Lezama: sobre sexo, segurosos y lo oscuro

El retintín de la referencia a la escabrosa escena homosexual, en el Capítulo 8, pudiera no ser tanto por la homosexualidad de la escena, ni siquiera por lo escabroso de la misma, como por la índole de la homosexualidad que adivinan en el autor

A José Lezama Lima se le daba, cuando se le daba, en los estudios universitarios de Literatura Cubana, como un oscuro poeta del grupo de Orígenes que había escrito una monumental novela, Paradiso, que contenía un capítulo, el 8, que a su vez contenía, narraba una escabrosa escena homosexual, nada patriótica, pornográfica casi; no mucho más y dicho así, de pasada, y como quien no quiere la cosa, o la quiere pero no puede o no se atreve; al menos hasta mediados de la década del ochenta.

Lo de oscuro no por desconocido, que no lo era, sino por inextricable, culterano, enrevesado, hermético, pero no hermético metafísico, nada que ver con lo oscuro que derivaría del ocultismo, Dios, Lenin los libre, marxistas al fin, se sostenían, se sostienen en la superficie de las cosas, en la banalización de la realidad, en lo elemental, en boberías al estilo de que la conciencia es el más elevado grado de la materia, pensamiento fecal, vaya. No qué va, nuestros progres profesores no podían siquiera sospechar que Lezama (superior a Marx como un mastodonte respecto a una pulga, no sólo por la mole corporal lezamiana, sino por su alma, por la mole de su corpus filosófico, narrativo, materia áurea frente a la materia excrementicia que sería el marxismo) fuera oscuro en tanto conectado con una sabiduría milenaria; luego oscuro iluminado.

Los pogres pedagogos, demagogos que después devendrían en pobres, no podían aprehender que el hermetismo empleado por Lezama Lima no era el del follaje de la verborrea aspaventosa sino el hermetismo del lenguaje de los misterios, propio de los mistagogos renacentistas, maestros del discurso divino, revelado, que apostaban por el conocimiento de la manera más eficaz de religarse con el Espíritu, discurso, escritura que debía cubrirse con velos y metáforas porque los asuntos del negociado de Dios no podían sino sostenerse mediante el enigma, no tanto como modo de burlar la censura de la religión organizada, oficializada, aunque también, como para impedir que cayera en manos de la plebe no ya social sino espiritual; esa que sin duda haría uso espurio del poder de lo numinoso.

Los pobres pedagogos, plebe espiritual, no estaban en capacidad de entender el hermetismo lezamiano desde la anterior perspectiva, sino que lo hacían, a lo sumo, desde la perspectiva del burdo barroco, sin siquiera sospechar que el autor de Paradiso, 1966, estaría a la altura de Virgilio, Rabelais, Shakespeare, Cervantes, Hugo y Joyce, en la construcción de textos no ya de alto vuelo metafórico sino sagrados.

Hay una sustancial similitud entre el discurso de los misterios y el discurso hermético empleado por Lezama Lima en su novela Paradiso, un monumento construido sobre el sincretismo de los mitos ancestrales, historia, leyenda, realidades científicas, magia y pensamiento proveniente del gnosticismo, por lo que parece que el Maestro de Trocadero 162 se sumerge en las fuentes primigenias del saber, sin intermediarios, sin ataduras a los ortodoxos textos judíos y cristianos, luego, situado si no más allá del bien y el mal al menos, sí, más allá del dogma establecido. Lezama no es autor para entenderlo linealmente, sino para dejarse seducir, ir en la música de su mística. Mago en definitiva, Lezama no se atiene a la rígida realidad histórica, casi siempre histérica, sino que para nuestra suerte recrea una realidad otra, una historia otra, una donde el lector no apercibido puede romperse la sesuda crisma a la búsqueda desesperada de la constatación documental de una tribu hebrea, o helena, para el caso da igual, que, por supuesto, no aparecerá jamás porque jamás existió; excepto en la portentosa imaginación del escriba. Nada, que Lezama Lima es serio, pero no se le debe tomar en serio; por lo menos no literalmente en serio. Mejor, digamos que Lezama Lima es literariamente serio y literalmente burlesco.

