“Me hiciste esto, pero no vas a poder conmigo: la batalla del poder contra nosotros, de toda esa gente que parece tan poderosa, la tienen perdida de antemano”, dice desde Barcelona el escritor y pintor cubano Juan Abreu. “Por eso el denominador común del grupo es la furia, cierta sensación de una necesidad imperiosa de vengarnos”.
Se refiere a los escritores y artistas de la llamada generación del Mariel, los que salieron de Cuba por ese puerto para llegar a Estados Unidos en el éxodo de 1980, iniciado hace hoy justamente cuatro décadas. Él, junto con Reinaldo Arenas, Carlos Victoria, Reinaldo García Ramos, Roberto Valero, Luis de la Paz y René Cifuentes, entre otros, fundaron en 1983 la revista que iba a reunirlos durante al menos tres años, y a la que siempre tendrán que volver los investigadores cuando busquen el espíritu del grupo.
Por supuesto: la revista se llamaba Mariel. Y la venganza era trabajar, dedicarse a lo que les habían prohibido hacer en Cuba. Abreu menciona el texto que escribió para presentar la colección de autores del Mariel que publicara recientemente la Editorial Hypermedia.
Lee también Rediseñada la revista "Mariel", ofrece sus ocho números digitalizados“Una de las cosas que destaco es que en todas las obras hay como un sustrato, una corriente subterránea de furia”, explica. “Es como una especie de enfurecimiento común a todos los autores. Cada uno lo manifiesta a su manera, pero hay sin dudas esta actitud de rechazo y de ajuste de cuentas con una dictadura [y] con una realidad que les tocó y contra la cual lo único que se podía hacer era persistir, trabajar y hacer lo que ellos no querían que tú hicieras: tu obra”.
Al llegar al exilio, este grupo, “comandado de cierta manera por Arenas”, que ya era conocido y a quien en Estados Unidos le prestaban atención --“y en consecuencia nos prestaban atención a nosotros y a los proyectos que teníamos”, dice Abreu--, tuvo acceso a personalidades importantes que sin Arenas “no nos hubieran hecho ningún caso, dicho de una manera franca”.
Así fue como pudieron ponerse en contacto con la reconocida académica estadounidense Susan Sontag, y terminaron apadrinados por la investigadora Lydia Cabrera (“el hada madrina de nuestro grupo”, asegura Abreu) y el cineasta Néstor Almendros.
Como parte del Consejo de Redacción de Mariel, Abreu sabe muy bien los sacrificios que costaba hacerla: en una época en que cien dólares pagaban la mitad de una renta, cada uno de ellos aportaba esa cantidad de su bolsillo.
“Todos ponían su dinerillo y la revista salía”, subraya. “Y está ahí: nadie la podrá negar. La realidad es tozuda, existe”.
Recuerda que él vivía en un efficiency en Hialeah con su hermano Nicolás y su cuñada, y tenía que irse al cine para que ellos pudieran tener un poco de privacidad.
“Carlos Victoria venía a buscarme al efficiency el sábado o el domingo y nos íbamos a Haulover Beach y nos sentábamos en la arena y él me leía el cuento que había hecho esa semana, podía ser Las sombras en la playa”, evoca el autor. “Lo leía en la arena, lo discutíamos, y después nos íbamos a comer por allí. El domingo no era para fiestar: era para discutir la obra que habíamos hecho en la semana”.
La sesión en la playa era rigurosa, según recuerda. “Íbamos a destriparnos ferozmente los cuentos, típico de la escuela reinaldiana, como las tertulias del Parque Lenin”, dice, en referencia a los encuentros que él y sus hermanos José y Nicolás tenían en aquel parque habanero donde Reinaldo Arenas se refugiaba antes de escapar de Cuba.
“Ese sentido del deber, ese rigor, creo que era bastante común a la gente del grupo”, comenta Abreu. “Creo que tenía conexión con las experiencias que habíamos vivido en Cuba: ahora cada uno podía actuar con normalidad; decir: bueno, este es mi espacio, voy a hacer lo que quería”.
