Olivera fue uno de los 75 reos de la Primavera Negra. Diez años después, recuerda sin drama aquellos días.
Lo mejor que puede hacer un habanero es caminar por sus calles en plena primavera. En estos días de marzo, Jorge Olivera Castillo, 52 años, poeta y periodista, se deleita con el verdor de los árboles, el olor del salitre y el sol tenue.
En una mañana cualquiera, traza su itinerario particular. Y sin rumbo deambula por un dédalo de callejuelas sucias con fachadas de solares apuntalados: en esos sitios residen los protagonistas de sus historias y poemas. Le gusta caminar por las calles de Centro Habana, y por los lugares que no aparecen en las postales turísticas.
Fue precisamente en otra primavera, la de 2003, cuando el Estado quiso doblegar a un puñado de hombres y mujeres pacíficos, haciendo uso arbitrario de su poder absoluto. Y a largas sanciones penales condenó a cubanos que, como Jorge Olivera, disentían y disienten de un régimen que confunde patria con una finca y democracia con lealtad a un comandante.
Olivera fue uno de los 75 reos de la Primavera Negra. Diez años después, recuerda sin drama aquellos días. “Sobre las dos de la tarde del 18 de marzo de 2003 fui arrestado. Había regresado del hospital, de atenderme un problema gastrointestinal, cuando violentamente irrumpió una tropa de alrededor de veinte militares. En ese momento era director de Habana Press, agencia de prensa independiente. Realizaron un registro minucioso de cuanto papel tenía. Incautaron libros de literatura universal y mis crónicas y artículos. Una vieja máquina de escribir Remington. Fotos de familia, cartas de amigos, recibos de la luz y hasta la cuenta del teléfono. Barrieron. Todo fue confiscado por decreto estatal”.
Cuando un gobierno dice que un hombre que escribe debe ser procesado, algo no anda bien en esa sociedad. Las armas de periodistas libres como Jorge Olivera, Ricardo González, Raúl Rivero y otros 24 reporteros condenados a muchos años de prisión, eran las palabras, máquinas de escribir y teléfonos fijos a través de los cuales una vez por semana leían sus noticias y textos sobre la otra Cuba que el régimen pretende ignorar.
En abril de 2003, un Tribunal Sumario lo condenó a 18 años de privación de libertad. “El juicio fue un circo. Sin garantías jurídicas. Los abogados defensores tenían más miedo que nosotros. Las pruebas definitivas que demostraban que yo era una amenaza pública eran escritos míos desperdigados por internet y grabaciones de mi participación en programas de Radio Martí”, cuenta Jorge.
Estuvo 36 noches durmiendo en Villa Marista, cuartel general de la policía secreta, un antiguo colegio religioso transformado en prisión preventiva para los opositores. Situado en el Reparto Sevillano, municipio 10 de Octubre, Villa Marista es un residuo de la Guerra Fría. Una imitación caribeña de la Lubianka moscovita del período comunista. En marzo de 1991 estuve allí trece días detenido, acusado de ‘propaganda enemiga’. Cuando entras al edificio de dos pisos, con paredes pintadas de verde claro, te recibe un oficial de guardia sentado tras un cristal.
Usan técnicas de intimidación y torturas sicológicas. Ya no eres un ser humano. Te convierten en un objeto. Una propiedad de los servicios especiales. Antes de vestirte con un uniforma gris, te desnudan y humillan delante de varios oficiales. Te obligan a hacer cuclillas y abrirte el ano. Como en Abub Ghraib o la prisión en la Base Naval de Guantánamo. Pero en Cuba se viene aplicando desde mucho antes.