El retintín de la referencia, por parte de los pobres pedagogos a la escabrosa escena homosexual, en el Capítulo 8, pudiera no ser tanto por la homosexualidad de la escena, ni siquiera por lo escabroso de la misma, como por la índole de la homosexualidad que adivinan en el autor, la que más detestan, la menos revolucionaria, la no patriótica, esto es, la pasiva homosexualidad, pero, paradoja de paradojas, adivinan mal respecto a la índole de la homosexualidad lezamiana, pues parece ser que la misma no sería pasiva sino activa, sutil pero importante diferencia para el sujeto macho-marxista, locas serán todas esas allá en París o en Nueva York, pero acá, en La Habana, la historia es otra; loca es sólo la que se deja dar por el envés, el compañero que da pudiera no ser un pervertido sino un pragmático guevarista, táctico talentoso que ante la circunstancia de aislamiento en la guerrilla, o en la cárcel, ni corto ni perezoso, convierte el revés en victoria, es decir, el envés en vagina, vaya, compañero desviado del ortodoxo orificio, pero no del oficio revolucionario; nunca un contrarrevolucionario.

El Capítulo 8 de Paradiso es donde entramos en la narración de la vida escolar de José Cemí, adolescente que comienza a abrirse hacia nuevas y peligrosas amistades que le inducen, o él induce, hacia el despelote de unas escenas eróticas que, para cierta crítica no ya marxista sino moralista, o moralista y marxista (que al que no quiere caldo se le dan dos tasas), ostentarían una sexualidad malsana, enrarecida y pervertida por la compostura y las circunstancias de los amantes.

Es cierto que el famoso Capítulo 8 tiene una escena homosexual, pero lo que prima en el mismo es el sexo heterosexual, sodomítico pero heterosexual al fin; veamos: “Su círculo de cobre se rendía fácilmente a las rotundas embestidas del glande (...) Ese encuentro amoroso recordaba la incorporación de una serpiente por la vencedora silbante. Anillo tras anillo (...) iba penetrando en el cuerpo de la serpiente vencedora (...) que aún recordaban la indistinción de los comienzos del terciario, donde la digestión y la reproducción formaban una sola función. La relajación del túnel a recorrer, demostraba en la españolita que eran frecuentes en su gruta las llegadas de la serpiente marina. La configuración fálica de Farraluque era en extremo propicia a esa penetración retrospectiva, pues su aguijón tenía un exagerado predominio de la longura (...) la españolita dividió el tamaño incorporativo en tres zonas (...) El primer segmento aditivo correspondía al endurecido casquete del glande, unido a un segmento rugoso, extremadamente tenso (...) La segunda adición traía el sustentáculo de la resistencia, o el tallo propiamente dicho, que era la parte que más comprometía (...) Retiró Farraluque su aguijón, muy trabajado en aquella jornada de gloria...” dotado ahora el aguijón de un viso, pátina pertinaz entreverada de vetas afines a lo áureo y a lo lácteo; diría quien esto escribe.

Pero la verdad es que lo que preocupaba a los pobres pedagogos, a los comisarios culturales que sobre ellos dominaban, no era la supuesta homosexualidad pasiva del poeta, sino más bien que la practica pasiva dilatara en algún momento no el aro de su orificio cloacal sino el arco de sus ideas, ¡suspicaces segurosos!, como si el ano mandase sobre el cerebro; como si la disidencia de nalgas llevase directo a la disidencia de ideas. Sin percatarse los pobres que, acorde con el mismo pensamiento lezamiano, el ano podía ser lo más alto de lo más bajo, pero nunca lo más alto de lo más alto; sitial no ya para el cerebro sino para la corona. Elitista como era el mistagogo.

Juzgaban mal los pedagogos de pacotilla, pues Lezama Lima sería, como la mayoría de los intelectuales isleños, un simpatizante temprano de la revolución, revelación castrista. Así Guillermo Cabrera Infante aseguraba haber salvado al autor de Oppiano Licario de una suerte peor que la muerte: la ignominia de aparecer como un funcionario del aparato cultural batistiano y que, en consecuencia, Lezama pudo celebrar la revolución, al inicio, llamándola un “acontecimiento auroral”. Quiere decir que, para el Premio Cervantes de las Letras de 1997, como para muchos otros, la ignominia no estaría en haber sido castrista, ¡no, hombre!, sino en haber sido batistiano; situación similar a la del asesino en serie que severo viene a acusar de rémora demoniaca a una ramera.

El poeta Gastón Baquero, 1914-199, que fuera senador en el Consejo Consultivo creado por Fulgencio Batista y Záldivar después del golpe de Estado del 10 de marzo de 1952, solía responder, ya en el exilio y según narra la leyenda negra, a la acusación de batistiano: ¡batistiano y qué, batistiano sí, pero no fidelista! El Tribunal Revolucionario de Sanciones de Cuba dictaminó en 1960 la expulsión de Baquero del Colegio Nacional de Periodistas, por su colaboración con la dictadura batistiana. Paradoja: Una tiranía, sus sumisos servidores, expulsa a un periodista por colaborar con una dictadura; y no un periodista cualquiera, sino uno grande, entre los más grandes de esa isla en todos los tiempos; aura que dice cabeza pelada al pavo.