Hay un orgullo en hacer tu trabajo; siempre me he sentido muy orgulloso de esa cofradía, añade. “Denota una actitud especial, casi erótica hacia el trabajo”, asegura.
“En general, toda esta gente va a tener un espacio, y se los tienen que reconocer”, manifiesta el escritor cubano. “Esa es la cuestión básica: me negaste el espacio, pero no me vas a ganar. Lezama decía: ‘Los venzo porque son unos vagos’. No reclames un espacio para una obra que no existe”.
"Escoria" en el pasaporte
No fueron solo narradores y poetas los que llegaron a Estados Unidos en el éxodo de 1980. Una lista breve de nombres de otras disciplinas siempre va a ser incompleta, pero valga como muestra: los pintores Carlos Alfonzo, Ernesto Briel y Jesús Selgas; la actriz Yolanda Cuéllar y el actor Evelio Taillacq; el dramaturgo y cineasta Iván Acosta (René Ariza había logrado salir de prisión y de Cuba poco antes); las periodistas Mirta Ojito y María Montoya; los músicos Alfredo Triff y Carlos Gómez, del dúo Marta y Carlos…
Triff recuerda que ya era "gusano y apestado", pero como si esos agravios fueran poco, le estamparon entonces otro en el pasaporte: escoria.
La furia de la que habla Abreu brota muy elocuentemente en una reflexión de Miguel Correa reproducida en el artículo “La generación del Mariel”, que Jesús J. Barquet –otro escritor del grupo— publicara en la revista Encuentro.
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“La misma palabra «Mariel» explica nuestra procedencia: escapados de Cuba”, escribía Correa en 1983. “Los artistas que integran esta generación son los que, de una forma u otra, «formó» la dictadura comunista de Fidel Castro en veintitantos años de histeria y represión. Creo que no ha existido un grupo generacional con un marco histórico tan extremadamente uniforme, tan idéntico, como el nuestro. Las mismas rejas que estrenó René Ariza, las conocieron Valero y Arenas. La misma represión sin salida, el mismo ciclo de persecuciones y arrestos, los mismos interrogatorios infernales.
“Las purgas y los trabajos forzados los conocimos todos en el mismo país y casi hasta a la misma hora. Las mismas amenazas, el chantaje comunista (el más cruel de los tiempos modernos) y el acoso físico los sufrimos todos a la vez”, sigue diciendo Correa. “Es que hasta nuestros sufrimientos, nuestros sueños y alegrías son tan similares que realmente parece que salimos todos de la misma madre. Y es eso realmente. Salimos todos de la madre (mejor dicho, del c… de la madre) de la opresión y del dominio absoluto de un hombre”.
Por sus críticas frontales al régimen de Fidel Castro tuvieron que enfrascarse incluso en aclaraciones semánticas. Cuando el académico estadounidense Seymour Menton los calificó de “antirrevolucionarios”, le salió al paso –también citado por Barquet— uno de ellos: Reinaldo García Ramos.
“Tengo la obligación de aclararle que ese vocablo hace caer sobre los escritores cubanos del exilio una especie de aversión o alergia al concepto de revolución en todas sus amplísimas aplicaciones, que pueden ser artísticas, científicas, personales, metafísicas, tanto como históricas y políticas”, decía García Ramos. “Y los escritores cubanos del exilio, por la sencilla razón de que muchos, muchísimos de ellos son verdaderos creadores de una alta sensibilidad, serán siempre partidarios de los cambios, de las renovaciones, de las revoluciones verdaderas y enriquecedoras del ser humano en su definición más universal.
“¿Por qué no decir, sencillamente, que estos escritores son «no castristas», o si se quiere, «anticastristas»?”, preguntaba García Ramos. “Me niego a aceptar que Fidel Castro posea los derechos exclusivos sobre la palabra «revolución», y que esa revolución suya posea los derechos exclusivos sobre la palabra «narrativa»”.
