A principios de los años 80, el éxito de Silvio Rodríguez y Pablo Milanés en países como Brasil, Argentina y España, donde realizaban conciertos multitudinarios ante una audiencia con devoción religiosa por la Revolución cubana y su máximo líder Fidel Castro, acaparó la atención de una generación de jóvenes cubanos nacidos en los albores de la epopeya revolucionaria, muchos de ellos estudiantes y con inquietudes intelectuales. Fue entonces que Silvio y Pablo lograron salir de su capilla en la Casa de las Américas y empezaron a realizar conciertos en escenarios más concurridos como el teatro Karl Marx y la escalinata de la Universidad de La Habana.
A diferencia de aquella otra generación de cubanos formados en tiempos de la república y acostumbrados a la música tradicional, esta nueva generación postrevolución no sólo quedó impresionada por la popularidad foránea de Silvio y Pablo, sino también por su halo intelectual, “poetas con guitarras”, realzados por sus amigos escritores y poetas, como Guillermo Rodríguez Rivera, Luis Rogelio “Wichy” Noguera y Víctor Casaus (tampoco faltó en ese espaldarazo un Benedetti).
Además de estudiantes universitarios y jóvenes con inquietudes artísticas y literarias, otro sector de la juventud cubana, los llamados frikis (prototipo de hippie cubano de los 80) se identificó con estos trovadores, pues reconocían la influencia que tuvieron en ellos Bob Dylan, Los Beatles y la música rock; también tenían como referencia atractiva el breve historial contestatario de Silvio y Pablo. Sin duda, esta nueva generación de cubanos comenzó a ver en estos trovadores algo diferente, fuera de lo común o de lo que ellos llamaban “chealdad” cubana.
La nueva trova cubana, que en sus inicios se sintió parte de lo que internacionalmente se conoció como el Movimiento de la Nueva Canción Protesta, acalló en sus letras la crítica sociopolítica nacional, para convertirse en portavoz musical del Estado cubano, acaso la misión para la que Haydée Santamaría cobijó a sus miembros en La Casa de las Américas, dando lugar a la formación del Grupo de Experimentación Sonora del ICAIC y a la de este movimiento.
Ante las prebendas que le ofrecía el poder oficial, Silvio dejó de ser el compositor de canciones como “Resumen de noticias”, la cual le costó un año de castigo en el barco pesquero “Playa Girón” por interpretarla en un Festival de la Canción en Varadero; mientras tanto, Pablo olvidaba que había sido injustamente un prisionero en la UMAP.
Ambos trovadores dejaron de ser aquellos muchachos rebeldes para convertirse en acólitos con guitarras del régimen, es decir, ante un prometedor y glorioso futuro, dejaron de practicar las verdades que en sus inicios los llevaron de algún modo a alzar sus voces, dejaron de arriesgar sus cuerdas por no arriesgar sus ahora cómodas vidas. De esta forma, Silvio podía decir: “Vivo en un país libre…Soy feliz, soy un hombre feliz…”; y Pablo: “Yo me quedo con todas esas cosas, pequeñas, silenciosas…”
El Movimiento de la Nueva Trova en Cuba no protestó en sus canciones como lo hicieron sus colegas de la Nueva Canción en Iberoamérica, pero sí realizó actos de repudios a quien disintió del régimen con su posición política, tal como sucedió con uno de sus más talentosos cantautores, Mike Porcel, al decidir marcharse del país durante el éxodo del Mariel en 1980.
En todo caso, la crítica sociopolítica en el cancionero de la nueva trova se produjo de forma velada, con cotos, hasta donde les resultara conveniente a los intereses de la política oficial y a las de los propios trovadores, tal como se demostró en la década de los 90, años del llamado Período Especial, con el joven cantautor Carlos Varela, devenido hombre-corcho (posición política ambivalente de artistas e intelectuales cubanos que, por preservar sus privilegios, no se atreven a romper completamente con el régimen castrista y hasta encubren su fracaso achacándoselo a razones ajenas a la de su sistema político).
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Las actuales posturas políticas de las dos figuras más emblemáticas del Movimiento de la Nueva Trova, Silvio Rodríguez y Pablo Milanés, son ejemplos irrefutables de sus respectivas dependencias al proceso revolucionario que ellos representaron con su obra musical. Silvio, ante una Cuba que se derrumba, como esa ciudad a la que alude líricamente en una de sus canciones, enarbola un pertinaz servilismo, muestra de un cinismo inescrupuloso.
Por su parte, Pablo, que sí ha reconocido errores y atropellos del gobierno cubano, de los que él también fue víctima, no deja de reafirmar su compromiso con la causa de la revolución. Ambos son producto de esa quimera que el régimen cubano fabricó para exportarla, propagandísticamente, a través de sus voces. Así se hicieron famosos y reconocidos, independientemente de su valor artístico, sin la revolución perderían ese sello de identidad, moriría ese símbolo por el que multitudes en Iberoamérica asistieron a sus conciertos. Las butacas quedarían vacías.
Joaquín Gálvez (La Habana, 1965). Poeta, ensayista y periodista. Sus textos aparecen en antologías y publicaciones de Estados Unidos, Europa y América Latina. Maestría en Bibliotecología y Ciencias de la Información en la Universidad del Sur de la Florida (USF). Desde 2009, coordina el blog y la tertulia La Otra Esquina de las Palabras.