Cabrera Infante agrega para explicar el entusiasmo revolucionario de la intelectualidad isleña: todos éramos así de crédulos, para luego apuntar, en su libro Vidas para leerlas, que Lezama Lima fue ascendiendo en la escala oficial castrista poco a poco hasta llegar a ser uno de los asesores literarios de la Imprenta Nacional, que se veía ahora más seguro no como poeta sino políticamente, que sugirió algunos títulos, como El proceso de Kafka que Alejo Carpentier encontró “poco propio a nuestra realidad” y que Virgilio Piñera, por su parte, se convertía en el primer dramaturgo cubano, estrenando obras o reponiendo sus viejos éxitos paganos, como Electra Garrigó, tragedia nacional que era una parodia de su modelo griego y a la vez una utilización de formas populares cubanas, como La Guantanamera.

Cabrera Infante continúa narrando las veleidades socialistoides del grupo que, ¡oh ironía!, daba cebo a su saga, a la soga para su cuello, y agrega que, en 1961, Virgilio viajó a Europa, invitado a Bélgica por un viejo amigo, y que a su regreso, dramáticamente, absurdamente, no bien bajó del avión sintió un impulso irresistible de besar la tierra cubana, sin darse cuenta de que besaba en realidad el asfalto de la pista de aterrizaje, muy contento de haber regresado a Cuba para, a los pocos días, verse envuelto peligrosamente en un acontecimiento histórico, nada menos que el desembarco de Bahía de Cochinos y, ¿por ventura agradeció Virgilio que vinieran los patriotas a liberarlo, que muchos patriotas perdieran la vida por venir a liberarlo?, nada de nada, o mucho de mucho, cuenta el Premio Cervantes que Virgilio celebró la victoria castrista con los mismos ditirambos con que lo hicimos todos en el magazine y en todas partes.

Luego, parece ser que los pobres pedagogos, los comisarios culturosos de la dictadura, se equivocaban no sólo respecto a la índole de la oscuridad y la homosexualidad en Lezama, sino respecto a la índole de su disidencia que no pasaría del desempeño sodomítico y, eso sí, del empecinamiento a todo trance, y a veces en trance, para burilar una obra monumental y monstruosa, soberbia y sistémica, sin ceder un ápice a las concesiones estéticas que el totalitarismo marxista, totalitarismo al fin, pretendía imponerle de manera que el poeta pasará sin transición del mundo de la imago al del pedestre realismo socialista. “No le pedíamos mucho”, confiesa ahora en entrevista exclusiva para este artículo un ex policía político que atendió a Lezama en ese tiempo, nos hubiera bastado con que escribiera un poema épico dedicado a la Antillana de Acero, eso sí, que abriera y cerrara con una tojosa arrullando en su canto al miliciano que, metralleta en mano, guardaba la pupila insomne la puerta de entrada a la fábrica cantada”.

Y es que José Lezama Lima, cuya muerte conmemoramos este agosto, hace treinta y cinco años, nacido en diciembre de 1910 en el Campamento de Columbia, en las proximidades de La Habana, donde su padre era coronel del Ejército, profundo conocedor de Góngora, Platón, los poetas órficos y, como ya apuntamos, de los filósofos gnósticos, estaría empeñado, como lo estarían Lydia Cabrera y Fernando Ortiz, no en hacer una obra literaria, al menos no una obra literaria al uso, sino en la construcción de una cosmogonía insular que dotase a los cubanos de un pasado más o menos grandioso con que sostener el pesado, pedestre presente; tanto quizá como lo había sido el pasado. Y si los pueblos de la herencia heleno-hebrea cuentan con su Biblia y, más cerca en el continente, los mayas cuentan con su Popol Vuh, Lydia Cabrera escribía El Monte, Fernando Ortiz Contrapunteo cubano del tabaco y el azúcar y Lezama Lima Paradiso; trinidad de textos que, vistos en su conjunto y en el devenir del tiempo, pudiesen tal vez llegar a constituirse en el libro sagrado de los cubanos; dotar así a los azorados isleños de un arma mística con el poder de exorcizar no ya a los demonios, que necesarios son, sino a los demonios de la elementalidad que ahora mismo nos caracteriza.