El orgullo de ser gusano
Resulta curioso que la palabra acuñada tempranamente por Fidel Castro para desprestigiar a quienes se opusieran a la “revolución” o decidieran escapar de ella, gusano, terminara siendo usada con orgullo por los marielitos. Se nota en estas dos breves evocaciones del Mariel escritas a solicitud de Radio Televisión Martí por el músico Alfredo Triff y el narrador y traductor Jorge Posada.
En El mes de Mariel, escribe Triff:
“Ser gusano en Cuba era la peste y yo fui un apestado. Me repugnaba el comunismo pero aprendí, como otros muchos de mi generación, a sobrevivir en esa desgracia. De esos 30 días del mes de abril los detalles se han borrado con la rapidez frenética de los acontecimientos. Quedan la euforia del cambio y la incertidumbre de dejar toda una vida detrás.
“Abril de 1980 fue un mes de humillaciones: el chivatazo del presidente del comité y el delegado de la CTC, que trajo los escandalosos actos de repudio y la expulsión sumaria del trabajo. Ya no era solo gusano. ‘Ciudadano, Ud. y su familia se van por escoria’. Así apareció en mi pasaporte escrito con tinta: ESCORIA.
“Una noche nos llevaron al ‘Mosquito’, campamento militar cercano al puerto de Mariel, donde descubrí a cientos de escorias como yo, esperando embarcarse, tirados en el fango. Pasamos tres días a la intemperie, sin comida y sin agua. Una noche nos recogieron en una guagua y nos llevaron al puerto. El viaje duró 48 horas en un mar de borrasca. El nombre del camaronero fue profético: “Freedom”. En abril de 1980 también nos hicimos libres”.
Bourbon doble a la roca titula el suyo Jorge Posada:
“Después de haberme escapado de Cuba por el Éxodo del Mariel, cuarenta años más tarde sigo siendo tan gusano como cuando me fui.
“En 1980, el país llevaba años de censura, represión, recogidas, miserias humanas y apatía. El clima era irrespirable, claustrofóbico, a diario todo empeoraba, el futuro pertenecía al socialismo y, la esperanza —esa p… vestida de verde, como dijo alguien— era punto menos que inalcanzable. Hacía mucho tiempo que La Habana era una ciudad fantasma, aburrida, llena de miedo, de policías, y la monotonía no parecía terminar. La vida era tan miserable, había tan poco que hacer y el tedio era tan grande que uno se encerraba a leer y se volvía culto sin ser libre.
“No me quedaba otra salida que largarme del país. Y el martes 20 de mayo de 1980 me bajé de un camaronero en Cayo Hueso con el alma enlutada y sombría, y con una desamparada incertidumbre ante lo desconocido. Lo único que ansiaba era ser libre, algún día, comprarme un carro, aunque fuera viejo, viajar; dejarme la melena, un bigotazo y ponerme un Levi’s y una camisa de mil colores sin que me parara la policía. Solo quería tener en un estante los libros de Cabrera Infante, las películas de Alfred Hitchcock y todos los discos de los Beatles. Y ver a qué sabía el bourbon doble a la roca que tomaba Frank Sinatra.
“Llegué a Estados Unidos con treintaidós años, sin un centavo y sin mi familia. He trabajado como maestro de idiomas, traductor, friegaplatos, security guard, chofer de limosina, bartender y, de nuevo, traductor. Vi a los Rollings Stones en el Veterans Stadium de Filadelphia; una mañana de invierno me tomaba un café americano en la Pequeña Italia cuando Dustin Hoffman se acercó y pidió otro al lado mío; hablé toda una tarde con François Truffaut en el apartamento neoyorquino de Néstor Almendros; gocé en el Shea Stadium el sexto juego de la Serie Mundial entre los Mets y los Red Sox, y canté, grité y lloré con Paul McCartney en el Madison Square Garden.
“No me hice rico, pero he sido feliz y no me puedo quejar. En cuarenta años no he vuelto a Cuba ni creo que regrese nunca. El Mariel me enseñó muchas cosas, entre ellas volver a tener modales, ser amable y vivir en libertad”.