“Fueron días terribles. Las celdas mínimas de cuatro personas estaban tapiadas. Las camas eran una plancha de zinc fijadas a la pared con una cadena. Los medicamentos te los sitúan en una bandeja metálica fuera de la celda. Te llaman por un número. Ya no era Jorge, sino el recluso 666. Duermes con dos lámparas de luz fría que nunca se apagan. A cualquier hora del día o la noche te llaman para largos interrogatorios. Te conducen por largos y sombríos pasillos repletos de celdas donde no ves a ningún otro detenido. Es como la boca de un lobo”, recuerda Olivera.
Ciertos dictadores suelen tener humor macabro. Después de extensas torturas, Stalin utilizaba los juicios y las autoinculpaciones como un espectáculo. A veces no era un show. Te ponían de espalda a una pared y te encajaban un tiro en la sien. Si deseaban alargar la agonía y romperte como ser humano, te enviaban a un Gulag.
En Cuba, los agentes de la Seguridad del Estado han calcado esos métodos. Excepto el tiro en la sien. Una de esas pinceladas de burlas que gusta gastarse el aparato represor de los Castro, Olivera la mantiene fresca en su memoria. Los condenados de la Primavera Negra fueron repartidos por las prisiones de la isla en confotables ómnibus climatizados, iguales a los usados para los turistas.
“El colmo del cinismo. Viajábamos viendo películas y ese día nos dieron buena comida. Nos trataron a cuerpo de rey mientras nos depositaban en cárceles a cientos de kilómetros de nuestros hogares. A mí me recluyeron en el Combinado Provincial de Guantánamo, a mil kilómetros de donde residían mi esposa y mis hijos”, recuerda.
La peor experiencia que ha vivido Jorge Olivera fue la cárcel. “La comida era un bodrio. Las golpizas de los celadores a los presos comunes son habituales. Los reclusos se automutilan. O se suicidan. La poesía me salvó de la locura”. Fue en la cárcel donde Olivera comenzó a escribir poemas. En 2004, debido a un rosario de enfermedades, le concedieron una licencia extrapenal.
Técnicamente aún no es un hombre libre. Si el gobierno así lo estima, los presos de la Primavera Negra que quedan en la isla pueden volver tras las rejas. De los 27 periodistas independientes encarcelados en marzo de 2003, Jorge Olivera el único que queda en Cuba. En el exterior le han publicado cuatro libros de poesía y dos de cuentos.
Ahora mismo, da forma al último de sus poemarios. Sístoles y Diástoles es el título provisional. Escribe para Cubanet y Primavera Digital, un semanario que desde hace seis años realizan los mejores periodistas independientes cubanos.
Junto al también periodista Víctor Manuel Domínguez, dirige un club de escritores. Es miembro de honor del Pen Club de la República Checa y de Estados Unidos. Si las personas pudieran recibir una calificación por su condición humana, no me temblaría la mano para otorgarle un diez a Jorge Olivera. Sus prioridades informativas siguen siendo describir la realidad de sus vecinos de Centro Habana, la crisis de valores, la prostitución y la corrupción oficial.
Al autor de Sobrevivir en la boca del lobo, rechaza la ‘amnesia’ de algunos disidentes de nuevo cuño. “No se puede olvidar la historia. La generación contestataria que domina las nuevas tecnologías es bienvenida. Pero debieran ser honestos y reconocer que antes de ellos, nosotros estábamos ahí. Buscando noticias en sitios calientes y bajo un constante acoso policial. No teníamos Twitter ni Facebook, escribíamos con bolígrafos al dorso de papeles reciclados. Pero nunca dejamos de informar sobre la vida precaria y la falta de futuro de la gente en Cuba. Eso no se puede relegar ni olvidar. La historia de la disidencia es muy larga. Y antes que nosotros, estuvieron los que fueron sentenciados a pena de muerte en La Cabaña. Si olvidamos esas etapas, mutilamos o sesgamos una parte importante de la lucha pacífica contra el régimen castrista”, expresa Jorge Olivera.
Su sueño es hacer radio, tener salud y vivir en democracia. Espera que no esté demasiado lejano el día cuando pueda reencontrarse con Tania Quintero y Raúl Rivero, dos de sus colegas exiliados. No en Suiza o España, si no caminando en primavera por las calles de La Habana.
