Los caballos lectores

César Vallejo (1892-1938)

El autor comenta la facultad de algunos animales para leer a los hombres y salvarlos
Entre los poemas de César Vallejo por los que tengo predilección se encuentra el titulado Esta noche desciendo del caballo. El poeta regresa al hogar de su infancia para comprobar que nadie le abre la puerta por más que toque, que nadie puede abrírsela porque todos los que un día integraron ese hogar han muerto.

Vallejo imagina, por un instante, a cada uno de los suyos desempeñando sus antiguas labores, fieles a sus hábitos o entregados a sus fantasías y juegos: el padre ora y las hermanas cantan mientras el hermano mayor ensilla un potro. La madre da a luz sobre un banco de piedra arrimado a una pared donde el propio Vallejo vio amarillear su adolorida infancia.

El poema invita a detenerse y ahondar en más de un verso, pero son aquéllos relacionados con el comportamiento del caballo los que hoy me interesan, animado por la relectura de otro poema al que me referiré luego. El caballo, como el jinete que acaba de descabalgarlo, se impacienta ante la desolación que los rodea y se suma al reclamo de Vallejo:

cual llamando también, el bruto
husmea, golpeando el empedrado. Luego duda,
relincha,
orejea a viva oreja.

Caballo, por Pablo Picasso (1881-1973)

El animal rastrea con el olfato, patea el suelo a ver si tiene mejor suerte que el poeta, y receloso ante la magnitud del silencio decide romperlo recurriendo a su propia voz, una voz capaz de espabilar a cualquiera que no haya escuchado los porrazos asestados por ambos con puños y cascos. No olvida el oído, y a él también recurre moviendo las orejas, desdoblado en radar.

Vallejo advierte que, por primera vez, nadie ha encendido una vela para que Dios lo proteja en su andadura. Pero lejos de darse por vencido, vuelve a llamar, hasta que uno y otro, caballo y viajero, encajan la realidad de que nadie saldrá a recibirlos:
Llamo de nuevo, y nada.
Callamos y nos ponemos a sollozar, y el animal
relincha, relincha más todavía.

Todos están durmiendo para siempre,
y tan de lo más bien, que por fin
mi caballo acaba fatigado por cabecear
a su vez, y entre sueños, a cada venia, dice
que está bien, que todo está muy bien.

La empatía entre el hombre y la bestia es tal que ésta adopta la forma de aquél de desahogar su dolor, el llanto –el caballo de Vallejo es un antecesor de los caballos del “Guernica”: el definitivo y el abocetado--, y no sólo comprende la resignación del poeta sino que, ansioso de consolarlo, le da la razón cuando intuye que éste trata de confortarse diciéndose que la muerte es una bienaventuranza, al punto de que, rendido por la pesadumbre, humano ya, da cabezazos de asentimiento, como los deudos cuando escuchan al sacerdote decirles palabras de fe, garantizarles que el difunto goza de mejor vida. La maravilla de estos versos está en ese cabeceo solidario y acorde con cada razonamiento de conformidad que, ante la irreversibilidad de los hechos, trasluce el poeta y que el animal lee, como sólo saben leer nuestros pensamientos los animales.

Robert Frost (1874-1963)

Aunque el poema de Vallejo me ronda con frecuencia, ha sido la relectura de un poema de Robert Frost el que en esta ocasión me ha devuelto a él: Stopping by Woods on a Snowy Evening. Un poema donde otro caballo parece adivinar lo que pasa por la mente de su jinete, cuestionar su actitud, alertarlo sobre los riesgos que ésta entraña y, cabeceando, animarlo a no darse por vencido, a reanudar un viaje en el que cabe adivinar una metáfora de la vida.

Imposible sobrevivir una nevada a la intemperie sin haberse apertrechado para ello, máxime si la noche es cerrada, la temperatura ha descendido a grados de congelación y no hay señal de asentamiento humano a la vista. Pero la belleza de un entorno natural puede tentar al viajero exhausto y sensible, enamorado del paraje donde ha hecho un alto, a poner fin a su andadura vital en él, a hacer de tanta belleza el escenario de su reposo definitivo, de su disolución en la naturaleza.

El caballo de Frost lee, como el caballo de Vallejo, a su amo, teme por su suerte y como aquél, a fuerza de cabezazos, lo ayuda a salir de sí mismo --ese agujero donde quién sabe qué desaliento o necesidad extrema de hermosura amenazan con abatirlo-- y lo urge a proseguir.

Frost invita al lector a incorporarse al poema y, como el caballo, leer los pensamientos del viajero:
Creo saber a quién pertenece este bosque.
Su casa está en la aldea, sin embargo.
No ha de saber que me detengo aquí,
a ver cómo su bosque de nieve va llenándose.

A mi pequeño potro va a resultarle absurdo
que me haya detenido donde no se ve un rancho,
entre el bosque y el lago donde ya todo es hielo
esta noche, la noche más oscura del año.

Y sacude el arnés con cascabeles:
pregunta si se trata de un error.
No hay más sonido que ése y el de un viento muy suave,
y los copos que, blandos, caen alrededor.

Este bosque es hermoso, oscuro y hondo,
pero tengo promesas que cumplir,
y un largo trecho por andar antes de dormir,
y un largo trecho por andar antes de dormir. *



* El lector interesado en leer este poema en su idioma original puede encontrarlo en numerosas páginas de Internet: es uno de los textos más célebres de la poesía norteamericana. También encontrará algunas traducciones al español probablemente mejores que ésta, que, más que traducción, es una recreación hija del deseo de acercar el poema, del modo más desenvuelto posible, a aquéllos que no sepan inglés.