La Habana - El vetusto camión Zil 130 de la era soviética aparca encima del contén y sus operarios comienzan a descargar varias cajas de pollos made in USA en una carnicería estatal de Diez de Octubre, municipio al sur de La Habana.
El carnicero, vestido con una camisa verde de cirujano, tira al cesto de basura su mocho de tabaco, amuela el hacha y comenzó a desguazar la carne de ave. Dos horas antes del arribo del camión, habían ido llegando consumidores y formando una fila bajo un sol africano. Quieren ser los primeros en adquirir el medio kilogramo de pollo que mensualmente otorga la libreta de racionamiento a todos los nacidos en la República de Cuba.
Hacer cola se ha convertido en un deporte nacional en la Isla, sobre todo en el caso de los ancianos. Ellos aprovechan las colas para recordar el pasado, comentar el presente y elucubrar sobre el futuro.
Juan Antonio, 83 años, jubilado de la industria azucarera, desde bien temprano en la mañana se cuelga una jaba de saco en el hombro y recorre la panadería, carnicería, agromercado y bodega de su barrio. Es el encargado de 'hacer los mandados', como en Cuba llaman a las compras domésticas diarias.
“Tengo cuatro hijos y cuatro nietos. Dos de mis hijos aún viven conmigo y mi esposa. Hacer mandados es un ejercicio físico, una válvula de escape. Camino varias cuadras, converso con los vecinos y así el tiempo se pasa más rápido”, señala Juan Antonio. El viejo azucarero y otros jubilados que esperan su cuota de pollo, comienzan a charlar.
“Esto que se está viviendo no es socialismo ni la cabeza de un guanajo. La desigualdad es enorme. No se premia al que trabaja. Los que reciben dólares o viven del invento son los que pueden escapar”, asegura Flavio, ex profesor de secundaria.
Los recuerdos a menudo se destapan entre los mayores de 60 años: ellos vivieron en primera persona la etapa de la Cuba soviética, cuando en el país existían dos libretas, una de alimentos y otra de artículos textiles, y las cantidades distribuidas eran más generosas, variadas y baratas. Sin contar que había productos liberados que se podían adquirir en las propias bodegas y carnicerías o en los llamados 'mercados paralelos', a precios un poco más altos, en pesos.
“El pan, leche, yogurt, queso crema y mantequilla se vendían por la libre y nunca faltaban. De la carne de res, que hoy muchos adolescentes ni siquiera la han probado, te tocaba una libra (453 gramos) per cápita cada nueve días. El salario tenía un poder adquisitivo real. Hasta los más pobres podían comprar botellas de jugos búlgaros o jamón 'viking' (procesado) que costaba 6 pesos la libra. Yo trabajaba en un central y todos los fines de semana comía en la calle con mi esposa e hijos. Íbamos a un restaurante o una pizzería buena y con 50 o 60 pesos comíamos los seis. Ahora cenar en una paladar es un lujo para casi todas las familias ”, apunta Juan Antonio.
Lo de comer en la calle en aquellos años trajo a mi memoria que mi madre, al no ser graduada de periodismo y para poder tenerla en la plantilla de la revista Bohemia como una reportera más, la solución administrativa que encontraron fue nombrarla oficinista, devengando un salario mensual de 163 pesos. En mi casa había dos entradas: los 163 pesos de mi madre y los 100 de la pensión de viudez de mi abuela.
Vivíamos con lo mínimo, pero no solo no pasamos hambre, si no que todos los domingos por la tarde, después de salir del cine, a mi hermana y a mí, mi madre nos llevaba a merendar. Si era en El Vedado, al Potín, en Línea y Paseo, o a una cafetería que había en 23 y 10, cuya especialidad eran los perros calientes. En Centro Habana, al bar El Polo, en Reina y Ángeles, donde ofertaban unos espléndidos sandwiches. Entonces, dos de las mejores pizzerías habaneras eran Montecatini y Doña Rossina, las dos en El Vedado. A Doña Rossina íbamos a menudo pues allí laboraba una parienta que nos hacía la reservación. Veinte pesos alcanzaban para tres raciones de crema de queso, pizza y espaguetti.