Publicado en Diario Las Américas el 26 de marzo del 2013
En una mañana cualquiera, traza su itinerario particular. Y sin rumbo deambula por un dédalo de callejuelas sucias con fachadas de solares apuntalados: en esos sitios residen los protagonistas de sus historias y poemas. Le gusta caminar por las calles de Centro Habana, y por los lugares que no aparecen en las postales turísticas.
Fue precisamente en otra primavera, la de 2003, cuando el Estado quiso doblegar a un puñado de hombres y mujeres pacíficos, haciendo uso arbitrario de su poder absoluto. Y a largas sanciones penales condenó a cubanos que, como Jorge Olivera, disentían y disienten de un régimen que confunde patria con una finca y democracia con lealtad a un comandante.
Olivera fue uno de los 75 reos de la Primavera Negra. Diez años después, recuerda sin drama aquellos días. “Sobre las dos de la tarde del 18 de marzo de 2003 fui arrestado. Había regresado del hospital, de atenderme un problema gastrointestinal, cuando violentamente irrumpió una tropa de alrededor de veinte militares. En ese momento era director de Habana Press, agencia de prensa independiente. Realizaron un registro minucioso de cuanto papel tenía. Incautaron libros de literatura universal y mis crónicas y artículos. Una vieja máquina de escribir Remington. Fotos de familia, cartas de amigos, recibos de la luz y hasta la cuenta del teléfono. Barrieron. Todo fue confiscado por decreto estatal”.
Cuando un gobierno dice que un hombre que escribe debe ser procesado, algo no anda bien en esa sociedad. Las armas de periodistas libres como Jorge Olivera, Ricardo González, Raúl Rivero y otros 24 reporteros condenados a muchos años de prisión, eran las palabras, máquinas de escribir y teléfonos fijos a través de los cuales una vez por semana leían sus noticias y textos sobre la otra Cuba que el régimen pretende ignorar.
En abril de 2003, un Tribunal Sumario lo condenó a 18 años de privación de libertad. “El juicio fue un circo. Sin garantías jurídicas. Los abogados defensores tenían más miedo que nosotros. Las pruebas definitivas que demostraban que yo era una amenaza pública eran escritos míos desperdigados por internet y grabaciones de mi participación en programas de Radio Martí”, cuenta Jorge.
Estuvo 36 noches durmiendo en Villa Marista, cuartel general de la policía secreta, un antiguo colegio religioso transformado en prisión preventiva para los opositores. Situado en el Reparto Sevillano, municipio 10 de Octubre, Villa Marista es un residuo de la Guerra Fría. Una imitación caribeña de la Lubianka moscovita del período comunista. En marzo de 1991 estuve allí trece días detenido, acusado de ‘propaganda enemiga’. Cuando entras al edificio de dos pisos, con paredes pintadas de verde claro, te recibe un oficial de guardia sentado tras un cristal.
Usan técnicas de intimidación y torturas sicológicas. Ya no eres un ser humano. Te convierten en un objeto. Una propiedad de los servicios especiales. Antes de vestirte con un uniforma gris, te desnudan y humillan delante de varios oficiales. Te obligan a hacer cuclillas y abrirte el ano. Como en Abub Ghraib o la prisión en la Base Naval de Guantánamo. Pero en Cuba se viene aplicando desde mucho antes.
“Fueron días terribles. Las celdas mínimas de cuatro personas estaban tapiadas. Las camas eran una plancha de zinc fijadas a la pared con una cadena. Los medicamentos te los sitúan en una bandeja metálica fuera de la celda. Te llaman por un número. Ya no era Jorge, sino el recluso 666. Duermes con dos lámparas de luz fría que nunca se apagan. A cualquier hora del día o la noche te llaman para largos interrogatorios. Te conducen por largos y sombríos pasillos repletos de celdas donde no ves a ningún otro detenido. Es como la boca de un lobo”, recuerda Olivera.
