Aquella señora de bata blanca que recorría las salas cada mañana cobraba por escribir un peso mayor en la historia clínica.
Le ha cosido al pantalón un doble forro en la zona más baja. Suficiente para colocar allí la leche en polvo que saca a escondidas de la fábrica. Hasta ahora nunca ha tenido problemas, pero de vez en cuando traen a un nuevo custodio y debe evitar por unos días llevarse algo a casa. Nunca le ha interesado profesionalmente el trabajo en ese Complejo Lácteo, pero no lo cambiaría por ningún otro. A esa plaza de empaquetador le debe los quince que pudo celebrarle a su hija, la placa que logró hacerle a la casa, la pequeña moto con la que se mueve por toda la ciudad. Tiene un empleo envidiado por muchos. Una ocupación que podría hacer alguien con sólo sexto grado, pero que codician universitarios, expertos y hasta científicos. Está en un centro laboral donde se puede robar.
El ingenio y la ilegalidad se conjugan a la hora de ganarse la vida. Mangueras enrolladas por debajo de la camisa en las que se transportan alcohol sacado de las destilerías. Torcedores de tabaco que calculan el tiempo en que la cámara de seguridad mira hacia otro lado para esconder un habano debajo de su mesa. Panaderos que agregan más levadura para que la masa se hinche desmesuradamente y poder revender la harina. Taxistas diestros en adulterar el taxímetro; dependientas que le roban a cada pomo de detergente líquido una porción del producto; campesinos que agregan a cada saco de frijoles su correspondiente porción de pequeñas piedras… para que pese más. Una creatividad volcada en el desfalco al Estado y al cliente, se extiende por toda la Isla.
Sin embargo, de todas las formas rebuscadas y astutas de “luchar”, que he conocido, hay una que destaca por sorprendente. La supe por una amiga que dio a luz un bebé bajo de peso en hospital de maternidad en La Habana. Tanto el niño como la madre debían quedarse en la institución médica hasta tanto éste aumentara al menos una libra. El proceso era lento y la recién parida estaba desesperada por volver a casa. El baño no tenía agua, la comida era pésima y cada día su familia debía hacer un gran sacrificio por llevarle alimentos y ropa limpia. Para colmo, mi amiga veía como a otros bebés con poco peso les daban de alta rápidamente. Le comentó su desesperación a otra paciente y esta le respondió riendo: “¡Pero tú eres boba! ¡Tú no sabes que la enfermera vende las onzas!”. Aquella señora de bata blanca que recorría las salas cada mañana cobraba por escribir un peso mayor en la historia clínica. Vendía onzas inexistentes de bebé. ¡Vaya negocio!
Después de conocer esa historia ya nada me extraña, ni nada me sorprende, sobre las múltiples formas en que los cubanos “luchan” por sobrevivir.
Publicado en Generación Y el 6 de octubre del 2013
El ingenio y la ilegalidad se conjugan a la hora de ganarse la vida. Mangueras enrolladas por debajo de la camisa en las que se transportan alcohol sacado de las destilerías. Torcedores de tabaco que calculan el tiempo en que la cámara de seguridad mira hacia otro lado para esconder un habano debajo de su mesa. Panaderos que agregan más levadura para que la masa se hinche desmesuradamente y poder revender la harina. Taxistas diestros en adulterar el taxímetro; dependientas que le roban a cada pomo de detergente líquido una porción del producto; campesinos que agregan a cada saco de frijoles su correspondiente porción de pequeñas piedras… para que pese más. Una creatividad volcada en el desfalco al Estado y al cliente, se extiende por toda la Isla.
Sin embargo, de todas las formas rebuscadas y astutas de “luchar”, que he conocido, hay una que destaca por sorprendente. La supe por una amiga que dio a luz un bebé bajo de peso en hospital de maternidad en La Habana. Tanto el niño como la madre debían quedarse en la institución médica hasta tanto éste aumentara al menos una libra. El proceso era lento y la recién parida estaba desesperada por volver a casa. El baño no tenía agua, la comida era pésima y cada día su familia debía hacer un gran sacrificio por llevarle alimentos y ropa limpia. Para colmo, mi amiga veía como a otros bebés con poco peso les daban de alta rápidamente. Le comentó su desesperación a otra paciente y esta le respondió riendo: “¡Pero tú eres boba! ¡Tú no sabes que la enfermera vende las onzas!”. Aquella señora de bata blanca que recorría las salas cada mañana cobraba por escribir un peso mayor en la historia clínica. Vendía onzas inexistentes de bebé. ¡Vaya negocio!
Después de conocer esa historia ya nada me extraña, ni nada me sorprende, sobre las múltiples formas en que los cubanos “luchan” por sobrevivir.
Publicado en Generación Y el 6 de octubre del 2013