras en Chechenia (1994-1996 y después de 1999) y el ataque a Georgia (2008) no son una lista completa de conflictos armados en los que Moscú ha demostrado que sigue alimentando el imperialismo tradicional.
La anexión de Crimea ucraniana y la ocupación de parte de Donbás en 2014 fueron otra ronda del expansionismo ruso. Y, como ha quedado claro ahora, ignorar esta tendencia no ha ayudado a preservar la paz, sino que ha animado a Moscú a emprender aún más agresiones.
Apaciguamiento del agresor
Difícilmente exista un político en Occidente al que le gustaría conseguir la dudosa reputación del primer ministro británico Neville Chamberlain. Como ahora sabemos, el Acuerdo de Múnich de 1938 no evitó una gran guerra en Europa, ni siquiera la retrasó significativamente. Pero lo paradójico es que en el siglo XXI hay muchos que quieren repetir este error evidente, restando importancia al verdadero significado de los acontecimientos de Ucrania en la primavera de 2014.
Hace diez años, las ambiciones de Moscú se extendían mucho más allá de Crimea y Donbás. Incluso entonces, la propaganda rusa operaba con la ideología de "Novorossiya de Járkiv a Odesa", que reflejaba los verdaderos apetitos del Kremlin. El plan original de la invasión híbrida era apoderarse de varias regiones del sur y el este de Ucrania creando cuasi-repúblicas títeres como la RPL (República Popular de Lugansk) y la RPD (República Popular de Donetsk).
El hecho de que, al final, Rusia sólo consiguiera apoderarse de un tercio del territorio de las regiones de Lugansk y Donetsk, en el territorio continental, fue el resultado de los extraordinarios esfuerzos del Estado ucraniano y de la sociedad civil, que frustraron el plan de desmembrar Ucrania. Sin embargo, la reacción del mundo no estuvo a la altura del nivel de amenaza.
En lugar de castigar al agresor, se le invitó a la mesa de negociaciones, lanzando el llamado proceso de Minsk, y las sanciones impuestas a Rusia resultaron ineficaces. En lugar de contrarrestar o al menos disuadir a Rusia, Occidente optó por una estrategia de apaciguamiento, lo que animó a Putin a intentarlo de nuevo. Sólo que esta vez hablaba de apoderarse de toda Ucrania, mediante una ocupación abierta.
No es difícil imaginar lo difícil que resulta para el establishment y las sociedades occidentales aceptar el hecho de que la guerra ha vuelto a Europa. Resulta aún más insoportable pensar que las amenazas del Kremlin contra los Estados bálticos y otros miembros de la OTAN no son un farol, sino una declaración de intenciones. Ampliar la geografía del conflicto armado sería, en efecto, una tragedia, pero la indecisión o incluso la "moderación" en el apoyo a Ucrania sólo aumentan la probabilidad de que se produzca un escenario así.
Miedo al “militarismo”
Hoy en día, la militarización de Occidente es una respuesta adecuada y necesaria a las amenazas a las que se enfrenta. El aumento de los presupuestos militares, el rearme y la intensificación de los complejos militar-industriales pueden parecer un deslizamiento catastrófico hacia una guerra aún mayor que amenaza con convertirse en la Tercera Guerra Mundial y destruir finalmente el orden mundial. Sin embargo, tal razonamiento contiene un error fundamental. Apenas es necesario recordar que el orden internacional estable en el continente después de 1945 se creó por la fuerza de las armas, y que la Guerra Fría no se convirtió en una "guerra caliente" debido a la evidente superioridad militar de Occidente.
Tras el colapso de la URSS, las élites occidentales creyeron que Rusia podría integrarse en la comunidad euroatlántica mediante el desarrollo de lazos económicos que obligaran a Moscú a frenar sus apetitos imperiales en aras de un beneficio pragmático. Pero estos cálculos no se hicieron realidad. El Kremlin consideraba los lazos económicos con Europa como una herramienta de chantaje, y el pacifismo como una admisión de debilidad. Las consecuencias de esto son bien conocidas: hay menos paz en el continente, no más.
El nuevo orden mundial del que habla Putin desde hace tres años no tiene nada que ver con la descolonización. El dictador ruso está hablando de un mundo dominado por el imperio de la fuerza, sin restricciones por ningún acuerdo, ley o convención. No cabe duda de que sería un mundo militarizado, lleno de violencia y brutalidad. Pero la única forma realista de evitar ese escenario es mejorar el sistema de seguridad colectiva, que puede obligar a Moscú, Teherán y Pyongyang a acatar las normas de la convivencia civilizada. Esto sólo es posible si los llamamientos al orden están respaldados por una voluntad real e innegable de utilizar la fuerza.
El factor ucraniano
Como ha señalado acertadamente el historiador Timothy Snyder, Ucrania estaba en el centro de los planes coloniales de Hitler, y se convertiría en un apéndice de recursos estratégicamente importante del Tercer Reich. Ucrania era el mismo recurso para Stalin, por lo que el choque entre ambos totalitarismos era inevitable.
Hoy en día, Ucrania también desempeña un papel clave a la hora de determinar cómo será el mundo mañana. Pero ahora ya no se trata tanto de los recursos económicos y naturales de los que podría apoderarse Putin, sino de un recurso político y simbólico. Logrando un éxito al menos parcial en su guerra, el Kremlin demostrará que el orden internacional creado después de 1945 y finalmente consolidado después de 1991 puede ser revisado. Y cuanto mayor sea su éxito, más convincente será este ejemplo.
Hoy no es demasiado tarde para evitar una catástrofe que podría abatirse sobre Ucrania, Occidente y, al fin, sobre el mundo entero. Para ello, Occidente dispone de recursos suficientes que pueden movilizarse y dirigirse adecuadamente mediante el esfuerzo de la voluntad política. Sí, implicará muchos recursos y una velocidad en la toma de decisiones poco habitual en las democracias. Pero será la mejor inversión en nuestro futuro común. Un futuro en el que "Nunca más" sonará como una constatación de un hecho, no como un reproche.
Fuente: Centro de Comunicaciones Estratégicas y Seguridad de la Información