Ciertos dictadores suelen tener humor macabro. Después de extensas torturas, Stalin utilizaba los juicios y las autoinculpaciones como un espectáculo. A veces no era un show. Te ponían de espalda a una pared y te encajaban un tiro en la sien. Si deseaban alargar la agonía y romperte como ser humano, te enviaban a un Gulag.
En Cuba, los agentes de la Seguridad del Estado han calcado esos métodos. Excepto el tiro en la sien. Una de esas pinceladas de burlas que gusta gastarse el aparato represor de los Castro, Olivera la mantiene fresca en su memoria. Los condenados de la Primavera Negra fueron repartidos por las prisiones de la isla en confotables ómnibus climatizados, iguales a los usados para los turistas.
“El colmo del cinismo. Viajábamos viendo películas y ese día nos dieron buena comida. Nos trataron a cuerpo de rey mientras nos depositaban en cárceles a cientos de kilómetros de nuestros hogares. A mí me recluyeron en el Combinado Provincial de Guantánamo, a mil kilómetros de donde residían mi esposa y mis hijos”, recuerda.
La peor experiencia que ha vivido Jorge Olivera fue la cárcel. “La comida era un bodrio. Las golpizas de los celadores a los presos comunes son habituales. Los reclusos se automutilan. O se suicidan. La poesía me salvó de la locura”. Fue en la cárcel donde Olivera comenzó a escribir poemas. En 2004, debido a un rosario de enfermedades, le concedieron una licencia extrapenal.
Técnicamente aún no es un hombre libre. Si el gobierno así lo estima, los presos de la Primavera Negra que quedan en la isla pueden volver tras las rejas. De los 27 periodistas independientes encarcelados en marzo de 2003, Jorge Olivera el único que queda en Cuba. En el exterior le han publicado cuatro libros de poesía y dos de cuentos.
Ahora mismo, da forma al último de sus poemarios. Sístoles y Diástoles es el título provisional. Escribe para Cubanet y Primavera Digital, un semanario que desde hace seis años realizan los mejores periodistas independientes cubanos.
Junto al también periodista Víctor Manuel Domínguez, dirige un club de escritores. Es miembro de honor del Pen Club de la República Checa y de Estados Unidos. Si las personas pudieran recibir una calificación por su condición humana, no me temblaría la mano para otorgarle un diez a Jorge Olivera. Sus prioridades informativas siguen siendo describir la realidad de sus vecinos de Centro Habana, la crisis de valores, la prostitución y la corrupción oficial.
Al autor de Sobrevivir en la boca del lobo, rechaza la ‘amnesia’ de algunos disidentes de nuevo cuño. “No se puede olvidar la historia. La generación contestataria que domina las nuevas tecnologías es bienvenida. Pero debieran ser honestos y reconocer que antes de ellos, nosotros estábamos ahí. Buscando noticias en sitios calientes y bajo un constante acoso policial. No teníamos Twitter ni Facebook, escribíamos con bolígrafos al dorso de papeles reciclados. Pero nunca dejamos de informar sobre la vida precaria y la falta de futuro de la gente en Cuba. Eso no se puede relegar ni olvidar. La historia de la disidencia es muy larga. Y antes que nosotros, estuvieron los que fueron sentenciados a pena de muerte en La Cabaña. Si olvidamos esas etapas, mutilamos o sesgamos una parte importante de la lucha pacífica contra el régimen castrista”, expresa Jorge Olivera.
Su sueño es hacer radio, tener salud y vivir en democracia. Espera que no esté demasiado lejano el día cuando pueda reencontrarse con Tania Quintero y Raúl Rivero, dos de sus colegas exiliados. No en Suiza o España, si no caminando en primavera por las calles de La Habana.
Publicado en Diario Las Américas el 26 de marzo del 2013