Las razones del miedo

Luciérnaga.

El autor recuerda tres explicaciones válidas de una huida
Impartir talleres de poesía a personas extrañas a ella es una de mis grandes aficiones, máxime si los participantes son jóvenes y la mayoría de ellos está segura de la inutilidad de mi propósito, un propósito que no demoro en precisar: demostrarles que su percepción del mundo y hasta sus aspiraciones de carácter amoroso pueden verse favorecidas por el hecho poético.

Las primeras muecas de incredulidad o fastidio, y hasta los amagos de burla, no se hacen esperar. Nada mejor para neutralizarlos que preguntarle a la adolescente sentada en la primera fila –el cabello tricolor, los labios casi negros, el borde de una oreja mordido por varias argollas, las uñas como garfios y los pantalones vaqueros raídos y estampados de parches-- si sería indiferente a la entrega de un papelillo donde se leyera:
¿Para qué las estrellas
si tú no estás allí?

Es un poema de Yannis Ritsos (1909-1990) que inmediatamente vuelvo a decir, comento y que algunos miembros del auditorio, simulando indulgencia y mirando alrededor para asegurarse de que nadie los ridiculizará, copian. La joven, nerviosa, suele poner los ojos en blanco, sonreír y manifestar deleite ante la posibilidad de que alguien la haga destinataria de un halago semejante.

Una vez intrigados y algo sensibles a lo que puede entrañar tanta brevedad, paso a compartir un texto más sucinto aun y, quizás, turbador para quienes hasta entonces daban por poema otra cosa:
¿Y esa luz?
Es tu sombra.

Dulce María Loynaz (1902-1997)

No es raro que tenga que repetirlo varias veces antes de que mi auditorio asimile la paradoja y se percate de una de las facultades más extraordinarias de la poesía: reconciliar los contrarios, y hasta algo más difícil: demostrar que no existen, que uno puede ser el otro. No olvido destacar la economía de palabras: seis.

Nunca falta el apático impenitente. Pregunto si alguien cree en la existencia de un poema compuesto por una sola palabra, y entonces todos ríen, gesticulan y se revuelven en sus asientos. Es un bromista, concluyen. No lo soy:
Amor
taja
dos.

La idea de que el amor sea una realidad que lejos de unir a la pareja la separe, desguazando a quienes la componen, como si ambos miembros integraran una sola criatura –el verbo tajar huele a matadero, suena a hachazo--, no contradice la de Cupido: la flecha no es cosa de juego sino un arma arrojadiza que penetra la carne y suele ser mortal; tampoco es insignificante que el arquero sea un niño y apunte al corazón. El autor del poema es Francisco Hernández (1946). Hay que llevar una lupa dentro, del tamaño de uno mismo, para ver tanto en cinco sílabas.

El haiku, esa aleación de brevedad y sugestividad extremas, ha sido uno de mis grandes cómplices. Ante la aparente nimiedad de la estrofa es común que el lector inexperto muestre desgana: diecisiete sílabas (los jóvenes, como muchos de sus mayores, tienden a deducir la importancia de un poema por su extensión). Pero basta que alguien les insinúe qué buscar para que más de uno pruebe suerte y, feliz, comparta sus hallazgos.

No olvido una serie de talleres ofrecidos junto a las ruinas del Templo Mayor en el Distrito Federal Mexicano, donde leí un haiku de Sute Jo (1633-1698) traducido al español y pedí a los concurrentes, ya picados en su orgullo de lectores alertas, que lo comentaran:
No tiene miedo
la luciérnaga al agua.
Sí, a su reflejo.

Tres formas de entender el poema me sorprendieron:

a) La luciérnaga ignora que la imagen reflejada es la suya, cree que es otra luciérnaga que le sale al paso, una luciérnaga enemiga, procedente del fondo del agua, y huye: lo que nos ocurre a nosotros cuando, ante el espejo, nos miramos fijamente a los ojos y vemos aflorar a otro.

b) La luciérnaga cree que la luz que entrevé es la del sol naciente y da por terminadas sus funciones. El sol la apabulla. No hay luciérnaga capaz de enfrentarse a él, aunque cada una, en sí misma, sea un sol y de noche asuma las responsabilidades del ausente.

c) La luciérnaga arde como un fósforo o un ascua y teme que el más leve contacto con el agua la aniquile; Narciso, se teme a sí misma.

El joven capaz de arribar a estas conclusiones, o el que escucha a sus compañeros arribar a ellas, no volverá a ver la poesía como una antigualla, ni menospreciará a quienes la escriben, ni desaprovechará el encuentro con una luciérnaga, más bien lo propiciará e intentará acercársele, a ver qué ocurre cuando ésta se asome a sus ojos o él se asome a los de ella. Y hasta es posible que ese mismo día, terminado el taller, escriba sus primeros versos.