Prólogo
El 27 de noviembre de 1871, ocho estudiantes de primer año de Medicina fueron fusilados en La Habana. Autoridades de la metrópoli española los acusaron de un delito que no habían cometido. Los juzgaron no una, sino dos veces, hasta conseguir un severo veredicto de culpabilidad.
Fue culpa mía, lo sé. Pero no puedo hacer nada. Ya están muertos. Los fusilamos y fueron cayendo de dos en dos. Eran tan jóvenes, ¡tan inocentes…! Pero el negocio, el mío, se me escapó de las manos. Era sólo ganar un poco de dinero, o mucho, y luego largarme de la isla y regresar a España. Yo estaba destituido como gobernador político de La Habana y, tampoco era como para salir con las manos vacías de esta tierra en la que unos insurrectos peleaban por su libertad. ¡Malagradecidos!, no querían ser colonia nuestra. Por eso la furia de los míos tronchó mis planes, y me quedé sin dinero, y la historia recoge mi nombre como el gran culpable. Voy a contarles lo que pasó. Decirles por qué fusilamos a ocho estudiantes de medicina, el 27 de noviembre de 1871. Todos estamos muertos, y mientras repazo mis mezquindades y me mezo en el infierno, creo ya que es tiempo de presentaciones: yo soy Dionisio López Roberts.
Todo empezó el jueves 23. Los muchachos entraron al cementerio. No hicieron nada, porque subirse en el carro que transportaba los cadáveres y arrancar una flor es nada. Pero Vicente Cobas, el pobre, con sus pocas luces como celador del cementerio, vino a verme malhumorado. Imaginé que los estudiantes no le hicieron caso a Don Vicente. Le perturbaron, quizá, con la algarabía, su siesta vespertina. Pero Vicente me dijo algo que sí encendió mis luces. El cristal de la tumba del periodista Gonzalo Castañón fue rayado en pleno jolgorio. Fui al cementerio, pero no a verificar el dato, ¿para qué?, éramos la metrópoli, la autoridad, la verdad, la razón y la fuerza. Y con tales calificaciones, a quién le importa si el cristal de la tumba de un muerto está quebrado. ¡Claro que era mentira! En 1886, el hijo de Castañón, Fernando, vino a recoger los restos de su padre, y entonces uno de los estudiantes, Fermín Valdés Domínguez, recibió un testimonio escrito de Fernando, que reflejó que la tumba estaba intacta. Eso fue en el 86, pero esta historia se mantiene aún en 1871.
A Castañón lo habían matado en Cayo Hueso en 1870. Era uno de los nuestros, de esos que querían arrazar la tierra de cubanos. Un poco exagerado, y torpe, porque luego los nuevos criollos volverían a rebelarse. Pero Castañón no era el caso; no fue el respeto a su memoria lo que me movió. Fue la chispa que despertó mi codicia. ¿Y qué tal si arresto a los estudiantes y los acuso? Sus padres, acaudalados, con prontitud y pánico pagarían el rescate. ¡Eso fue! El dinero, el madito dinero por el que me mezo en el infierno, y cada 27 de noviembre se maldice mi nombre.
Fui a apresarlos el 25 en la mañana, pero tuve el primer tropiezo. En lugar de hallar a los muchachos del primer año de medicina me equivoqué, y quise arrestar a los de segundo año. ¡Menudo valor el del profesor Juan Manuel Sánchez Bustamante de defender a los suyos! Me fui con las manos vacías. Busqué entonces a los de primer año, pero ese canario de Domingo Fernández Cubas también se me enfrentó. ¡Otro profesor con el coraje de retar mi autoridad! Menudo fiasco, debí haberlo dejalo ahí, pero no lo hice. Un abuso no se comete si hay prudencia.
Mi necedad creció, y mi acompañamiento también. Regresé y llevé conmigo a Felipe Alonso, capitán de voluntarios y amigo del difunto Castañón. ¡Ah, Felipe! Te llevé por tres cosas: porque acompañaste a Castañón a Cayo Hueso cuando lo mataron, porque odiabas profusamente la independencia cubana y porque tu grado de capitán aceleraba mis planes. Me encontré con Pablo Valencia, este doctor fácil de convencer y temeroso me entregó mansamente a 45 estudiantes.
Esa misma noche del sábado 25 entraron todos a la cárcel. Todo iba en marcha, los padres preocupados, las conversaciones, las cartas, y mis intenciones de cobrar a punto de cuajar. Pero el domingo 26 marcó el principio del fin de mis planes. Ese dichoso desfile militar de diez mil voluntarios en La Habana, y una voz inoportuna pero vigorosa, salida del propio batallón de Felipe Alonso: “Muerte a los traidores”. ¿¡Pero cómo que muerte!? ¡No, muerte no!, si los matan, ¿qué rescate me van a pagar los padres?
Mi pésima fortuna se unió a la maltrecha suerte de los estudiantes. La capital no tenía ejército en ese momento, porque peleaba contra los mambises; solamente voluntarios, fieros, soeces, que sólo entendían de bayoneta y muerte, de marcha con uniforme planchado. Esa tropa no aceptó un primer consejo de guerra de sentencias suaves y nada de muerte. Querían más, querían lo gritado en el desfile, la muerte a los traidores. Se hizo un segundo consejo de guerra. De nada sirvió el alegato del abogado defensor, Federico Capdevila y Quintanó, cuando dijo: “¿Dónde está el delito, ese desacato sacrílego? Creo y estoy firmemente convencido que sólo germina en la imaginación obtusa que fermenta en la embriaguez de un pequeño número de sediciosos”.
También hubo un capitán del ejército decente, había llegado de Canarias y se paseaba por la Acera del Louvre aún sin mando. Estoy hablando de Nicolás Estévanez. Frecuentaba cafés y bares, y ese día 27 notó la Acera del Louvre inusualmente desierta, hasta que una decarga de fusilería lo sacó del embeleso. Los estan fusilando, le dijeron. No pudo esconder la cólera. Unos camareros de un café lo escondieron para que la tropa de voluntarios que venían de La Punta no lo vieran en ese trance. Tiempo después, sin decir mi nombre, Estévanez escribiría en sus memorias: “Pasarán los años y los siglos, y cuando nadie se acuerde, ni aún la Historia, de la existencia de los voluntarios, subsistirá el borrón, la mancha indeleble que echaron torpemente sobre España los cobardes asesinos. Y caerá también sobre el honrado ejército español, por no haber querido, o no haber podido, refrenar los desmanes de las fieras”.
Arresté a 45, todos fueron condenados, ocho a muerte. Cinco por estar en el cementerio y tres nombrados a la suerte. Uno de ellos ni siquiera estaba en La Habana cuando sus amigos deambulaban por el camposanto. ¡Todo un espanto! Sus ocho nombres serán siempre bendecidos, y junto a ellos el de Fermín Valdés, los médicos honrados, Federico Capdevila, y un largo etcetera que deja afuera nombres que merecen olvido. Todos ellos me acompañan, eternamente incómodos, en estas mecedoras del infierno.
Epílogo
Estudiantes fusilados y sus respectivas edades:
- Alonso Álvarez de la Campa y Gamba (16 años)
- Anacleto Bermúdez y González de Piñera (20 años)
- José de Marcos y Medina (20 años)
- Ángel Laborde y Perera (17 años)
- Juan Pascual Rodríguez y Pérez (21 años)
- Carlos Augusto de la Torre y Madrigal (20 años)
- Eladio González Toledo (20 años)
- Carlos Verdugo y Martínez (17 años)