Si Fidel Castro hubiera previsto el derribo de aquel muro vergonzoso que los comunistas comenzaron a construir en Berlín el 13 de agosto de 1961 ―el mismo día en que celebraba sus 35 años―, no habría ensalzado tanto la visita de Mijaíl Gorbachov a La Habana en abril de 1989, solo siete meses antes de que las multitudes se decidieran a descorrer por completo las cortinas de ese verdadero teatro de los horrores que fueron y han sido todos los regímenes totalitarios.
En un discurso ante la Asamblea Nacional, cargado de gestos hipócritas hacia el mandatario soviético, el dictador cubano, además de elogiar las políticas de "reestructuración" implementadas en la antigua URSS, invitaba a dar "vivas" a la "inmortalidad" del campo socialista sin avizorar que apenas terminado el año tendría que morderse la lengua ante las imágenes de hombres y mujeres, niños, jóvenes y viejos, demoliendo los bloques de concreto que alguna vez los oprimieron y segregaron.
A pesar de que muchos esperaban que el socialismo en Europa arrastrara en su caída al régimen cubano, en la isla parecía no suceder nada. Sin embargo, 1989 fue el mismo año del desesperado fusilamiento del general Arnaldo Ochoa junto a otros militares y fue, además, el comienzo de una época terrible, aun no concluida, para un Gobierno que, al saberse desprotegido por las armas de los rusos, por primera vez temblaba ante la proximidad real del fin y el comienzo de una era democrática donde habrían de ser juzgados por sus excesos.
Si anteriormente Fidel Castro, basado en los acuerdos militares con Moscú de abril de 1962, se había sentido invulnerable, al confiar en que las mismas tropas comunistas que invadieron Budapest en 1954 y Praga en 1968, le salvarían el pellejo en caso de una sublevación popular, a finales de los años 80 las certezas de su impopularidad (ya constatada en la gigantesca crisis migratoria de inicios de esa década) y de su inseguridad política lo condujeron a ese incoherente torbellino de timonazos que ha caracterizado, hasta la actualidad, el proceso político cubano y sus cada vez más absurdas e inconsecuentes estrategias de "salvación" que, a finales de los años 80, lo llevó a un frenesí de cavar túneles y búnkeres por toda la isla previendo una debacle total y, en los tiempos que corren, a una exacerbación de su muy conveniente "capitalismo de Estado" con que piensa resguardar su cadáver, su memoria o su prole pero jamás un socialismo que hace mucho dejó de existir.
Si, transcurridos 25 años, los acontecimientos del 9 de noviembre de 1989 en Berlín son considerados el inicio simbólico de una época de recuperación de las libertades democráticas, en Cuba, ese mismo año fue como el disparo de arrancada de una maratón de reemplazos de dirigentes, movilizaciones militares y medidas de resguardo y represivas de todo tipo, mucho más drásticas, para evitar el "contagio" o, en última instancia, dilatar el comienzo del fin.
Las tensas conversaciones a puertas cerradas con Gorbachov, en abril; los oscuros juicios sumarísimos y los posteriores fusilamientos, en julio; el derribo del llamado Muro de la Vergüenza, en noviembre; más la invasión a Panamá y la detención del gran amigo Noriega, en diciembre, mantuvieron al régimen de sobresalto en sobresalto. La paranoia habitual terminó por exacerbarse cuando al año siguiente, a finales de junio, Mijaíl Gorbachov decretara un cambio en el comercio con la isla, a tono con los precios del mercado internacional, y, posteriormente, una "modernización" de las relaciones diplomáticas que acentuarían la soledad de la dictadura.
La desesperación frente a noticias tan nefastas condujo a la celebración apresurada del IV Congreso del Partido Comunista de Cuba, plagado de urgentes modificaciones de la Constitución y de los estatutos de la organización política de manera tal que permitieran un velado recrudecimiento de la dictadura y, al mismo tiempo, poner en práctica una serie de guiños y coqueteos con ese mundo exterior, capitalista, del que meses antes había que proteger a los cubanos, a toda costa.
Así, los temas de la "inconstitucionalidad" de cualquier cambio político que excluyera al socialismo, junto a la reinserción en la economía internacional y la necesidad de incentivar la inversión de capital extranjero, ambos anteriormente proscritos en los debates del Partido, centraron las discusiones que más tarde llevarían a la actual política de "sálvese el que pueda" que en aquellos días se escondió bajo el concepto de "rectificación de errores" y hoy lo hace bajo la engañifa de "reestructuración económica" y la consigna de "salvar la revolución y el socialismo" que enarbolan los secuaces de Raúl Castro.
Si el desplome del muro de Berlín no fue claramente escuchado en la isla debido a esa orden de "silencio total" que fue impuesta a inicios de la dictadura y que, transcurrido medio siglo, aún funciona como nuestro propio Muro de la Vergüenza, cada año reforzado con estratagemas y chantajes, los constantes devaneos políticos, las promesas sin cumplir, la hipocresía como práctica ideológica que ha definido el discurso de la "revolución" fueron puestos al descubierto en ese momento de crisis y, desde esa fecha hasta nuestros días, la impopularidad del Gobierno se ha incrementado.
La miseria que dejaron los Juegos Panamericanos celebrados en La Habana en 1991, el Maleconazo en 1994, las crisis de balseros, el Proyecto Varela, el incremento de las voces que disienten de manera abierta y que se unen en partidos políticos clandestinos, las Damas de Blanco protestando pacíficamente en las calles, las inmensas multitudes frente a las embajadas para emigrar o cambiar de nacionalidad, las sucesivas defenestraciones de dirigentes y militares, las constantes "deserciones" de diplomáticos, médicos, deportistas y empresarios, los miles de jóvenes en las calles trocando sexo con extranjeros por el azar de una visa definitiva que los aleje de sus infiernos cotidianos son pruebas de ese descontento creciente que, más temprano que tarde, terminará por derribar lo que va quedando de nuestro propio muro.
Publicado originalmente en Cubanet.