Mientras, en la cola del pollo, una señora evoca con nostalgia el tiempo en que Cuba dependía de los 'bolos' (rusos).
“Es verdad que todos éramos pobres. Pero nos alimentábamos muchísimo mejor y el Estado te garantizaba lo esencial. Si te destacabas en tu trabajo, te premiaban con bonos que te posibilitaban comprar refrigeradores, televisores, lavadoras, ventiladores y radios a plazos. Eran soviéticos o de la antigua RDA. A los vanguardias nacionales les asignaban autos, fabricados en la URSS o Polonia. Algunos se ganaron viajes a países socialistas. Había un plan obrero vacacional de casas en la playa, al alcance de todos los bolsillos. Y si ahorrabas, podías pagarte una excursión por toda la isla, le decían La Vuelta a Cuba y costaba 250 pesos. Ahora los que trabajan no pueden comprarse ni un chupa chup”, dice Sara, 65 años, quien laboró como costurera en un taller estatal durante cuatro décadas.
Según Carlos, sociólogo, “es el típico síndrome de Estocolmo y si todavía subsiste en un segmento amplio de personas que vivieron aquella etapa, es debido a que en estos momentos la capacidad del gobierno de mantener un Estado de bienestar está en mínimos. En el país de los ciegos, el tuerto es rey. Y a finales de los años 70 y en la década de 1980, Cuba tuvo sus mejores índices productivos y gracias al cheque en blanco que nos giraban los soviéticos, se podía mantener una salud pública con cierto nivel y garantizar una educación y alimentación decentes”.
Daniel, graduado de ciencias políticas, cree “que era tan amplio el crédito que se recibía de la Unión Soviética, que hubo momentos, a mediados de los 80, que le permitió a Fidel Castro sostener dos guerras de manera simultánea en Etiopía y Angola y enviar armas y recursos al FMLN de El Salvador. No todas las potencias imperiales pueden sufragar eso. Si Fidel hubiese utilizado el cuantioso dinero que llegaba del Kremlin -casi tres veces superior al Plan Marshall de Estados Unidos a Europa Occidental al finalizar la Segunda Guerra Mundial-, en desarrollar el país, la etapa posterior a la desaparición de la URSS y la caída del Muro de Berlín, la hubiéramos afrontado en mejores condiciones. Soy de los que piensan que el Período Especial pudo haber sido menos duro e incluso se hubiera evitado, si las finanzas no hubieran estado en números rojos por la participación en conflictos bélicos en África y otros continentes”.
Muchos cubanos que actualmente viven en la extrema pobreza -cerca de un 28% según algunas estadísticas- también añoran aquella etapa. “En las escuelas estaban garantizadas la merienda y el almuerzo. Además de los uniformes, el Estado le otorgaba a los alumnos calzado colegial y deportivo así como la base material de estudio. Siempre fui muy pobre, pero por la libreta de productos textiles tenía garantizado dos pares de zapatos, dos camisas y dos pantalones anuales. Y todos los niños tenían asegurados tres juguetes al año”, apunta Nelson, 63 años, diabético grado II que sobrevive vendiendo mercancías recicladas frente a la Plaza Roja de la Víbora.
Cuando usted le dice a Juan Antonio, jubilado de la industria azucarera, que en la Cuba soviética se viviría mejor, pero estábamos peor, porque además de cárceles llenas de presos políticos y violaciones a los derechos humanos, existían prohibiciones absurdas: la gente no podía comprar ni vender casas, ser turista en su propio país, montar un pequeño negocio o contratar una línea de teléfono móvil, hace un mohín con la boca y responde:
“Sí, es verdad que antes había más prohibiciones y controles, pero el Estado te garantizaba comida, educación y salud con mayor calidad. Ahora se vive del cuento. Ensalzan al socialismo, pero para vivir hay que tener divisas”.
Juan Antonio, Flavio y Sara pertenecen a esa generación de ciudadanos que consideran que la democracia, los derechos humanos y la libertad de prensa y expresión son cosas buenas, pero con ellas no se almuerza.
Desde que en marzo de 1962 Fidel Castro implantó la libreta de racionamiento y la escasez de alimentos fue en aumento, debido a una agricultura ineficiente, la principal prioridad de los cubanos es comer. Lo demás, ya veremos.