Si hay cubanos que de toda la vida han visto de cerca los cruceros, esos son los de Maisí. Los enormes buques blancos pasan tan despacio, y tan cerca, que casi se pueden tocar con las manos. Son apariciones en medio de la nada, porque esa zona del oriente del país es tan pobre que apenas se pueden contar casas, solo unas pocas chozas increíblemente sujetadas a la tierra.
Por donde pasan los cruceros hay un escenario sobrecogedor, muy cerca, que es un cementerio de náufragos haitianos; pero como los cruceros generalmente pasan de noche, solo se ven las luces del hotel flotante; se escucha la música tropical de las fiestas a bordo, el leve sonido procedente del cuarto de máquinas, las olas rompiendo suavemente en el casco de la nave, y se observan curiosos en la cubierta que dicen adiós. Solo quien sabe que debajo de todo esto hay un cementerio de náufragos –sin nombres, solo números y cruces de cabillas- es capaz de sentir en lo más hondo los contrastes de la vida.
Dicen los lugareños que, cuando se avisa naufragio, se activan los pocos agentes de Defensa Civil, a toda prisa, porque a veces se pueden salvar vidas. Y también acude la gente común a ayudar con lo que puede. Generalmente los cayucos llegan con los muertos, y es por eso que se producen los enterramientos masivos, para evitar epidemias.
Muy cerca está el Faro de Maisí, donde un torrero anónimo y solitario observa el tráfico del Paso de los Vientos, el canal peligroso de la zona por donde se desplazan los haitianos que quieren llegar a Estados Unidos. Sin embargo, su destino final, tristemente y en contra de su voluntad, está en Cuba.
El cementerio de haitianos redobla la pobreza. Maisí es un pueblo que si no tuviera el faro ni se conociera. En el mapa de la isla representa la cabeza del caimán, aunque hay quien lo ve al revés. Lo que sí es imposible que alguien que amanezca allí se olvide de esa bola de fuego que rompe el horizonte. Es uno de los amaneceres más bellos del mundo, en medio de la desolación y el olvido. Porque sí, los cruceros pasan, tocan el claxon y siguen hasta República Dominicana o Puerto Rico. Tocan el claxon por cortesía con unos habitantes que hasta hace muy poco tiempo eran –todavía muchos lo son- de los más aislados del planeta.
No hay muelle, ni derecho a atracar
Los guantanameros siempre han tenido una doble vida, la real y la soñada por esa proximidad a la Base Naval americana. No pocos escuchaban historias de otros que conocían a alguien cuyo vecino tenía un amigo viejo que todavía trabajaba en el campamento militar yanqui, o recibía pensión de allí.
Caimanera, el pueblo prohibido de Guantánamo, tiene un hotel cuyo paquete turístico ofrece prismáticos para mirar la Base. Los televisores y radios que comercializa el gobierno en la zona están trucados. Dicen que les quitan una pieza para que no capten las ondas “americanas”, pero aun así entran las emisoras “del enemigo”.
Los inmensos cruceros que pasan tan cerca de Cuba por esa costa vienen a reafirmar el sueño, que consiste en imaginar un más allá grandioso, lleno de luces y de música tropical. Pero los barcos no paran porque está prohibido, a no ser que ahora, con las licencias especiales emitidas por el gobierno de Estados Unidos, decidan amarrar en algún lugar de Maisí para hacer escala. Un lugar que habría que construir.
El Dominguero
En enero del año 2000, un grupo del Guiñol de Guantánamo se encontraba en plena representación teatral cuando observó que el público mermaba. Como era de noche, la oscuridad favorecía un escape progresivo por los laterales. Hasta que detuvieron la función y preguntaron qué pasaba.
“Es que a esta hora pasa El Dominguero”, contestó un vecino respetuoso que, junto a su hijo, permaneció estoicamente en la improvisada “sala” de teatro, un descampado lleno de piedras que habían chapeado por la mañana y luego cercado con 15 o 20 bombillas, acopladas a una planta generadora de luz.
El Dominguero era un inmenso barco que se había hecho familiar, sobre todo por su manera de saludar. Como no había cine, ni nada en qué entretenerse, la tradición de ese “consejo popular” de Maisí, donde estábamos, marcaba el sagrado momento como uno de los atractivos de la zona. Era como ir a misa, pero de noche. Varias generaciones crecieron con esa ilusión, dijeron naturales de allí como si se tratara de algo que hay que comprender.
El subtexto que dejaba esa situación era sumamente triste. Unos actores que se desplazan una vez al año, pasando vicisitudes, miedo a los caminos, a los conductores borrachos, frío, lejanía, se veían obligados no solo a detener la función, sino a compartir un barco que no era de ellos ni de nadie cercano.
Cierto, el barco pasaba, casi se podía tocar con las manos, pero era remoto al mismo tiempo.
El actor y director de escena Ury Rodríguez, uno de los fundadores de la Cruzada Teatral de Guantánamo, con el tiempo se acostumbró a El Dominguero. “Una cosa que podemos hacer es cambiar los horarios, nunca el itinerario”, comentó con un poco de lástima. “Esta gente no se merece que dejemos de venir. En definitiva ellos no tienen la culpa”, argumentó el artista convencido más que todo de la grandeza del cielo, de esas estrellas que se veían tan claras en medio de la fiesta que supone el paso del barco.
Turismo en el “lejano” mundo
El mundo al revés sería suponer lo que estarían pensado los turistas que dicen adiós. Otra perspectiva del asunto. “Pobre gente”, pudieran creer, pero no tienen en cuenta que el marco de referencia, cuando es estrecho, provee de una vida feliz. Una vida sencilla, para no meternos en política. El mundo puede circunscribirse a unos cuantos árboles frutales, piedras, arrecifes, el cementerio de unos náufragos, el faro, un tractor sin combustible, los actores que llegan una vez al año. Ah, y El Dominguero, que no nos lo quite nadie.
Otra cosa sería que bajen los turistas alguna vez. Entonces todo cambiaría. Los locales podrían conversar, aunque sea con un traductor, y se enterarían de cómo va el mundo más allá de la línea del horizonte.