Los bárbaros de la sierra

He visto a más de un árbol implorar misericordia, rodilla en tierra, y ser ultimado.

El autor denuncia a los responsables de otra devastación en marcha.

La extensión de las raíces que un árbol despliega a flor de tierra anuncia la distancia que recorrerá apenas se le permita dar los primeros pasos; la profundidad de las que esconde, el desarrollo de su pensamiento (las plantas rastreras son pura frivolidad; las trepadoras, misticismo cándido), y el rumor de las ramas al ser agitadas por la brisa, el metal de su voz en cierne, huérfana todavía del don para modular las palabras que un día diseminará como hojas o caerán como frutas ante el auditorio del mundo. No hay limitación definitiva, sólo don latente: el árbol andará, si no anda ya, como andan las ceibas ávidas de conversación a medianoche, según los devotos de la santería entrevistados por Lydia Cabrera.

Si los árboles compartieran con los animales la facultad de desplazarse no permanecerían tan cerca de nosotros o, de hacerlo, no se cohibirían de castigarnos al primer acto de crueldad contra ellos. Una liana es un látigo; una rama, un garrote; una colonia de comejenes o un nido de avispas, una granada de mano; una raíz, un pie. A patadas por el trasero andarían los bárbaros que los podan o echan abajo pretextando que sus hojas y resinas pudren los techos de las casas y manchan las carrocerías de sus automóviles, como si la sombra que esparcen fuera patrimonio del hombre y no de toda criatura viva, como la humedad, que sin el amparo de sus frondas se hubiera extinguido al resistero de los siglos.

He visto talar árboles con la furia de quien odia a su mujer, su jefe o su vecino; de quien maldice su suerte y necesita desahogar su rabia arremetiendo contra quien no puede defenderse, ni devolver el golpe o llevarlo ante la justicia. El chirrido de la sierra borracha de gasolina pone los pelos de punta: es la expresión de pánico de quien se siente utilizado por un poder superior para dar cauce a los sentimientos más oscuros; del verdugo que no puede renunciar a serlo porque su propia vida estaría en peligro. Los dientes de la sierra chirrían como en las películas de horror las puertas que buscan desvelar a los niños.

No en balde los pájaros huyen en estampida, la paja de los nidos corre a esparcirse y ocultarse entre la hierba (al punto de reverdecer del susto) y hasta las hojas, desoladas, se arrojan al vacío para contemplar desde lejos --volteando la cabeza como deben de haber volteado las suyas las mujeres que huyeron al monte durante la quema de Bayamo-- cómo el ser que las sostuvo es descuartizado y quien lo desguaza se pasea entre sus restos escurriéndose el sudor de la frente con una mano sucia, salpicándolos y repartiendo palabrotas y salivazos sin deshacerse de la sierra, por si el alma del caído reapareciera también desguazarla. He visto a más de un árbol implorar misericordia, rodilla en tierra, y ser ultimado.

La poda o tala insensible no excluye daños colaterales. Las botas de los vándalos pisotean las otras plantas que crecen alrededor y no hay arbusto que escape a la degollina de los machetes y tijeras o al tirón de las manos enguantadas. He visto helechos, en la flor de la edad, bajar la cabeza en un afán inútil de burlar la arremetida del calzado humano, y he oído crujir sus huesos cuando éste los despachurraba; los huesos y las hojas, de las que comienza a manar un zumo donde una vez más se admira la delicadeza del reino vegetal, su superioridad sobre el nuestro: a diferencia de la sangre escandalosa, cuyo sólo color delata ansia de protagonismo, ese derramamiento pasa inadvertido, no sobrecoge, no causa náusea o incita a la violencia, brota como una transpiración que sólo percibe quien socorre a la planta maltrecha, le toma el pulso y se sorprende con las yemas de los dedos humedecidas.

He observado a una cuadrilla de estos depredadores contratados por el gobierno local subirse al receptáculo que enarbola una grúa y ensañarse contra un flamboyán que, ansioso por contribuir a la belleza de su vecindario, decidió disimular, entre verdores minimalistas y ramilletes de pétalos naranja, la intrusión de un cordaje eléctrico que afeaba el cielo. Los salvajes, enardecidos por la anuencia de las autoridades, cayeron sobre la copa devastando el ramaje central para que los cables pudieran solearse y lucir su musculatura de alambre torcido y goma, haciendo de la planta una horqueta monstruosa, un crucificado contra el resplandor siniestro de la tarde.

Basta que los motores de las máquinas que empuñan y montan llenen de ruido el aire, para que la vegetación de mi patio se estremezca, las piedras corran a apretujarse, las lagartijas no acierten a mezclar los colores que las camuflan y el robledal luche por desenraizarse, poniendo en fuga a las aves y haciendo temblar la casa, cuyas paredes jaspeadas de musgo la han convertido en hija adoptiva de la naturaleza. Sólo cuando me ven salir al portal, cruzar los brazos, adoptar una expresión facial desafiante y conseguir el respaldo de alguna fiera altruista --la mariposa monarca, por su aspecto atigrado, cumple con el requisito-- les vuelve el alma al cuerpo.